Gabriel García Márquez y Fidel Castro

Gabriel García Márquez y Fidel Castro

   En la década de los sesenta Cuba se convirtió en una suerte de meca de la intelectualidad de ambos lados del charco. Un pequeño grupo de guerrilleros había conseguido lo imposible: acabar con un gobierno totalitario y plantarle cara a la todopoderosa Estados Unidos. Sí, quizá el nuevo régimen socialista tuviera contradicciones desde sus inicios, pero eran tantas las promesas que no fue difícil minimizarlas. Escritores, artistas e intelectuales pasaron por La Habana para conocer de primera mano a Fidel Castro y a Ernesto Guevara y a su revolución. Es el momento que Manuel Vázquez Montalbán llamó «edad de la inocencia» en su libro Y Dios entró en La Habana, un libro entre el ensayo y el reportaje donde se describen los esfuerzos por sobrevivir de la sociedad cubana y se define a Castro como «un caudillo, un déspota ilustrado que se cree imprescindible». La Habana se convirtió, dice Montalbán, en el Moscú de los años veinte, en «la Meca de todos los violadores de códigos del mundo, que buscaban en Cuba a un nuevo destinatario social capaz de entender lo nuevo».

   La primera gran grieta en esa relación bucólica la produjo el caso de Heberto Padilla. En un primer momento Padilla estaba tan entusiasmado por la revolución cubana como otros tantos escritores, pero cuando regresó a la isla en 1966, después de haber trabajado en el bloque soviético durante varios años, llegó con serias dudas y con una visión más crítica, desencantada, hacia el gobierno de Fidel Castro, que plasmó en su libro Fuera de juego. Su encarcelamiento en marzo de 1971 y su posterior declaración en la que se autoinculpaba de contrarrevolucionario sacudió las entrañas de esos intelectuales que antes había defendido el régimen. Muchos de ellos firmaron una carta pidiendo su liberación: Julio Cortázar, Italo Calvino, Jorge Semprún, Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Carlos Fuentes, Juan y José Agustín Goytisolo, Alberto Moravia, Octavio Paz, Juan Rulfo, Jean-Paul Sartre, Susan Sontag, Mario Vargas Llosa ‒no así García Márquez‒. En ella se expresaba la vergüenza y la cólera por una confesión sacada por métodos contrarios a la legalidad y la justicia revolucionarias.

   Casi al mismo tiempo sucedió un segundo desencuentro: el del escritor chileno Jorge Edwards. Este llegó a La Habana como embajador de su país, enviado por el mismísimo Allende. Castro lo trató con el mayor de los cuidados, pero Edwards pronto comienza a descubrir que la isla no se encontraba en una situación tan idílica como se venía diciendo. Algunos de sus antiguos conocidos habían caído en desgracia; además, Cuba estaba llena de escritores homosexuales represaliados ‒caso, por ejemplo, de Reinaldo Arenas‒. Su simpatía hacia Padilla no mejoró precisamente la situación. El caso es que Edwards fue finalmente declarado persona non grata y expulsado de la isla. Fruto de ello escribe en 1973 su libro Persona non grata, donde hace una crítica corrosiva de la sociedad cubana.

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir con Fidel Castro

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir con Fidel Castro

   Estos episodios produjeron la escisión de los intelectuales: a favor y en contra del régimen. Entre los primeros se encuentan figuras como García Márquez, Julio Cortázar o Mario Benedetti; entre los segundos, Guillermo Cabrera Infante, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes o Jean-Paul Sartre. Para el gobierno era suficiente con acusar de burgués y de contrarrevolcuionario a un escritor para apartarlo de la vida cultural y marginarlo a algún oficio que no tuviera que ver con la escritura o para obligarlo a marchar al exilio. Con el tiempo casi todos los intelectuales acabaron por apartarse del gobierno castrista, con la excepción de García Márquez, y con el tiempo Vargas Llosa, que había apoyado a Castro en cartas públicas y eventos literarios y hasta formó parte de Casa de las Américas, terminó convirtiéndose en el abanderado de la oposición, desde una postura neoliberalista.

