La pregunta puede parecer una perogrullada. El sentido común nos dice que leer un libro es abrirlo por su primera página, ir avanzando desde el comienzo palabra a palabra, línea por línea, y repetir este proceso página tras página, hasta llegar al final. Y ya está: libro leído. Pero esta sencilla cuestión puede llegar a complicarse bastante si se reflexiona un poco sobre ello.

   En sentido estricto no podríamos considerar un libro leído hasta haber leído la última palabra de la última página. ¿O es esto una tontería? ¿Podemos determinar leído un libro cuya lectura nos ha estado atormentando durante decenas o tal vez cientos de páginas y que finalmente hemos decidido abandonar? ¿A qué página hay que llegar para tener la autoridad moral de decir que un libro abandonado es un libro leído? Un criterio salomónico podría ser el de conceder a un libro la categoría de leído a partir del justo medio, aunque esta decisión parece tan aleatoria como hacerlo a diez o a veinte páginas del final. Aunque la pregunta inicial parecía una bobada, la cuestión que subyace detrás tiene su miga. ¿Es necesario llegar hasta el final de un libro para haber experimentado con exactitud la intención que tuvo el autor al escribirlo? Y no menos importante de cara a la galería? ¿estamos obligados a acabar un libro para poder decirle a los demás que lo hemos leído?

   Abandonar un libro es una situación bastante más frecuente de lo que a muchos lectores les gusta admitir. Existen incluso listas de los libros cuya lectura más se abandona. Sin embargo, muchas veces nos empeñamos en mentir, diciendo que los hemos terminado o que los hemos leído cuando ni siquiera los hemos empezado. Es como reconocer que el libro nos ha vencido como lectores, que hemos fracasado, o como asumir que para poder decir que se ha leído el libro hay que haberlo leído completo. Los lectores más sinceros, si acaso, se atreverán a decir que intentaron leerlo y que tuvieron que abandonarlo.

   Tendemos a tener este prejuicio a pesar de que uno de los derechos del lector que recoge Daniel Pennac en su obra Como una novela es el de abandonar un libro cuando se desee. Está bien que así sea si eres un lector redomado, porque el tiempo que empleas leyendo un libro que no te gusta ‒ni siquiera voy a entrar a valorar si es bueno o malo‒ es tiempo que pierdes de leer libros que sí te gustarían, a menos que sea una lectura obligatoria por trabajo o estudios, e incluso en estos casos siempre podrás desahogarte en una valoración final. El sencillo acto de abrir un libro implica al mismo tiempo su gesto inverso: mantener cerrados todos los demás. Para tener el valor de abandonar un libro que no te gusta hay que tener desarrollada cierta madurez lectora, hay que tener claro qué es lo que se espera de un libro, si el que tienes entre las manos lo tiene y hay que valorar mucho el escaso tiempo que se tiene para leer ‒siempre es escaso aunque se tenga todo el tiempo del mundo‒.

   Sin embargo, existe un prejuicio cultural que nos ha hecho asumir que es necesario haber asimilado el contenido de todas las páginas, una a una, para poder hablar del libro con propiedad y decir que lo hemos leído. Pero ese tipo de lectura no responde a una lectura real, en la que no prestamos la misma atención a todas las páginas, ni asimilamos igual todo el contenido. Cualquiera que haya leído Moby Dick sabe de lo que estoy hablando. Y, ¿acaso no ocurre algo parecido cuando hablamos de un libro que leímos hace tiempo y que no terminamos de recordar del todo? Nos excusamos diciendo que lo leímos hace años y no nos acordamos ‒algo que a veces es una excusa para encubrir que no lo hemos leído‒, pero no se nos ocurriría afirmar que no lo hemos leído. ¿No habría que releer el libro, entonces, para poder hablar de él con propiedad?

Cómo hablar de los libros que no se ha leído de Pierre Bayard

Cómo hablar de los libros que no se ha leído de Pierre Bayard

   En el extremo opuesto se sitúa Pierre Bayard, que en su ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído defiende la idea de que no es necesario haber leído un libro para poder hablar sobre él. Con una honestidad en algunos momentos un tanto cínica, Bayard admite no haberlo leído todo, y ni siquiera todo lo que se considera imprescindible ‒¡sorpresa!‒, y habla sobre la hipocresía que existe en el mundo académico y de la cultura con respecto a lo que se ha leído y el prejuicio de cómo admitir que no se han leído ciertos libros sacralizados puede desacreditar a una persona. Desde la ignorancia total a la lectura más profunda, dice Bayard, existen distintos grados de conocimiento hacia un libro. Añade el autor francés que desde el momento en que leemos un libro, inmediatamente después, comenzamos a olvidarlo. Lo que conservamos en la memoria no es el libro en sí sino «fragmentos arrebatados a lecturas parciales, a menudo mezclados entre sí, y, por si fuera poco, remodelados por nuestros fantasmas personales». Imposible mantener, de esta manera, el mito de la lectura como lectura completa.

   En un artículo sobre el tema Jonathan Russell Clark hace una comparación entre libros leídos y series vistas, dos medios de comunicación que en los últimos años se han ido acercando cada vez más. Si decimos que hemos visto una serie, ¿asumimos que eso significa que hemos visto todas sus temporadas? ¿Cuántas temporadas o cuántos episodios es necesario haber visto para que podamos decir que hemos visto esa serie? En ese caso no podríamos decir que hemos visto, por ejemplo, series como Juego de tronos porque todavía se está emitiendo. A pesar de ello, a nadie se le ocurriría que no es lícito hablar de una serie porque no se hayan visto absolutamente todos sus capítulos. Al hablar de series utilizamos una forma distinta de juzgar la ficción: entendemos que es posible conocerla o emitir juicios de valor sobre ella solo con un cierto contacto, sin necesidad de haberla visto toda.

   Sin caer en el extremismo de Bayard, el punto de vista de Russell se basa parcialmente en él para ofrecer una solución intermedia. No es sea completamente innecesario leer un libro para hablar de él, para decir que lo hemos leído, pero sí habría que acabar con la tiranía de tener que llegar al final. Los lectores nunca deberían avergonzarse por tener que abandonar un libro ni, por consiguiente, mentir sobre ello. Cualquier acercamiento a la lectura es positivo, como también es positivo dejar que cada lector enfoque esta actividad tan íntima desde su perspectiva personal. Al fin y al cabo, la lectura no deja de ser un proceso de autoconocimiento, donde uno es el guía de sí mismo. A veces, apunta también Russell, abandonar un libro es lo mejor que nos puede pasar porque evitamos remates que acaban malogrando la trama. Él habla de Ana Karenina de Tolstói o de El hombre que fue jueves de G.K. Chesterton. Un título, este último, con el que concuerdo y añado La naranja mecánica de Burgess. Otras veces, abandonar no implica evitar un final poco afortunado sino simplemente dejar una historia en el aire, sin encorsetarla con un desenlace, abierta a un infinito número de posibilidades.

Comentarios

comentarios