Si partimos de la idea de que la modernidad europea es «cultura de la conversación» o, cuanto menos, «civilización de la palabra», el Café ocuparía entonces un lugar central en la autopercepción y desvelamiento del individuo moderna, sobre todo en sus vínculos con la literatura. Esta es la idea que Antoni Martí Monterde, profesor de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Barcelona, defiende en , finalista del XXXV Premio Anagrama de Ensayo 2007 y que deja claro sus intenciones desde el subtítulo, señalando a este como «un espacio de la modernidad literaria europea». «El Café sería un lugar fundamental, central y marginal al mismo tiempo, donde se originaría y desarrollaría este proceso de la modernidad», escribe Martí en la Introducción del libro. Y un poco más adelante añade: «alguna cosa comenzó a cambiar en la literatura en el preciso instante en que alguien se sentó en una mesa de un Café, tomó un papel y se puso a escribir».
En el análisis de Martí el Café aparece como espacio lleno de contradicciones, a medio camino entre el individuo y la multitud, de socialización, pero también de aislamiento, de ensimismamiento y de soledad, de acción política y subversiva y de reposo, de conversación pero también de contemplación, en medio de la vida y al margen de ella, lo que «permite al mismo tiempo un contacto directo con la realidad y un distanciamiento» de ella. Contradicciones que son testimonio de de la vida cotidiana en su condición moderna. Y a la vez es un espacio que impulsó un determinado registro de esa experiencia, mucho más breve, fugaz, fragmentario, casi podría decirse que ensayístico o diarístico, lo que «responde a la forma misma de los locales, a la manera de estar en ellos». En definitiva, el Café permitió captar la esencia de la modernidad y desarrolló la forma literaria más apropiada para registrarla.
Martí evita caer en la anécdota fácil, tan suculenta al hablar de intelectuales y de Cafés, y opta por una perspectiva mucho más erudita, partiendo de la evolución de estos establecimientos, desde los ensayistas ingleses del siglo XVIII, con Richard Steele y Joseph Addison a la cabeza ‒no pierde aquí la oportunidad de vincular el Café al nacimiento de la prensa, con medios como The Tatler o The Spectator‒ hasta su disipación en la segunda mitad del siglo XX, con el desplazamiento de muchas de las relaciones desarrolladas en el Café a otros ámbitos ‒aunque no así la pérdida de su valor simbólico, como se deduce de los esfuerzos actuales por conservar o restaurar muchos de esos Cafés‒.
Se hace mucho hincapié en el Café no solo al margen de la hegemonía sino como espacio subversivo e incluso revolucionario, importantísimo en la constitución y el desarrollo de la burguesía, con la prensa que esos mismos Cafés editaron como megáfono de esa potencialidad. Para subrayar sus vínculos con lo político, Martí no duda en señalar su relación con con la Revolución Francesa y con el movimiento obrero, surgido a partir de la Revolución Industrial, puesto que cuando el derecho de reunión era algo que estaba perseguido, el Café permitió a los trabajadores de diferentes gremios reunirse para comparar sus condiciones laborales y, a partir de sus conversaciones, desarrollar una ideología común. En otro capítulo, «El Café como Academia», se explora su carácter de cultura alternativa a Academias y Universidades, desde la actitud que tenía frente a ellas Ramón Gómez de la Serna ‒lo que permite también relacionarlo con las vanguardias‒, así como las posiciones encontradas al respecto entre Unamuno y Marañón.
Hay que reconocer el mérito de Martí en cuanto al minucioso aparato crítico que es la prueba y el resultado de un meticuloso rastreo de cualquier fuente que los intelectuales europeos dejaran sobre el Café desde mediados del siglo XVIII hasta mediados del XX. A lo largo de sus páginas desfilan intelectuales, filósofos, poetas, escritores, románticos, bohemios, dandis o vanguardistas. El autor ilustra sus argumentos con testimonios de Diderot, Voltaire, Balzac, Baudelaire, Edgar Allan Poe, Larra, Gómez de la Serna, Unamuno, Karl Kraus, Henry Murger, Robert Musil, André Breton, Alfred Polgar, Sándor Márai, Stefan Zweig, Ortega y Gasset, Julio Camba, Claudio Magris, Walter Benjamin, Roland Barthes, Pierre Bourdieu o Michel Foucault, entre muchos otros ‒quizá adolece, todo hay que decirlo, de referencias latinoamericanas, que en todo caso son puramente anecdóticas‒.
Sin embargo, merece la pena señalar que el libro tiene una extensión que probablemente es excesiva. Esto, unido a una expresión a ratos demasiado abstracta y academicista, hace que los argumentos de Martí se dispersen, sean menos claros y pierdan eficacia y contundencia. En algunos de los capítulos se hace difícil identificar el tema del que tratan con exactitud y a menudo una idea se reitera una y otra vez, formulada de distintas maneras, o se abandona y se retoma a lo largo del libro, sin que se perciba una estructura o intención. Martí se deja encandilar por el frenesí ensayístico y acaba alejándose del Café como tema para volver a él más adelante. No espere el lector encontrarse tanto un libro con una estructura progresiva y clara, con una argumentación que avanza siempre hacia delante y que finaliza con una conclusión, como un cúmulo de observaciones que oscilan entre lo lúcido y lo tedioso, que tanto se centran en el Café como sobrepasan sus límites. No es una lectura fácil, pero el descubrimiento de muchas de sus reflexiones sobre la relación entre Café, literatura y modernidad en la Europa que va de los siglos XVIII a XX hace que merezca la pena el esfuerzo.
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