Los cuatro jinetes del Apocalipsis (negro). Por orden: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Ross MacDonald y Chester Himes

Los cuatro jinetes del Apocalipsis (negro). Por orden: Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Ross MacDonald y Chester Himes

   Si hay un género en la historia de la literatura contemporánea que refleje y diseccione mejor que ningún otro las miserias individuales y colectivas del hombre moderno, ese es, sin duda, la novela negra. Y si, a su vez, hay cuatro autores que supieron trascender su propio abismo para asomarse al ajeno y, una vez en él, construir esos paramundos saturados de lo más noble e innoble del alma humana, esos fueron Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Ross MacDonald y Chester Himes. En ese orden llegaron a mi vida. Ahora poneos de pie y aplaudid.

    Cuatro norteamericanos: tres blancos y un negro (y aquí, como casi siempre, el color sí importa). Tres ciudades: San Francisco, Los Ángeles y Nueva York. Y cinco detectives, tres privados y dos que no: Sam Spade, Philip Marlowe, Lew Archer y la alucinante pareja de policías negros neoyorquinos formada por «Coffin» Johnson y «Grave Digger» Jones.

    Todos ellos -lo mismo me da que ese «todos» se aplique a los autores o a sus proyecciones de ficción- encarnan el ideal del (anti)héroe americano y, por inevitable extensión, el ideal del (anti)héroe occidental. Pero la palabra clave es “solo”. El detective vive solo, trabaja solo, sufre solo, ama solo y bebe solo. No (o sólo) conoce ni reconoce más ética que la suya propia, una moral privada, como su profesión, pero también una moral pesimista, forjado como se ha a base de golpes, caídas y desengaños. El (anti)héroe americano, también este (¿sobre todo este?), desconfía visceral, atávica y profundamente del estado y de su representante más ‒a sus ojos‒ arbitrario: la autoridad. En el fondo, el detective/escritor está convencido, porque así se lo ha enseñado su historia, de que nadie, jamás, acudirá en su ayuda, así que nadie, jamás, podrá ayudarle más que él mismo. Y si se produjera colisión entre la ley de la ciudad y la ley del hombre, ya no hay duda de quién se impondría. A que no. Pues claro: Antígona.

    Pero hay contradicciones. Al menos aparentes. Este individualista trágico, que roza el alcoholismo, que ha comprado todos los boletos para el cáncer de pulmón, que es incapaz de mantener cerca de sí a las personas a las que ama, es, sin embargo, el más andante de los caballeros. En el aire denso, atiborrado de humo de tabaco y vahos de alcohol, que conforma la atmósfera de la novela negra clásica, flota siempre la sensación de que, en realidad, el misántropo es un filántropo. Que su pelea sin fin contra el mundo no tiene otro motivo que su amor sin fin por ese mismo mundo que no hace sino pagarle con decepciones, derrotas y desilusiones sus desvelos. Para los detectives hijos de Chandler, Himes o MacDonald el contrato con el cliente es el menor de sus compromisos ‒o la mayor de sus excusas. Pues, en realidad, cada vez que alguno de los cinco se lanza a la búsqueda de un desaparecido o a la caza de un asesino, se renueva de un modo virulento, en ocasiones a muerte, el eterno combate del Bien contra el Mal, en el que el detective, guerrero del Bien y consciente de todo lo que está en juego, no duda en blandir las mismas armas de ese Mal a erradicar. Y entonces insulta, agrede, apalea e, incluso, si es necesario, mata. Y lo hace porque a nada es más sensible el ‒fuera prefijos ya‒ héroe que al sufrimiento del inocente. Nada le sumerge en su propio caos con mayor fuerza que la violencia sinsentido cometida contra quien no puede defenderse. Y así, como el agente terrenal de alguna religión distributiva, finalmente se erigirá él mismo como un administrador de justicia implacable y benévolo a discreción. A su discreción.

