Habían pasado tres noches desde que había empezado a llorar, y a correr por los salones ahora en ruinas y llenos de polvo. Pero ni toda el agua de unos ojos desencajados, ni la rápida actuación de las cientos de personas que se trasladaron desde la ciudad, habían conseguido hacer retroceder al fuego.
Abdel Alí se había sentado por primera vez desde que las llamas empezaron a lamer las paredes repletas de saber, y observaba ahora un mar en calma al borde de lo que se había convertido en una roca negra repleta de rescoldos y columnas de humo gris. Toda aquella agua, pensaba, contenida en un océano que ni se inmutó ante la violencia de las llamas que habían devorado todo lo que le era preciado. De no encontrarse tan cansado, habría entrado en guerra con un mar que contempló todo sin intervenir.
A su alrededor ardían papiros mecidos por el viento, y de vez en cuando se escuchaba el trueno de la roca al rasgarse y ceder ante el peso de los escombros. Cuando esto ocurría y uno de los decorados techos colapsaba sobre sí mismo y se desplomaba, una intensa nube de humo barría todo en decenas de metros a su paso. Y lanzaba fragmentos calcinados de miles de obras únicas.
El bibliotecario volvió a llorar, desesperado. Le dolían os ojos, que habían comenzado a cuartearse y sufrir las consecuencias de la sal brotando de ellos. Su piel reseca por el calor del fuego buscaba la brisa del agua de mar, pero una cubierta de polvo impedía sentir el frescor.
A cada hora de los últimos tres días, un reguero de impotencia surgía de sus ojos, barría la capa de suciedad que se limpiaba con un pañuelo no mucho más limpio, y aterrizaba en una barba apelmazada y sucia. Se encontraba desnutrido. Había usado todas sus fuerzas por salvar el mayor número de manuscritos posibles, sin descansar, que ahora estaban apilados a la intemperie junto a la costa, custodiados por soldados de mirada triste y ojos perdidos.
La ciudad había sido golpeada en su corazón. En pocas horas, la cuna de la civilización se había igualado con el resto del mundo, y unas pocas lámparas habían destruido todo el conocimiento del mundo moderno.
—Volvemos a ser un poco más bárbaros—pensó mientras miraba un cielo a punto de llover que daba lugar al tercer amanecer.
En su memoria restallaba el pánico de los primeros segundos, cuando las llamas se extendieron por los sótanos. En cuestión de unos pocos minutos las bóvedas inferiores se convirtieron en un bombeo de fuego incontrolable que arrasaba a voluntad una por una todas las cámaras. Destrozando todo a su paso, calentando el primer piso hasta el punto de partir los suelos de mármol y abrir brechas en las paredes y columnas.
El primer piso pronto tuvo cinco incendios declarados, y los bibliotecarios corrían por los pasillos salvando todos los rollos que eran capaces de llevar. De nada servirían los cubos de arena y agua contra aquél fuego que se alimentaba de todo su conocimiento. Este se extendía rápido, mucho más de lo que se necesitaba para salvar los papiros más antiguos, que fueron los primeros en ser devorados.
El director gritó órdenes durante la mitad de la primera noche, dando prioridad a los textos más valiosos, enviando a los jóvenes de la biblioteca a morir ante las llamas por salvar las obras que daban lugar a la humanidad. Horas después del arranque del incendio, una de las cúpulas se abalanzó sobre él y hundió toda la sección del edificio.
Cuando algo así ocurría, el fuego se apagaba durante unos minutos por la bocanada de aire, y los voluntarios corrían por los textos segundos antes repletos de llamas. Y volvían a correr hacia la puerta con cilindros aún humeantes que serían apagados del todo en la arena de la playa por varias decenas de soldados que trataban de proteger lo que los voluntarios sacaban.
Minutos después las llamas volvían a levantarse y a adueñarse de las estanterías, y el humo a llenar los pulmones de todo el que se movía por aquellas salas.
—Es una batalla perdida—pensó—, tratar de salvarlo todo.
Habían pasado tres noches desde que se declaró el incendio principal, y ahora la biblioteca no era más que unas ruinas negras con rescoldos rojos. Entre las cenizas surgía algo de mármol blanco de alguna columna o losa, antes bien dispuesta, y ahora arrojada de cualquier forma a una mezcla de madera y papiro carbonizados.
Alguien se le acercó y le entregó algo. Estaba manchado y sucio, pero Abdel se lo llevó a la boca. El pan estaba duro y tenía el tacto y sabor de las mismas cenizas que ahora paleaban en busca de textos que se hubiesen salvado, pero lo devoró en poco tiempo. Luego se levantó y caminó por lo que en su momento fuera una de las cámaras principales. Otra persona se le acercó corriendo. No pudo identificar su sexo debido a la suciedad y el polvo de humo que el pequeño llevaba sobre su cara. Una quemadura en un hombro había sido toscamente vendada.
—¿Dónde está el director?—preguntó, y el bibliotecario le confirmó su muerte. El pequeño lo agarró del brazo y tiró del hombre destrozado—. ¡Venga!
Lo arrastró durante varios cientos de metros a la carrera, y recorrieron más del doble esta vez a un ritmo más pausado. El pequeño se volvía cada poco e insistía «¡Vamos, maestro!» antes de seguir subiendo el pequeño monte que separaba la biblioteca de la ciudad llana. Abdel estaba cansado, pero el entusiasmo del pequeño le ayudaba a seguir adelante.
Ascendieron a la pequeña torre de piedra que se usaba como puesto de vigía, y varios soldados de guardia tiraron de los hombros cansados del bibliotecario en último tramo de la escalera vertical. El pequeño se subió a una de las almenas y señaló la playa oeste.
El humo de la biblioteca viajaba hacia el otro lado del istmo que separaba el puerto del mar. En la playa, y a lo largo de más de cien pasos, se habían levantado tres líneas de tiendas grandes que ocupaban la totalidad del paseo, alguna de las cuales se internaba en el monte del faro, al norte. Un río de carros y personas transportaban rollos hacia las tiendas, sobre las que el Abdel podía distinguir más de una decena de escudos y emblemas distintos.
Identificó varios de los blasones de las telas como contendientes en batallas cercanas, sin duda enemigos entre sí. Pero ahora habían situado las tiendas las unas junto a las otras, formando un pequeño lago de telas que se extendía por todo el lateral de la biblioteca derruida, y por las que marchaban soldados de unos y de otros sin que mediase ninguna disputa entre ellos.
Miró al pequeño, sin comprender.
—Los están copiando, Maestro. Se están copiando todos los textos que se salvaron. Todos sin excepción tendrán al menos cinco copias. Y no existe ciudad cercana que no haya enviado copias de sus documentos más importantes.
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