—No leas Magistral
Era el aviso de un amigo literato que solía pasearse por los eventos de la pompa cultural tocado con sombrero masculino de plumas. Siempre se presentaba con nombre y apellido (en estos eventos debes asegurarte siempre de tener un apellido rimbombante) a los viejos bohemios y nuevos culturetas que le miraban con desconfianza.
Constituía la recomendación del anticuado literato una razón más para acercarme a un libro que atrae desde su portada tóxica (perpetrada con una magnífica labor editorial de Jekyll & Jill) hasta su insólito punto de partida: Magistral hablando de Magistral, una ópera prima cuya resonancia sirve para desnudar a lectores, escritores, crítica y, de paso, a nuestra propia lengua. Magistral es, sobre todo, un grito que va tejiendo desde la primera página, como la puta y nocturna araña de la esquina más oscura y húmeda de tu habitación, una red en la que quedar atrapado y a merced de la voz narrativa.
Se trata de una novela digestiva, un legajo que se lee con el estómago y se deposita en la sangre. En ocasiones parece una colección de aforismos genialmente hilados; tarea irrealizable sería encontrar libro con mayor número de frases lapidarias por página. El narrador parece haberse tragado una bomba literaria para vomitarla justo antes de la explosión, convirtiéndolo todo en un estallido verborreico incomparable. Justifica con cada palabra la célebre frase de William S. Burroughs (a la que se alude en Magistral): «El lenguaje es un virus del espacio exterior». Aquí están algunas de sus perlas fulminantes, como aperitivo:
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«No ha nacido todavía el libro que lastime a quien no lo lee, al menos de manera directa, y no creas que no lo siento»
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«Lamentablemente, hemos llegado a un punto en que o se es crítico o se es lector, nunca las dos cosas a la vez»
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«Sospecho que los relatos que prescinden de una trama de peripecias y fían gran parte de su potencia al verbo se escriben hoy para los amigos, es decir: para quien no nos lee»
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«El escritor que piense que no se puede hacer nada nuevo, que no nos haga leer nada suyo»
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«Uno es quien es cuando escribe: si describes orgías violentas, aunque no las lleves a cabo, tienes dentro lo necesario para la bacanal»
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«Lo que no se paga con dinero no se respeta, se desprecia»
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«El idioma salta como un piojo de una columna a otra, como esos insectos que se te meten por la uretra cuando orinas en el río»
La voz narrativa dispara contra la Boca Castellana, nuestro lenguaje; pero también contra La Obediencia, la crítica. Una crítica que tiene por costumbre masajear con las mismas palabras balsámicas a las buenas que a las malas novelas. Ya no se sabe leer, ya no se sabe discernir. Ni siquiera el tiempo, que según la manida máxima suele colocar a cada uno en su lugar, sirve para discriminar lo bueno de lo malo. No es amigo el narrador tampoco del discurso beckettiano que anima a fracasar mejor, porque él aspira a triunfar.
Del relato fértil, algo presuntuoso, autoconsciente y lisonjero consigo mismo, hiriente solo con aquellos que conforman lo más oscuro del establishment literario (todas las figuras y figurillas de un belén ya caduco y rancio), pasa el narrador al complejo absoluto, a la iluminación ante sus propias limitaciones. Para ello se adhiere al interior de la Boca Norteamericana como una garrapata rabiosa, sin intención de salir de ella a no ser que sea arrancando la lengua ajena.
En concreto se fija en Notable American Women, un libro de Ben Marcus, y se convierte en su apóstol para cargar de loas a su prosa y a su originalidad como último pretexto para confrontar dos lenguas (o bocas): la Castellana contra la Norteamericana, en una batalla que se produce durante el proceso de traducción de esta novela. Es aquí donde también se insertan algunos recuadros de texto en medio de las páginas con juegos de palabras, respuestas al texto principal y reclamos que recuerdan algo a las mil y una filigranas virgueras vistas en La casa de hojas, de Danielewski.
Magistral, a pesar de su carácter indefinible, representa una encubierta oda al lenguaje, a una Boca Castellana que tritura con su trama inicial para ensalzar luego con sus vocablos y el discurrir del grito narrativo. Un libro incomparable y único, incómodo pero magistral (pese lo que le pese al narrador y tal vez también a Rubén Martín Giráldez). Un libro que únicamente no es recomendable para el que prefiere pasearse por la vida con anteojeras de caballo, sin poder ver más que el pasillo de enfrente, como mi amigo literato. A ese que le regalen literatura amable, pobre.
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