    Y es que, descreído de todo, también y especialmente de cualquier reglamentación, ya sea civil o eclesiástica, no le pidamos al detective que ponga la otra mejilla o que se atenga a las normas. Por supuesto, siempre intentará no verse arrastrado al lodo de la brutalidad. Pero es un ser imperfecto que camina por el lado más oscuro de la realidad tratando de dar(nos) un poquito de luz. ¿Peras al olmo? Las justas.

Dashiell Hammett

Dashiell Hammett

    Pero empecemos ya a decir algo concreto de una vez. Y hagámoslo por el primero, por el precursor: Hammett.

    Ya decía Horacio para justificarse él mismo hace la tira de años que incluso Homero, a veces, «dormitat». Y ya decía también el propio Raymond Chandler, refiriéndose a Hammett, que su narrativa tiene lagunas. Y como Chandler había sido un niño bien y un hombre bien antes de que le picara el tabardillo y decidiera dejarlo todo (puestazo en una compañía petrolífera incluido) para ponerse a escribir, tenía toda la formación que a Hammett le faltaba y podía permitirse el lujo de comparar a su maestro con Epicteto en aquellos momentos de mayor espesura mental. No se equivocaba Chandler, tan excelente escritor como analista literario. Hammett es en ocasiones tosco, sus secundarios no siempre están bien acabados y la violencia es a menudo excesiva en comparación con la de sus émulos posteriores. Nada tiene todo esto de extraño. Hammett fue un autodidacta que, antes de escribir, había ejercido él mismo, entre otras múltiples ocupaciones, la de detective privado o la de despreciable matón revientahuelgas. No será muy aventurado entonces sostener que su obra es semejante a lo que fue su vida: dura, frenética, sin sosiego.

    Con todo, y aun con esos pequeños «peros», Dashiell Hammett fue grande entre los grandes. Reinventó el género, el cual quedó casi completamente configurado para el futuro, escribió al menos dos obras maestras de la literatura norteamericana y mundial como El halcón maltés y La llave de cristal, y, tan importante como lo anterior, murió como un verdadero héroe, inope tras haberle sido embargados sus ingresos por el gobierno norteamericano y podrido de enfermedades tras un terrible paso por la cárcel; cárcel a la que fue enviado y embargo con el que fue castigado por no delatar a compañeros suyos de militancia izquierdista en sus años de juventud. Baste decir de su disparatadamente alto nivel como escritor la adoración que Andre Malraux o Luis Cernuda le profesaban.

Raymond Chandler

Raymond Chandler

    Y si uno habla de Raymond Chandler e inmediatamente en su mente no se le aparece el rostro curtido y enjuto de Humphrey Bogart es que no se ha enterado de la misa la media. Porque Chandler es el creador de Philip Marlowe; y Bogart es Philip Marlowe, el detective privado por excelencia: cínico, socarrón, astuto, obsesivo, orgulloso y -seguramente más de lo que le gustaría- romántico (romántico en el sentido clásico del término, obvio, no en el de esas novelas actuales que son el papel higiénico del culo literario). En definitiva, Raymond Chandler tomó el barro ya bien cocido del Sam Spade de Hammett, lo moldeó hasta el más mínimo detalle y creó algo que sólo unos pocos individuos de inconcebible talento, por más que afortunados, consiguen crear: un arquetipo. En mayor o menor medida -y generalmente en mayor-, a partir de entonces ya todos los detectives serán Marlowe.

