A menudo somos testigos de la imparable malvivencia de muchas partes del planeta que en aras de los Derechos Universales poco se hace al respecto. Lo que no es de extrañar que la naturaleza humana en sí misma sea una contradicción, aunque más lo es todavía el desempeño de las facetas realizadas por el género humano, que asumiendo culpa y soluciones de cuanto en el orbe ocurre se condena a su abismo. Creo que una de las mayores hipocresías creadas a lo largo de la Historia son las religiones –con el debido respeto hacia quienes son creyentes–, y la Organización de las Naciones Unidas. En parte la finalidad de ambas no es otra que establecer una organización colectiva cuya moralidad exhorte un estado de convivencia, de ser y hacer, pero, no concuerda lo dicho con lo demostrado tanto en los dogmatismos religiosos, como en las intervenciones que deben cumplir estas últimas. Debo confesar que no soy experto en asuntos diplomáticos, ni quisiera caer en la vulgaridad pedante. Pero no hace falta ser un avezado en el estudio del Derecho Internacional para darse cuenta que en el mundo predomina la falta de seguridad, y el aseguramiento y protección a los Derechos Humanos. Dijo en cierta ocasión el dramaturgo francés Moliére: «La hipocresía es el colmo de todas las maldades». Y quizá las Naciones Unidades asumen la intolerancia que de maldad acontece en muchos lugares del mundo.
Que no ocurra tal cosa es competencia de la ONU, desde cuyos orígenes viene siendo, si no del todo, parcialmente ineficaz. Al finalizar la primera Guerra Mundial en 1918 se crea con el Tratado de Versalles, un año después, la Sociedad de Naciones, con el firme propósito de no evitar una contienda internacional que, con el respaldo de los Estados soberanos y la contribución de éstos, se acordó al mismo tiempo una paz universal; lo que bien es sabido que no se cumplió ante el enardecimiento de los países Aliados y las Potencias del Eje que desataron la Segunda Guerra Mundial, en 1939. De igual manera también se impulsó unos principios acordados en la Carta del Atlántico, en 1941, en la que se establece unos acuerdos de respeto, integridad, igualdad y restablecimiento entre todos los países que por agravios de cualquier guerra dejaran asolados su territorio y población. Ya finalizada la Segunda Guerra Mundial, 51 países fundan, en 1945 –fecha crucial para el rumbo de la Historia– la ONU. La mayor organización internacional que además del aseguramiento de la paz y los Derechos Humanos, también debe establecer la cooperación y el desarrollo económico y social. Pero ¿existe realmente la cooperación a escala mundial?, ¿existe el afianzamiento legítimo del crecimiento económico sin que haya una brecha entre los países ricos y pobres? ¿Se respetan los derechos de poblaciones minoritarias en los cuatro continentes habitables? Aunque sea una verdad de Perogrullo, no. Aquejan, en mayor o menor medida en los continentes donde el ser humano tiene asentamientos vivenciales, tales problemas como el terrorismo, que en América Latina, Europa, África y Oriente Próximo, desestabilizan los valores democráticos y la seguridad civil; la perpetración a los derechos de la infancia donde en países como en el Brasil –la esclavitud de los niños y niñas en las favelas, por ejemplo– es una lacra irredimible; el fanatismo que condiciona a los párvulos en regiones de islamistas; el imparable deterioro de la atmósfera y la desforestación de los recursos naturales que ya supone el exterminio de algunas especies de animales; el tráfico de armas que predenomina en muchísimas regiones de Latinoamérica y África; la severa crisis de refugiados que acontece en países como Palestina, Afganistán, Egipto, Nigeria, etc., y los solicitantes de asilo provenientes de lugares paupérrimos; el tráfico de inmigrantes que cruzan las fronteras de México, la franja entera del Caribe y el canal de Panamá, y de cuyas circunstancias se adineran los contrabandistas más infames; las grandes diferencias de género entre hombres y mujeres. Toda esta retahíla son problemas a los que la ONU no hace frente, o, las soluciones posibles –si acaso las hay– no se llevan a cabo.
