Uno de los debates más extendidos en la historia de la literatura es el que hace referencia a la verdadera autoría de las obras atribuidas a William Shakespeare, una polémica alimentada por el desconocimiento que hay sobre la vida de Shakespeare. Sabemos que sus orígenes son humildes, aunque consiguieron despuntar lo suficiente como para que John Shakespeare, el padre del dramaturgo, solicitara un escudo de armas para su familia. ¿Cómo es posible que alguien con una formación sencilla se convirtiera en uno de los escritores más grandes de la historia? Este hecho es lo que hizo dudar sobre la autenticidad de su autoría a estudiosos y eruditos desde la época victoriana, una idea que se vio reforzada por autoridades como Nathaniel Hawthorne, Ralph Waldo Emerson, Walt Whitman o Sigmund Freud. Entre los sospechosos de ser los verdaderos autores de las obras de Shakespeare se encuentran autores de la época isabelina como Christopher Marlowe, Edward de Vere, Sir Francis Bacon o incluso el mismísimo Cervantes.
La teoría que ponía en duda la identidad de Shakespeare fue planteada de forma seria a partir de mediados del siglo XIX, primero por el autor estadounidense Joseph C. Hart y años después por la escritora Delia Bacon. Bacon, más que pensar que alguien en concreto se escondía detrás de Shakespeare, pensó que sus obras era el resultado de la colaboración entre una serie de escritores y figuras de la alta sociedad isabelina. Esta hipótesis se vio reforzada con el descubrimiento de distintos errores básicos en sus obras, impropios de un escritor de ese nivel. Esos errores, pensaba Delia Bacon, era en realidad un mensaje encriptado de algo que no se podía expresar de forma abierta.
A finales de la década de 1880 esta cuestión llamó la atención de un curioso personaje, el doctor Orville Ward Owen. En un primer momento Owen compaginó la medicina con su pasión hacia Shakespeare. Había memorizado entero el First Folio de 1623 con tanta precisión que era capaz de identificar a qué obra, acto y escena pertenecía una línea de texto cualquiera. Las únicas líneas que representaban un problema para él eran aquellas que tenían una redacción casi idéntica en distintas piezas, y no solo porque esto le llevara a confundir obras sino porque Owen comenzó a creer en esa teoría de que existía un mensaje oculto en las obras de Shakespeare. Según Owen, esas líneas de texto repetidas, junto con diversos tipos de errores como anacronismos o detalles geográficos equivocados, habían sido introducidos de forma intencional en las obras como parte de un código secreto con el que se había cifrado un mensaje que desvelaba que el verdadero autor de todas esas obras era Francis Bacon.
El invento de Owen consistía en dos enormes carretes cilíndricos que tenían una gigantesca tela de lona enrollada sobre la cual se ponían las obras completas de Shakespeare, así como extractos de distintas obras de sus contemporáneos. Al alinear las páginas de una manera determinada y girar el carrete, la máquina permitía analizar grandes cantidades de texto al mismo tiempo. Owen se sentaba entre los dos carretes, observando el texto, y dictaba a un ayudante los pasajes más interesantes para analizarlos posteriormente. De esta forma logró descifrar no solo que la identidad que se encontraba detrás de William Shakespeare era Bacon sino también que era el hijo secreto de la reina Isabel I y su amante Robert Dudley, conde de Leicester. De hecho, según la teoría de Owen, expuesta en un el ensayo de cinco volúmenes La histórica del código de Sir Francis Bacon, este autor expuso este y otros escandalosos episodios de su vida de forma codificada en numerosas obras literarias atribuidas a otros autores.
Owen estaba convencido de que la prueba definitiva a su hipótesis estaba escondida en algún lugar cerca del río Wye, en la frontera entre Inglaterra y Gales, y llevado por esta creencia viajó al otro lado del Atlántico en 1909. De sus primeras pesquisas, en cuevas detrás del castillo de Chepstow, a orillas del Wye, en el suroeste de Gales, no consiguió nada revelador. Sin embargo, Owen no se dio por vencido y un año después volvió para hacer una búsqueda más exhaustiva. Utilizando como mapas los textos de Bacon que supuestamente había descodificado, Owen financió una excavación a orillas del río Wye, en la que esperaba encontrar una bóveda secreta con 66 cajas de plomo que lo confirmarían todo. Owen llegó en su búsqueda a una obsesión enfermiza, que le llevó a emplear una enorme cantidad de recursos, tanto económicos, como materiales y humanos –el equipo de excavación estaba formado por dos docenas de operarios–. Después de haber gastado una fortuna Owen logró desenterrar un puente romano y una cisterna medieval, pero nada que demostrara su teoría, ni una sola prueba sobre la relación de Bacon con la reina o sobre su autoría en las obras de Shakespeare.
Owen no se rindió y siguió con sus investigaciones basadas en el código que obtenía con la máquina de descifrar, pero su salud y la confianza en su hipótesis comenzaron a vacilar. Poco antes de morir a la edad de 70 años, el 31 de marzo de 1924, escribiría la siguiente reflexión sobre la manera en la que había malgastado su vida con una búsqueda infructuosa: «Cuando descubrí el código tenía más habilidad que cualquier otro médico en Detroit. Podría haber sido el cirujano más grande de la ciudad… pero pensé que el mundo estaría ansioso por escuchar lo que había encontrado. En cambio, ¿qué me dieron? Un nombre arrastrado en el barro, más calumnias de lo que mucha gente pueda imaginar, se perdió mi fortuna, se arruinó mi salud, y hoy estoy acostado, casi sin dinero, inválido».
A pesar de la amargura presente en estas palabras, Owen siguió proporcionando nuevas pruebas textuales con su máquina hasta prácticamente el final de sus días. Muchos de los defensores de la teoría baconiana usaron algunas de esas evidencias e incluso hubo nuevas excavaciones alrededor de Chepstow a finales de la década de 1910 y principios de la década de 1920, sin que se encontrara nada concluyente. Hoy en día el debate sobre la identidad de Shakespeare y la autoría de sus obras sigue abierto, la teoría baconiana sigue siendo una posibilidad. Los estudios más recientes, sin embargo, parecen confirmar que, si acaso, Christopher Marlowe fue coautor de las obras de Shakespeare.
[…] El hombre que inventó una máquina a finales del siglo XIX para descodificar a Shakespeare […]