    Pero además de todo ello, es que Chandler escribía como muy pocos seres humanos han escrito alguna vez. Supo servirse de una formación erudita del máximo nivel (minúsculo ejemplo de ello es el apellido de su detective, honor al enorme poeta inglés del XVI) para ponerla al servicio de un género en sus inicios carente de prestigio y de aprecio por parte de la intelectualidad contemporánea. Son míticos ya los rabiosos monólogos interiores de Marlowe mientras conduce o contempla el mundo desde la ventana de su despacho. Hay más verdad y conocimiento en ellos que en casi cualquier tratado de sociología o política modernas. Chandler disecciona su entorno con la precisión del neurocirujano y lo dibuja con la maestría del artista. Sus personajes femeninos, por poner un solo ejemplo, y pese a un carácter huraño y amargado que lo precipitaba de cabeza hacia la misoginia, son infinitamente más ricos y profundos de lo que en principio cabía esperar de la época y del género. Maravillosos ejemplos de ello son la inolvidable Vivian de El sueño eterno o la esquizoide protagonista de La hermana pequeña. En fin, escritor sin tacha Raymond Chandler, un autor de verdadera superélite, dueño por derecho propio de un asiento en el mismo Olimpo que habitan Dick, Tolstoi, Dostoievski, Stevenson, Goethe, Cervantes o tantos otros, como, en mi nada modesta opinión, el siguiente escritor de mi lista: Ross MacDonald. Después del sacrilegio mejor santíguate si vas a seguir leyendo.

    Porque probablemente, aunque no seas un enfermo de la novela negra, Hammett y Chandler te sonaran de algo, mientras que el nombre de Ross MacDonald igual hoy es el primer día de tu vida que lo escuchas. Pues bien, si es así, estás de suerte: desde hoy la posibilidad de ser mejor está en tu mano. Basta con que abras un libro suyo y te empapes de cada palabra, de cada frase, de cada pensamiento. Es posible que se hayan escrito mejores diálogos que los de Ross MacDonald, más afilados, más insinuantes, más cautivadores, pero yo no los he leído; es también posible que se hayan escritos personajes más empáticos con el débil que Lew Archer, más hastiados del fuerte que Lew Archer, más capaces que Lew Archer de captar en una rápida mirada a su alrededor las señales casi imperceptibles de la derrota o de la victoria impresas en el rostro de su interlocutor, en el ambiente de su salón, en las reliquias de sus vidas, en definitiva; es posible, pero, si es así, yo tampoco lo he leído. Y sí, Lew Archer es una especie de Sherlock Holmes del alma, sí, pero un Sherlock atormentado que busca la redención propia a través de la salvación ajena. Y esto, más que ninguna otra cosa, es lo que desde que, por primera vez, tuve la infinita fortuna de poner mis ojos en una obra de MacDonald (El caso Galton), me recordó al único entre únicos, a León Tolstoi. Porque como los protagonistas de Tolstoi, Lew Archer hace tiempo que ha implosionado, que ha comprendido que su inadaptación irreversible al medio proviene de la mera imposibilidad de conciliar la moral pública con la privada, la honestidad del niño con la hipocresía del adulto, y así se ha embarcado en una cruzada interior de salvación en la que, de nuevo como Tolstoi, llevará su misión hasta los límites más siniestros del alma humana. Llenarse de mierda para limpiarse del todo. La paradoja de Jesucristo, una vez más. Pero no nos equivoquemos. Las tramas de Ross MacDonald son, junto con las de Chandler, las mejor construidas del género. Y como conocedor máximo del ser humano, MacDonald sabía de sobra que el culpable no es el mayordomo, sino la familia. La pérdida de la inocencia, de la ingenuidad, la mácula con la que el mundo de los adultos ensucia a los adolescentes, a los niños, también a los que siguen siendo niños con cuarenta o cincuenta años. Eso le obsesionaba quizá más que ninguna otra cosa. A él, cuya hija murió también casi adolescente arrojada de lleno en brazos de todo lo que él odiaba. Nunca pudo superarlo y, desde ese momento, se pasó el resto de la vida escribiendo sobre chicos y chicas que mueren, o desaparecen, o simplemente no encuentran su lugar y reaccionan con furia. Castigar a los responsables, hacérselo pagar; y a los jóvenes dejarles el hombro para que lloren, no para que se recreen en su desgracia, sino para que se desahoguen, reflexionen y pronto se conviertan en hombres y mujeres decentes, en la medida, claro, en la que el mundo, cruel y amoral, se lo permita. He ahí en último término la misión evangélica de Ross MacDonald: dedicar su talento y sus esfuerzos a salvar en la ficción a la hija a la que no pudo ayudar en vida. Es posible que haya habido autores mejores en el siglo XX, pero yo no los he leído.

