Mandioca de Eduardo A. Vidal

Mandioca de Eduardo A. Vidal

   El diccionario de la RAE define mandioca como «arbusto de la familia de las euforbiáceas que se cría en las regiones cálidas de América». Sin embargo, mandioca es muchas otras cosas. Es poco probable que la RAE incluya como definición el volumen de relatos escrito por Eduardo A. Vidal y publicado por Stirner y, a pesar de ello, también lo es, aunque lo de llamarlos relatos es, en muchos casos, más un acto de fe que otra cosa. En el prólogo del libro el propio Vidal da treinta y cinco definiciones de mandioca ‒sí, las he contado‒, que por cierto no incluyen la de la RAE. Si la obra está compuesta por quince historias, cabría pensar que en sus páginas hay al menos quince mandiocas distintas, pero Vidal se saca de la manga, sin despeinarse, veinte definiciones más. Todas ellas, por cierto, no menos dignas del diccionario que la recogida por la RAE.

   Y, la verdad sea dicha, pocas veces se lee un prólogo que refleje con tanta exactitud lo que se va a encontrar en el libro. Un prólogo que por mí puede leerse como un relato más. Una explosión psicotrópica de vida enmarañada, un exquisito desorden lingüístico, un bestiario surrealista y caleidoscópico, a ratos onírico y a ratos tan real que duele la fricción con cada palabra, destellos intermitentes de lo que está por llegar, como un relámpago que anuncia algunos de los relatos que hay en las siguientes páginas ‒porque, al fin y al cabo, no deja de ser un prólogo‒. Todo eso es Mandioca, y aún así seguiría sin dar cuenta de lo que es, porque la única forma que hay de conocerlo es a través de las palabras exactas de Vidal, o, como mucho, a través de una torpe paráfrasis que por supuesto no haré.

   No es que la trama no sea importante en los relatos de Mandioca pero la amalgama de prosa y poesía está tan lograda en algunos casos que la expresión oscurece todo lo demás. En algún momento del prólogo también se habla de Los cantos de Maldoror. Desde encender un televisor y encapsular contenidos uno detrás de otro como si se estuviera haciendo sobre el libro un vulgar zapping hasta conseguir que la descripción de un pueblo, uno cualquiera, parezca sacado de un cuadro de El Bosco. No en vano, hay en Vidal mucho de El Bosco, de acumulación heterogénea, de hibridismo quimérico. Incluso para describir a un personaje, a la última joven promesa de la literatura por ejemplo, se recurre a la combinación y acumulación de elementos, de visiones, en ese perspectivismo que a José C. Vales le funcionó también en Cabaret Biarritz. No es extraño que se haya elegido la mandioca para dar nombre a todo el conjunto. Tenía que ser una planta, porque las historias de este librito se ramifican como si fueran follaje de una selva tropical. En algunos momentos el texto se compone de tantas ideas, tan interesantes y tan distintas, que de cada una de ellas podría nacer un nuevo relato, igualmente potente. Pareciera como si el trabajo de Vidal hubiera sido, además del de sembrar contenido, podar, recortar para conseguir comprimir lo imposible en unas pocas páginas. Soberbio.

   Ramificaciones que, en muchas ocasiones, crecen hacia un decadentismo esnob y cosmopolita. «Personajes desfondándose en los excesos, fulminados por la calamidad leve», tomando prestadas las palabras de una de las definiciones de Mandioca que da Vidal. Hay en la prosa de este escritor uruguayo el derrotismo estético de otro autor uruguayo, Juan Carlos Onetti, aunque actualizado, de restaurante de comida ecológica, de droga de diseño, de performance a lo Marina Abramovic, de homeopatía, santería astral y otras placebos en forma de panaceas. Muchos de los mundos descritos en Mandicoca recuerdan a las fiestas que Andy Warhol organizaba en La Fábrica, o a las correrías desfasadas de Freddie Mercury y Queen, esas Sodomas modernas en las que había barra libre de cocaína y sexo. Una actitud que tiene mucho de hipocresía, de postureo, y que se arruga cuando llega el primer atentado islámico de turno. Si es que al final habrá que darle la razón a Arturo Pérez Reverte.

   Como dice David Báez en el prefacio, probablemente Eduardo A. Vidal seguiría escribiendo igual incluso sin haber leído a Onetti, o a Cortázar o a Lezama, por añadir algunas influencias más. Yo, en cambio, entreveo al Alejo Carpentier más rebuscado, al de El siglo de las luces o al de Concierto barroco, o al lenguaje abstracto, orgánico y vivo de Miguel Ángel Asturias. Es cierto que Mandioca está muy lejos de Cien años de soledad, pero si el hecho de que le extirpen a alguien un dios monoteísta alojado en el testículo izquierdo no tiene algo de realismo mágico no sé qué lo tendrá. De cualquier modo, no es esto ni mucho menos lo más interesante del conjunto de relatos de Eduardo A. Vidal. Si merece la pena leer sus historias es porque hacerlo es como disfrutar regodeándose en El jardín de las delicias de El Bosco o abandonándose a unas páginas de Lautréamont. Porque es literatura que huye de tópicos y de etiquetas, algo que es muy de agradecer en los tiempos que corren. Todo esto que he dicho es Mandioca. Todo esto y mucho más. Pero la única forma de descubrirlo es acercándose a sus páginas.

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