Gana Trump. Trump es una criatura del averno. Trump es una persona que miente sin escrúpulos, que insulta sin escrúpulos, que siembra odio sin escrúpulos para cosechar votos también sin escrúpulos. Trump es la mayor y más exitosa expresión del ataque que el rearmado y renovado fascismo del siglo XXI ha conseguido asestarnos hasta ahora. Trump es el podrido mesías que millones y millones de ciudadanos podridos y llenos de rencor y resentimiento nos han enviado para salvarnos, like it or not. Salvarnos de los otros, de las otras. Y de nosotros. De nosotros más que de ningún otro ni de ninguna otra. Trump, claro, es el mayor disolvente conocido hoy contra todo aquello que conforma el tejido moral de cualquier persona decente. Trump es la abominación de la desolación, Daniel.
Y nosotros, mientras esta ola de horror se extiende negra sobre el planeta azul, ¿qué hacemos?
¿Nosotros? ¿Cómo que nosotros? Joder, cómo que qué hacemos. ¿Y qué vamos a hacer? Pues lo mismo de siempre, a ver si no: memes. Me río ma-zo. Toa la caja que me parto. El Trump ese vaya person. Tó loco que está, tú. Jjjjjj. Y tuits ingeniosos. 140 caracteres al servicio del bien y de la risa. Yo lo hago sin parar en mi cuenta de escritor mal(d)ito. Y muchos likes, muchos likes y no tantos shares en Facebook a más memes cachondos y más tuits ingeniosos. ¿Y el capítulo de los Simpsons? Ya ves, vaya putos genios. Pepinaco. A veces incluso, en momentos de sentida y verdadera concienciación, hasta ponemos el emoticono iracundo. Un huevo frito de frente roja y mirada al suelo. No, malo, Trump malo, no muerdas los calcetines de papá. Y es que estamos superindignados. Y -as. Oye. No te despistes, que estamos con Trump. Ay, no puedo, pero tú has visto qué mono que es ese gatoooooooo??? Diooooosssssss. ¡Foto!
Y hasta ahí.
El meme pasa, Trump permanece.
Pero por desgracia, todo esto no es una broma. Ni siquiera una broma macabra.
Hace tiempo que entre mucha gente, especialmente entre la gente más joven, aquella que principalmente se informa de cuanto sucede a su alrededor a base de vertiginosas miradas a muros de ciberladrillos, el humor ha dejado de ser el corolario del discurso político propio, la muy necesaria guinda catártica del pastel, para convertirse en ese mismo pastel, en núcleo, en formante único, alfa y omega, de ese mismo discurso. Y las consecuencias, aún a riesgo de ser condenado a galeras por rancio e histérico (total, dos cargos más a estas alturas ya ves tú), son, a mi juicio, dramáticas.
Veámoslo.
En primer lugar, reírse de alguien, en este caso de Trump, no es a coste cero. Cuando uno celebra con una sonrisa o una carcajada un meme o un tuit en el que se humilla a Trump o se hace burla de él, inconscientemente ese uno se está colocando a sí mismo en un escalón intelectual y moral superior a Trump. Y ése, en parte, es un grave error. No porque hasta un cigoto no tenga mayor altura ética que el amigo. No. Lo es porque, al hacerlo, al situarnos en una posición tan moralmente cómoda para nosotros como para poder reírnos de él sin miedo ‒no siempre es eso posible: nadie se ríe a la vista de una fosa común, por ejemplo‒, despojamos a Trump de todo aquello que lo convierte en un ser a temer como a la plaga que puede llegar a ser; limpiamos sus peores espinas y nos comemos el resto del pescado; lo convertimos, en definitiva, en algo manejable, en un mero bufón. Y los bufones son, casi siempre, inofensivos. Empieza uno riéndose de ellos y acaba uno riéndose con ellos. Especialmente en politica. ¿Que no? Holi, Mariano. Y Mariano que ríe mejor porque ríe el último.
Recórtame la vida si quieres, que ya me vengaré yo siguiendo a Gerardo Tecé.
En segundo lugar, a menudo reír con un meme ‒o dar a like ante una noticia nefanda‒ es todo el tributo que le pagamos al día a nuestra conciencia, ya sea buena o mala. De alguna manera creemos estar haciendo algo cercano al activismo al pasar la bola en forma de retweet o share, cuando lo que en realidad estamos haciendo es acabar con ese mismo activismo al desposeerlo de toda su carga de potencia, al reducir el compromiso con la idea al mero papel de aguador, al delegar, en fin, de todo y de todos. El pan sin levadura no es más que harina con babas. Y en ese sentido, mi conclusión es clara: mientras tuiteemos sobre la protesta que tiene lugar en la calle en lugar de estar en la calle; mientras todo nuestro análisis de la realidad se limite a retuitear o compartir un micromensaje incapaz por su propio formato nada más que de epatar y que otra persona, sin duda ocurrente y seguramente bien informada, ha redactado ya por y para nosotros; mientras toda nuestra respuesta a cuanto de espantérrimo está sucediendo a nuestro alrededor se reduzca a una reacción pasiva, prácticamente acrítica y constreñida en el tiempo al nanosegundo que tardamos en hacer click para luego borrarse y borrarnos entre gatitos, perritos y cobras; mientras todo eso siga ocurriendo, los Trump del mundo se estarán frotando las manos. O las garras. Y con ellos, sus secuaces.
Y es que mientras los unos tuiteamos, los otros trabajan. Y ganan elecciones. Una tras otra. Y las van a seguir ganando. Ni duda tengas. Y nosotros nos seguiremos llevando las manos a la cabeza porque en Twitter, en Facebook y en cualquier red social ganamos nosotros por goleada, somos trending topic nosotros y nuestras cosas, nadie piensa mal, nadie piensa diferentemente mal, o muy poquito, gato persa o de Bengala, pero siempre gato, mejor gatito, sin darnos cuenta de que hay toda una masa fuertemente ideologizada y movilizada que no nos quiere a nosotros ni a nuestro mundo moderno o posmoderno, ni a nuestros gatos, un paraejército que no está en Twitter ni Facebook o casi, pero que no les importa porque el día de la papeleta sí que están y nosotros no, o sí, estamos pero dudamos entre qué es más achuchable: si el perro de Scottex, el gatete de tu novio o un conejito toy, mientras que ellos apuestan todo al toro y contra el rojo, y no fallan. Repito: ganan elecciones. Todas todas. Y cada vez que sucede, cada vez, nos quedamos grogui perdidos de la nueva hostia que nos hemos vuelto a llevar. Y, por supuesto, sin entender ni aprender nada. Pero cómo puede ser, murmuramos medio idos, si todo el mundo ama a los gatos.
Así que, por último, y esto va por mí y por los como yo, o nos concienciamos o nos borran la conciencia, o nos movilizamos o nos dejan tetrapléjicos, o les perdemos o estamos perdidos. Porque ellos no se ríen. Se toman la vida muy en serio. Nos toman muy en serio. Mucho más que nosotros a ellos, mucho más de lo que en nuestro mundo feliz siquiera podemos llegar a imaginarnos. Y por eso, porque enfrente está el abismo tragalotodo con su rictus impertérrito en persona, más nos vale a nosotros dejar los chistes, los memes y los tuits para el final. El final de un larguísimo proceso que sin duda va a ser arduo, doloroso y sin maldita la gracia.
Porque de no ser así, querido público, pronto no nos va a quedar más sonrisa que la del rigor mortis.
No hay comentarios