Chester Himes

Chester Himes

    Y cierro ya este caprichoso paseo por mi panteón particular con Chester Himes, el único negro del grupo, joven brillante y rabioso que, al poco de entrar en la universidad, cometió un atraco a mano armada y fue condenado a más de diez años de prisión. De aquella experiencia le quedaron varias novelas y relatos y una concepción cruda y tierna ‒no hay oxímoron ninguno aquí‒ del mundo y del hombre que jamás le abandonaría ya. Chester Himes es, sobre todo, el escritor del Harlem de los conflictos raciales. O mejor, racistas. Y claro, es un mundo de y por negros, pero no nos confundamos: no es un mundo (sólo) para negros. Por sus páginas, a lomos de su prosa elegantemente salvaje, desfilan predicadores aprovechados, prostitutas ladinas, yonkis lamentables, policías corruptos y, alguna que otra vez, alguien o algo que no parece sacado del mismo infierno. Porque eso justamente es el Harlem de Chester Himes: ni más ni menos que el infierno. Y en ese infierno helado o bullente en el que el lector siente el frío o el calor como si de las mismas páginas, -vivas por algún milagro demónico- la temperatura se extendiera desde los dedos hasta el último de los rincones del organismo, se manejan como peces en el agua Jones y Johnson, la acongojante pareja de policías negros que protagoniza buena parte de la obra neoyorquina de Himes. Y el interrogante es pertinente: estos dos hombres rudos y duros, renuentes a mostrar cualquier tipo de empatía que pueda confundirse con debilidad, que no dudan en emplear la violencia más extrema con los delincuentes (sí, hablo de tortura y de más), a menudo simplemente por motivos tan poco de seguridad nacional como ahorrarse tiempo, ¿qué son, moralmente hablando? Es más, ¿pueden ser ejemplos de algo, como sí lo son Spade, Marlowe y Archer? Pues lo cierto es que, aunque probablemente Himes no tuviera intención alguna con respecto al impacto moral de sus protagonistas, uno no sólo simpatiza con ellos, sino que, hasta cierto punto (un punto no tan lejano), uno quiere ser ellos. Y es que Jones y Johnson se mueven en un universo brutal, donde la droga y el dinero han sustituido a cualquier tipo de palanca de raigambre humana como motor del mundo. Aplican las únicas soluciones posibles a los problemas a los que se enfrentan. Y reservan sus buenos sentimientos para sí mismos y sus mujeres. Nada más. Y mientras tanto Chester Himes denuncia: denuncia al movimiento negro, a la reacción blanca, denuncia el fariseísmo que todo lo impregna, denuncia a los buenos, denuncia a los malos, denuncia a lo bueno y denuncia a lo malo; y a veces, muchas veces, da incluso la impresión de denunciarse también a sí mismo. Chester Himes, en definitiva, era otro hombre lleno a rebosar de talento, desesperanzado en un 99% y esperanzado en un 1, que no encontró otro medio de desahogarse en un 99% y de ayudar en un 1 que escribiendo novela negra, el género de los moralistas en el armario, el género del más opaco de los grises, el género, en fin, de cuatro de los mejores escritores del siglo XX y de todos los siglos que vinieron y los por venir.

    Así que, vamos, abrid una de sus novelas, cualquiera, y leedla. Y luego otra. Y otra. Y otra más. Siempre otra. Hasta que os suceda como a mí, se os acaben, y entonces comprendáis que cualquier tiempo futuro será peor.

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