Suelo llegar tarde a todos los lugares, soy impuntual, intemporal incluso. Un ejemplo: cuando escribo este artículo ya han pasado más de dos años y medio desde los atentados de Charlie Hebdo, meses desde que leí La levedad, y semanas desde la fecha comprometida conmigo para haberlo publicado. Soy impuntual para todo menos para levantarme cada mañana; como le ocurría a Paterson en Paterson, la película de Jim Jarmusch, me despierto sin remedio cada día unos minutos (a veces solo unos segundos) antes de que suene el despertador. La carencia absoluta de dicho don (o maldición, según se quiera ver) fue lo que salvó la vida de Catherine Meurisse, la autora de este cómic: una historia de superación del horror amparándose en algo que nunca deja de existir, la Belleza.
Cuando el despertador de Catherine Meurisse decidió no sonar la mañana del 7 de enero de 2015, o cuando ella, dormida pero atormentada por decepciones sentimentales, decidió que era demasiado pronto como para escucharlo, estaba entrenándose para una carrera. La carrera que comenzaría poco tiempo después, cuando por fin despierta y totalmente consciente de lo tarde que era, se aceleraría para poder coger la línea 69 del autobús y poder llegar, así, casi a tiempo. Pero no, hasta el 69 ganó en aquella contienda. Perdió la carrera, quedó en la marquesina y ganó la vida.
Reconozco que cuando me enteré de la publicación de este libro todo me pareció algo frívolo: la dibujante que llega tarde a la redacción se recupera pronto de un horror que recordaremos toda la vida. Y me unía algo más con toda esa catástrofe: mientras en aquel enero veía por televisión las horribles imágenes del atentado contra Charlie Hebdo, estaba haciendo la maleta, ya que al día siguiente tenía un viaje a París. Aunque hubo gente que me recomendó que no fuera, fui; en parte amparándome en eso que se piensa de que cualquier ciudad en los días posteriores a un ataque es siempre el lugar más seguro para visitar, y sobre todo porque no quería que, además de los controladores aéreos, ahora los terroristas también pudieran decidir cuándo vuelo.
Uno, antes de ver esas cruentas imágenes en el televisor, se había visualizado con los ojos cerrados pero con gran nitidez paseando por los quioscos verdes de los bouquinistes, al lado del Sena, como hiciera Hemingway. O al menos imitando al Hemingway de París era una fiesta (libro cuyas ventas se reactivaron tras estos atentados), como hiciera Vila-Matas en su París no se acaba nunca desde la mítica buhardilla de Marguerite Duras, en una sucesión de parises que también aparece en la película Midnight in Paris, de Woody Allen, con cada artista deseando haber pertenecido a la generación anterior. Así estaba yo en París mientras salía del Shakespeare & Co que ya no regentaba Sylvia Beach ni se encontraba en la Rue L´Odéon, escuchando las sirenas de los coches policía dirigiéndose el 9 de enero de 2015 hacia el supermercado judío en el que había irrumpido otro terrorista. Deseaba pertenecer a otro París anterior sin ser consciente del todo de que este, el que vivía rodeado por militares con fusiles y respirando miedo, se recordaría, tristemente, siempre.
Catherine Meurisse se plantea al principio del cómic abandonar el dibujo, ya que sus «ideas sin nada alrededor» se llegan a enmarañar al intentar trabajar inmediatamente después del atentado. Buscará entonces refugio en el Humor, pudiendo reírse hasta de «Los hermanos Kalashnikov» (como ella los llama evocando a Dostoievski), quienes perpetraron el asesinato de sus compañeros.
Catherine sigue después a Proust y se desplaza con sus amigas hasta Cabourg, donde el escritor de En busca del tiempo perdido pasaba las vacaciones, pero su triste oquedad aún no puede llenarse de Belleza. Y es que ella no se sentirá a salvo ni en su casa a pesar de la vigilancia policial, y sí estará incómoda precisamente por tanta custodia.
Conseguirá la autora superar su lógico estado inerte inicial y comenzar a enfadarse con el terrorismo, que es «el enemigo declarado del lenguaje» y le molestará toda la mercadotecnia que rodeó al manido lema «Je suis Charlie». Intentará amar, encontrar el amor o que este la encuentre a ella, pero estas relativas nimiedades no serán alcanzables en su estado.
Cuando va al teatro a ver Oblómov, el paradigma de la renuncia absoluta, comprende que debe reconstruirse. Catherine busca a partir de ahí el amparo de la amistad, pero vuelve a estar demasiado cerca de los atentados de noviembre en la sala Bataclan. Encuentra entonces asilo en la Villa Médici de Roma. Y todo: tanto las catástrofes del pasado que recuerda en un paseo mágico con Stendhal como las estatuas que representan a los nióbidas tratando de huir de las flechas mortales de Apolo, lo relaciona con los atentados recientes; pero se acercará cada vez más al síndrome de Stendhal, aunque ella llegue antes al desmayo que a la Belleza.
Catherine Meurisse, quien ya trabaja con la cineasta Julie Lopes-Curval en la adaptación de La levedad, hace un uso muy inteligente del color en cada viñeta, un color que acompaña al estado de ánimo. Pero, sobre todo, Catherine enseña una ruta para superar a tiempo cualquier catástrofe, hasta la más horrible.
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