Desde los orígenes de la humanidad, el viaje ha estado completamente ligado al conocimiento y al desarrollo de las personas. Y la literatura, como forma esencial de exploración y testimonio de la realidad, también. El hecho de que la primera obra literaria del mundo sea una historia de viajes lo demuestra. Escrita en tablillas de arcilla en sumerio, entre los años 2.500 y 2.000 a. C, la historia de Gilgamesh trata sobre un rey que emprende un monumental viaje en busca de la inmortalidad. Es el viaje iniciático del héroe. A partir de ese momento se han realizado en la literatura infinidad de variantes del mismo símbolo esencial, como diría Borges, del idéntico viaje inicial, del Ulises de Homero al de Joyce. La historia de la literatura misma, en realidad, se puede entender como un colosal viaje. Emily Dickinson, que lo entendía así, escribió aquella famosa frase de que «para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro».
Lejos de agotarse, el interés en el tema literario del viaje como paraíso inagotable de fantasía y creatividad, como aventura física y espiritual, como búsqueda y encuentro, como forma de saciar la curiosidad y matar la rutina, se ha mantenido vivo. De hecho, en la década de los sesenta una novela de viajes escrita por Jack Kerouac, En el camino, se convertía en un icono cultural norteamericano. No es solo que el libro de Kerouac mereciera la pena, que también, es que las circunstancias fueron propicias para que con el paso de las décadas pasara a ser uno de los grandes clásicos de la literatura del siglo XX. En el camino, gran celebración literaria del viaje como búsqueda y huida, se convirtió en un auténtico manifiesto de la generación beat, una juventud desarraigada y rebelde.
Ahora, cuando empezamos a tener ya un pie firme dentro del siglo XXI, el tema sigue dando joyas literarias. Tal vez se me tache de exagerado o de desproporcionado, o quizá el tiempo me dé la razón, pero Berlín, novela escrita por Adriano Fortarezza y publicada por Stirner casi sesenta años después de En el camino, me parece la contraréplica europea perfecta para la novela de Keoruac. Son demasiados los puntos que tienen en común como para pasarlos por alto. Al igual que el viaje descrito por Kerouac contribuyó a mitificar la célebre ruta 66, el que relata Fortarezza es el viaje tradicional del mochilero que quiere decir que se ha recorrido el viejo continente, y que, si se quiere hacer a la manera tradicional, hay que hacerlo o en coche o en interrail. El libro de Kerouac tiene un componente biográfico que siempre suele ponerse de manifiesto: Sal Paradise es Jack Kerouac, Dean Moriarty es Neal Cassady y Carlo Marx es Allen Ginsberg. Berlín, igualmente, tiene un claro componente autobiográfico. No es solo que uno intuya que el protagonista es un trasunto del autor, es que la novela está inspirada en un viaje real por carretera que tuvo lugar en el verano de 2013 ‒documentado en fotografías‒.
Aunque el paralelismo definitivo entre la novela de Kerouac y la de Fortarezza es la capacidad de ambas para captar la esencia de una generación. El autor estadounidense lo hizo con la generación beat, caracterizada por su rechazo a los valores clásicos, su apertura sexual, su atracción hacia las drogas, el jazz y la filosofía oriental, lo que acabaría convirtiéndose en la cultura hippie. Sesenta años después, Fortarezza, en cambio, hace una profunda radiografía de una generación que todavía estamos empezando a descubrir, la de los millennials. Las semejanzas entre ambos grupos generacionales asustan. Berlín describe un mundo caótico, demencial, lleno de encuentros casuales, de fiestas improvisadas, de planes de última hora, de personajes chiflados y fascinantes, de hostales de mala muerte, noches en casas de amigos, comida rápida, alcohol y pitillos.
«Viajar era la solución definitiva, la herramienta final de aprendizaje», dice el protagonista con la inocencia que caracteriza al momento antes del viaje. Sin embargo, no olvidemos que el viaje es iniciático, que es interior, que además de pasar por ciudades como París, Londres, Machester, Liverpool, Brujas, Bruselas, Amsterdam o Berlín, los perssonajes emprenderán un viaje espiritual, hacia la edad adulta. Es, a fin de cuentas, ese concepto tan europeo de viaje como despedida del despreocupado mundo infantil, como entrada al adulto mundo de las responsabilidades. En el momento de mayor clímax se puede incluso llegar a afirmar que lo único valioso que hay en la vida no es tener una casa, ni un buen trabajo, ni una familia, sino un simple kebab. Es el carpe diem millennails. Es por eso que viajar, como huida, no lleva a ningún sitio, por eso que al final los personajes están perdidos, como no queriendo volver a la realidad que les espera, a esa «celda nauseabunda» en que se convierte la vida cuando se llena de compromisos y obligaciones. En una derrotista punto de vista final, los personajes aceptan con resignación el yugo que les impone la vida. «Nos sentimos como Anibal, cruzando los Pirineos en busca de la derrota más importante de nuestras vidas». Es una frase que deberíamos enmarcar para colgarla y poder leerla muchas veces cada día.
Tal vez sea exagerado o desproporcionado comparar Berlín de Fortarezza con En el camino de Kerouac, o quizá el tiempo me dé la razón. Hay quien considera que el libro de Kerouac es la muestra más sincera de la gran novela americana en el género de viajes. No, no me atrevería a decir que la novela de Fortarezza sea la gran novela europea ‒ni tampoco creo que esté el libro escrito con esas pretensiones ni mucho menos‒, pero como reflejo honesto de una generación y de un momento vital turbulento, el del final de la juventud, a mí me vale. ¿Acaso no es eso lo que tiene que ser la literatura? Al igual que los viajes, se lee para conocer mejor al ser humano.
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