En otros tiempos, la ONU también tuvo inoperancia al no prevenir la guerra de Sebernica con un holocausto de ocho mil personas de etnia bosnia musulmana (en los que se encontraban mujeres, niños y población anciana), ni tampoco la guerra de Yugoslavia ni la guerra del Golfo –con los ataques químicos que originaron miles de muertos–, ni las invasiones de tropas estadounidenses en Siria expoliando los recursos petrolíferos en países arábigos; ni la guerra de Darfur, al oeste de Sudán, cuando el ejército de liberación del Pueblo intentó dar un golpe de Estado en Sudán del sur, incentivando un conflicto civil. Aun así, las actuaciones de las Fuerzas de la Paz (conocidas como los cascos azules) ostentan labores legítimas y admirables, pues sus misiones sirven de manera pragmática de impeler medidas disuasorias y preventivas para evitar ataques, conflictos, desarmes, supervisión en zonas hostiles, diseminar explosivos y atender a la población más desfavorecida. Tales labores no están siendo del todo reconocidas por la comunidad internacional, cuya falta de información –supongo que por los medios de comunicación–, provoca la falta de certeza sobre ellas. Habría que añadir, incluso, que las actuaciones de los cascos azules han sido galardonadas con el Premio Nobel de la Paz. Y sin embargo, muchas de sus acciones también han sido criticadas –y razones hay para ello–. En la guerra civil de Ruanda, en el continente africano, la población se vio en un profundo enfrentamiento entre los tutsi y los hutu, en el cual, por razones desconocidas, las inoperancias de los cascos azules provocaron el exterminio de los tutsi por la etnia antagónica. Ha revertido de mucha polémica también las denuncias de abusos sexuales por parte de los cascos azules, en 2015, entre cuyas víctimas se encontraban menores de Guinea, Guinea Ecuatorial, el Chad y la República Centroafricana, cuando aquéllos se hallaban en misiones en África.
En la actualidad, sigue habiendo una falta de intervención por parte de la ONU, no diplomática sino para redimir a quienes sufren el abuso de poder político. Ejemplo de ello, son países como Rusia y Turquía –ambos son miembros de las Naciones Unidas–, desde 1945. Los citados países tienen embajadores en el Consejo de Seguridad cuando, para mayor contradicción, en éstos no se respetan los derechos de los homosexuales –allí la confraternización entre personas del mismo sexo está considerada un delito–. Y, como bien es sabido, el poder político ejerce sobre la población un hostigamiento, o una coacción y vulnerabilidad hacia los Derechos Humanos. También la República Bolivariana de Venezuela, que hoy día se encuentra enrizada en continuas revueltas y manifestaciones por la creación de una constitución y apelando a la Democracia, es miembro de la ONU desde 1945. Mismo año el que por cierto se incorporan Cuba y China, pese al comunismo que sus mandamases han defendido. Incluso también podría decirse en líneas paralelas la contumacia opresión que existen en los Estados árabes (o conocida como la Liga Árabe), cuyos componentes pertenecen de igual manera al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y la población civil, paradójicamente, se ve sometida a la vulnerabilidad de sus derechos constitucionales. Egipto, también. Un país en el que hoy día muchos estudiantes no pueden leer ciertas obras filosóficas, y, donde por cierto, las personas activistas son encarceladas injustificablemente. Curioso es el caso de España, que tiene mención aparte; se incorporó a las Naciones Unidas el 14 de diciembre de 1955 –aún cuando existía el régimen franquista– y no era perteneciente en la Unión Europea, siquiera. Es decir, un país que ha pertenecido a las Naciones Unidas existiendo en él una dictadura durante veinte años (no fue hasta 1975, cuando España abriría sus aperturas a la Democracia). Claro está, que a lo largo de esos veinte años España no ha tenido derecho a voto en las decisiones de la ONU.
Sin duda alguna, cuatro problemas que actualmente acontecen en el mundo, son: la inversión desmida en armamento, la brecha económica entre países pudientes y subdesarrollados, el deterioro acuciante de la atmósfera y la pobreza; todos están, por lo visto, siendo irresolubles. Los continuos bombardeos o, como también se les denomina, experimentos militares, suscitados éstos por Kim Jong-un en Corea del Norte, con lanzamientos al aire de bombas nucleares y a los que la comunidad internacional no disuade en absoluto, sino que reprocha simplemente. Y, ahora, el advenimiento de un psicótico llamado Donald Trump como mandamás de una de las mayores potencias mundiales, que deseos tiene de iniciar una guerra contra Siria: país al que frecuentemente dirige sus tropas para lanzar misiles.
En definitiva, nada garantiza que el mundo haya un respeto hacia los Derechos Humanos y que tampoco haya paz. O quizás es que nunca la ha habido.
de los mejores artículos que he leído en mi vida. Gracias