Durante la Primera Guerra Mundial, mientras el mundo se derrumbaba a su alrededor, Zurich, la ciudad más grande de la Suiza neutral, se convirtió en un refugio para artistas, escritores, intelectuales, pacifistas y desertores del servicio militar. Un puñado de ellos decidieron crear el 5 de febrero de 1916 un nuevo tipo de entretenimiento nocturno. O quizá no era tan nuevo, porque la cultura del vodevil y de los cabarets ya tenía su andadura en el país. Lo llamaron Cabaret Voltaire y lo establecieron en en la Spiegelgasse 1, no lejos de la habitación que fue ocupada por un visitante ocasional, Vladimir Ilyich Lenin. El grupo, conocido como dadaísta, constaba de tres alemanes ‒Hugo Ball, Richard Huelsenbeck y Emmy Hennings‒, un alsaciano ‒Hans Arp‒, dos rumanos ‒Marcel Janco y Tristan Tzara‒ y una suiza ‒Sophie Taeuber‒. No tardó en unírseles un austríaco nacido en Bohemia, Walter Serner. De todos ellos, el más joven era Tzara, con veinte años, y la mayor Hennings, con treinta y uno. A todos les unía su aversión hacia la guerra.
Huyendo desde los horrores de la guerra en Alemania hacia Zúrich el iniciador de todo ese tinglado fue Hugo Ball, que además de escritor había trabajado en el teatro y actuado en cabarets junto a su pareja Emmy Hennings, como deja recogido en el testimonio que fue su novela Flametti o el dandismo de los pobres. En el Voltaire tuvo la oportunidad de lucirse dejando desconcertados y patidifusos a su público, como en aquella ocasión en la que declamó su revolucionario poema fonético escrito con sonidos absurdos. Tras un par de años de intensa actividad Dadá, finalmente abandonó el grupo e hizo un giro radical en su vida volviéndose hacia el catolicismo gnóstico. Su diario, titulado , sigue siendo uno de los testimonios principales para conocer las entrañas del dadaísmo de primera mano.
En un contexto en el que los cabarets buscaban números para divertir y congraciar al público, Ball y su clan tiraron por otros derroteros, el de una nueva forma de arte que no renunciara al entretenimiento pero que al mismo tiempo provocara la conmoción, el sobresalto. «Dadá es una nueva tendencia en el arte», dijo Ball para describir los comienzos de un movimiento que se negaría a caer bajo los grilletes de cualquier ideología. En la primera velada Dadá, en la inaugural, hace un manifiesto con la siguiente definición, esbozada y lúdica: «Dadá procede del diccionario. Es terriblemente sencillo. En francés significa “caballito de madera”. En alemán: “¡adiós, fin de trayecto, hasta que nos volvamos a ver!”. En rumano: “sí, efectivamente, tiene razón, así es, claro que sí, de verdad, de acuerdo”. Etcétera. Una palabra internacional. Sólo una palabra y la palabra como movimiento. Es terriblemente sencillo». Sin embargo, ante todo, Dadá fue diseñado para sacudir las suposiciones del público sobre el mundo. Ball era testigo de un mundo en caos y no estaba dispuesto a permitir que el público del cabaret, que venía buscando consuelo para esa discordia, se encontraran una forma de entretenimiento sin más.
Lo que Ball y su grupo hacían todas las noches en el Cabaret Voltaire era un puro acto explosivo y absurdo. «Asqueados de las carnicerías de la Guerra Mundial de 1914 nos rendimos a las artes», escribió Hans Arp. «Buscábamos un arte elemental que liberara a la gente de la locura de los tiempos y de un nuevo orden que pudiera establecer un equilibrio entre cielo e infierno. Lo que celebramos fue una bufonada y una misa de requiem al mismo tiempo». El pintor alemán Hans Richter describió la escena de la siguiente manera: «El Cabaret Voltaire era una banda de seis músicos, cada uno tocando su propio instrumento, es decir, el suyo solo». Arp fue todavía más lejos calificándolo de «Pandemónium total»: «La gente que está a nuestro alrededor grita, ríe, gesticula. Nuestras respuestas son suspiros de amor, ataques de hipo, poemas, mugidos y maullidos de bruitistas [literalmente, hacedores de ruido] medievales».
Ante esto, el público conmocionado e indignado a partes iguales. Una melodía de piano podía ser interrumpida de pronto por un disparo al aire, o por un golpe de tambor de Huelsenbeck. Todo era locura imprevisible; no había dónde esconderse, ni cómo diferenciar entre el mundo real y aquella enajenación. «Tzara menea el trasero como si fuera el vientre de una bailarina oriental», continúa describiendo Arp, «Janco toca un violín invisible y hace reverencias y genuflexiones. La señora Hennings, con cara de madona, se abre completamente de piernas. Huelsenbeck aporrea sin parar el gran tambor, mientras Ball le acompaña al piano pálido como un fantasma de tiza».
Pero Ball todavía no estaba satisfecho. Mientras Dadá se convirtía en un movimiento artístico reconocido mundialmente bajo la batuta de Tristan Tzara, Ball abandonó la escena después de dos años y, siguiendo los pasos de otros grandes como Gógol o Tolstoi, buscó consuelo en el catolicismo en 1920, y murió como un hombre pobre y religioso en la Suiza de 1927.
Lo que el diario de Ball nos permite saber es que detrás de esas payasadas bufonescas, de esa puesta en escena desorbitada e hiperbólica, había un proyecto moral, filosófico y político. No es el absurdo por el absurdo con que siempre nos han tratado de vender el dadaísmo. La huida del tiempo demuestra que Ball fue un intelectual a la altura de Romand Rolland, de Stefan Zweig o de Thomas Mann. Dadá ocupa solo una minúscula parte de las páginas de su diario si lo comparamos con sus brillantes y extensas reflexiones sobre la guerra, sobre la religión, sobre las consecuencias de la Reforma, sobre la historia de su patria o sobre la proyección del kantismo. Se nota que conoce bien el anarquismo y descree de esa fe revolucionaria. «Estoy profundamente desengañado, ahora también de la política, después de haber abandonado ya antes el esteticismo. Es necesario recurrir todavía más estricta y exclusivamente a la base individual; vivir sólo de la propia identidad, renunciar por completo a cualquier actuación corporativa», escribió en su diario el 24 de mayo de 1919. Solo así se explica esa vuelta sobre sí mismo, en fuga del mundo ‒y del tiempo‒, para buscar refugio en el catolicismo.
La huida del tiempo no es solo un testimonio del dadaísmo de primera mano, es la revelación de la trayectoria vital de un intelectual al que no se le ha hecho toda la justicia que merecía. No es que ser el padre de Dadá sea ningún descrédito, pero tampoco es de recibo encasillar a Ball, con sus luces y sus sombras, en dos años de su vida. Por eso este libro tiene mucho de ajuste de cuentas.
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