Es incuestionable que con la aparición de los libros digitales hemos asistido al nacimiento de una revolución en el mundo de los libros y de la lectura. El nuevo formato no solo permite almacenar miles de libros en el bolsillo sino que puede ser mucho más fiable en cuanto a conservación. Un libro electrónico puede parecer frágil en comparación con uno de papel, pero no olvidemos que aunque se nos rompa el dispositivo o lo perdamos los libros se suelen almacenar en una nube para ser descargados posteriormente donde queramos. Solo un cataclismo a nivel mundial que nos devolviera a la era medieval podría acabar con ellos.
¿Significa eso que son mejores o que acabarán reemplazando a los libros de papel? Prácticamente desde la aparición de los libros digitales se ha planteado una especie de lucha entre estos nuevos dispositivos y los libros de toda la vida. Han surgido estudios que los comparan, que hablan de los beneficios de la lectura en papel o de la lectura en digital, que resaltan las ventajas de uno sobre otro ‒aquí o aquí‒. Los más valientes se atrevían a anunciar la muerte del libro tradicional, para espanto de libreros y de amantes de los libros de papel. Por eso, cuando las cifras indicaron una bajada en las ventas de los libros digitales, fueron muchos los que se alegraron y pasaron a afirmar que el libro de papel no solo no está muerto sino que está más vivo que nunca. Lo curioso es que esa misma angustia ante la perspectiva del fin de los libros impresos ya había ocurrido en la historia. Como reflexiona Keith Houston en un artículo para BBC, Es un sentimiento muy parecido al que se produjo hace unos dos mil años, cuando apareció un nuevo tipo de soporte que amenazaba con desbancar al formato en el que se volcaban los documentos por aquel entonces, el papiro.
Hoy en día identificamos el papiro con la cultura egipcia ‒no en vano se elaboraban a partir de una planta acuática muy común en el río Nilo‒ pero en la Roma del siglo I d.C. era el soporte que permitía que en las bibliotecas de los acaudalados hubiera documentos sobre historia, filosofía, arte, matemáticas o ciencias. Los rollos de papiro solían tener un tamaño de unos cinco metros y para leerlos era necesario sujetar el volumen con la mano derecha mientras se iba desenvolviendo con la izquierda, para ir enrollando la parte leía con esta misma mano. No era lo que se dice precisamente cómodo.
Un problema añadido era la conservación. El papiro no era un material demasiado duradero, especialmente si no se almacena en una zona con clima mediterráneo, cálido y seco. En ambientes húmedos se deterioraba, pero incluso en ambientes demasiado secos se volvía muy quebradizo. También tendía a agrietarse y desgastarse si se doblaba demasiado a menudo, lo que le da esa forma curvada tan característica. El emperador Tácito, por ejemplo, se veía obligado a enviar a la Galia y a Germania cada año nuevas copias de las obras del historiador homónimo para reemplazar a las que se podrían. Por no decir que solo se solía escribir por un lado del papiro porque era demasiado difícil leer un rollo escrito por los dos lados.
Los rollos de papiro se utilizaron de manera habitual hasta comienzos del siglo II, pero en algún momento del siglo I empezaron a doblarse en forma de hojas para formar el códice. Así nació el libro. La primera mención escrita sobre los códices aparece en un poeta romano llamado Marcial, que entre el año 84 y el 86 aconseja a sus lectores comprar sus obras en este nuevo formato, libros paginados, hechos con un nuevo tipo de material, el pergamino. Esta alternativa al papiro, inventada en una ciudad-estado griega algunos siglos antes, se hacía a partir de pieles de animales y su suavidad y perdurabilidad lo convertían en un material de escritura perfecto. Cómo se pasó de los rollos de papiro al códice sigue siendo un misterio hoy en día.
De cualquier modo, las ventajas del nuevo formato eran incuestionables incluso para los lectores más conservadores. Los códices permitían proteger las hojas entre tapas de madera, sus páginas era fáciles de numerar ‒lo que permitió que la información se organizara con la aparición de íncides y tablas‒ y su almacenamiento era más eficiente en lo que respecta al espacio. El códice permitía guardar la misma información que los rollos de papiro en un mínimo de espacio. Por no decir que mejoraban en comodidad la experiencia de lectura.
¿Qué pasó entonces? Que los lectores se dividieron en dos grupos: los defensores de los rollos de papiro y los de los códices. ¿Suena familiar esta situación? Los primeros solían formar parte de la Roma pagana y de la población judía mientras que los segundos solían corresponderse a las primeras comunidades cristianas, que usaron este nuevo formato para divulgar los Evangelios y otras escrituras que con el tiempo acabarían formando parte de la Biblia. Ya sabemos cómo termina esta historia: a medida que el cristianismo crece, el libro lo hace a la par. La decadencia de la antigua cultura egipcia supuso el principio del fin de los rollos de papiro, que poco a poco se van abandonando entre los siglos V y XI.
¿Quiero decir con esto que los defensores del libro de papel son como los que en su día defendían los rollos de papiro y los del libro digital los que prefirieron los códices? ¿Acaso el libro electrónico acabará por desplazar al papel como en su día hicieron los códices con los papiros? Solo el tiempo tiene las respuestas a estas cuestiones, pero de lo que no hay duda es de que esa confrontación entre formatos es de todo menos moderna. Como dice un conocido tópico literario de origen bíblico: «Nada nuevo bajo el sol».
[…] leer estas instrucciones nos vino a la cabeza el monje Ansgar y su problemática con el uso del libro en papel tras estar acostumbrado al pergamino. Sin duda que un nuevo sistema para él, como lo es ahora el […]