Fidel Castro y Gabriel García Márquez

Fidel Castro y Gabriel García Márquez

   García Márquez ha sido uno de los pocos escritores que se han mantenido fieles a Castro hasta el último momento. La relación entre ambos era de amistad incondicional. Desde que se conocieran en 1959 y el escritor comenzara a trabajar como redactor de Prensa Latina, una agencia de noticias de las autoridades cubanas, su amistad se fue afianzando, sobre todo a partir de la publicación de Cien años de soledad, que fascinó al mandatario. «Fidel es el hombre más dulce que conozco», declaró García Márquez declaró en una entrevista en 1977, y Castro a su vez dijo del escritor que es «el hombre más poderoso de América Latina». Castro llegó a convertirse en el lector cero de García Márquez y leía todos sus manuscritos antes de ser publicados porque el autor confiaba en las dotes literarias del dirigente. García Márquez se acabó convirtiendo en una especie de diplomático de Castro, cuya imagen ante el mundo se había ido deteriorando con los años ‒incluso actuó de enlace con el presidente Bill Clinton‒. Ante el silencio de García Márquez por los fusilamientos de opositores al régimen, muchos consideraban esa amistad como uno de los episodios más oscuros de la historia del intelectual. Para otros, consiguió limar muchas de las aristas de Castro.

Fidel Castro y Pablo Neruda

Fidel Castro y Pablo Neruda

   Para muchos de los escritores que inicialmente apoyaron el régimen castrista fue muy difícil admitir que se habían equivocado. Cabrera Infante llegó a defender los fusilamientos y fue uno de los primeros en exiliarse, en 1965. A lo largo de su vida se declararía anticastrista en numerosas ocasiones. Algo parecido le ocurrió a Pablo Neruda. Admirador de Castro y de Cuba, visitó la isla en 1959 y conoció al dirigente en Caracas. Neruda, comunista de corazón, dedicó un libro íntegro a la revolución cubana: Canción de gesta. Tenía todas las papeletas para que surgiera entre ellos una amistad al nivel de García Márquez. Sin embargo, en su poema «A Fidel Castro» Neruda hizo una advertencia velada al dirigente para que no fomentara el culto hacia su figura que no le gustó nada. Aprovechando que en 1966 el poeta visitó Estados Unidos y el Perú anticastrista, Castro mandó a un grupo de intelectuales afines que escribieran una carta en la que se acusaba al autor de Canción de gesta de traidor y de asociarse con el enemigo. Insultado y enfadado, Neruda nunca volvió a pisar Cuba.

   Julio Cortázar, en cambio, fue defensor de la revolución cubana hasta su muerte en 1984. Pero más que por Castro, el grandísimo cronopio sentía fascinación por Che Guevara, a quien hizo un homenaje en su relato «Reunión». Cortázar era consciente de las contradicciones que existían y quiso defenderlas con palabras como estas: «Los cubanos pueden haber cometido errores, pero los cometieron cuando se vieron contra la pared, cuando nadie quería comprarles el azúcar, cuando los USA les negaron el petróleo».

Fidel Castro y Ernest Hemingway

Fidel Castro y Ernest Hemingway

   Caso aparte es el de Ernest Hemingway. ¿Donde encaja en todo este puzle el escritor norteamericano y cómo pudo existir una amistad entre ambos? Pues bien, en realidad no existió. Esa supuesta amistad fue un montaje del que ambos se beneficiaron. Para el escritor Cuba representaba una especie de paraíso y estar de buenas con el que mandaba implicaba tener un trocito de ese edén; a Castro, por otra parte, le venía bien que se le asociara con uno de los escritores más famosos del mundo. Su imagen y la de Cuba saldrían beneficiadas de cara al mundo y fomentaría el turismo. Según explica The New York Times, los revolucionarios ni siquiera veían con buenos ojos a Hemingway. Ambos se conocieron un día en mayo de 1960, en un concurso de pesca que se celebró en honor a Hemingway, se hicieron algunas fotos, intercambiaron unas cuantas palabras corteses, y no se volvieron a ver nunca más.

   En la década de los sesenta Fidel Castro pasó para muchos de héroe libertador a dictador despiadado. Consciente de ello, el dirigente trató de utilizar siempre a los intelectuales que quedaban en su bando a su favor. Sabía que los otros, con Vargas Llosa a la cabeza, habían hecho mucho daño a la imagen que el mundo tenía de él y de Cuba. Polémicas aparte, lo que nadie puede poner en duda es que, sin ser escritor, marcó la historia de la literatura de la segunda mitad del siglo XX.

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