Un principio básico del funcionamiento de la mente humana es el intento por poner orden al caos del universo, y una forma sencilla y recurrente de hacerlo es por medio de oposiciones binarias. Esto, según defendía el antropólogo Claude Lévi-Strauss, se da en todas las culturas, es una constante universal. Esta manera de estructurar el mundo parece haber existido desde que el hombre es hombre. A poco que se analice el Génesis bíblico las oposiciones binarias aparecen a mansalva: Adán y Eva, premio y castigo, dentro y fuera del jardín del Edén, Caín y Abel y, en definitiva, el Bien y el Mal, así, con mayúsculas. Tal vez parezca una concepción muy cristiana esa de organizar el mundo a pares, pero si salimos de la Biblia y echamos un vistazo al mundo vemos que desde las cavernas este se ha divido en personas con privilegios y gente que ha tenido que vivir en peores condiciones por plegarse a los primeros.
En su novela , publicada por Baile del Sol, Raquel Morán comienza desde un planteamiento binario, ya desde el título en referencia a la historia bíblica, para romperlo con una habilidad incontestable. La oposición inicial se basa en dos personajes que no pueden ser más antagónicos: Eduardo Novales es, nadie se atrevería a negarlo, un hombre de éxito; de mediana estatura, ojos azules, cabello claro, es un tipo atractivo; trabaja como ginecólogo del Hospital General de Asturias, está casado y tiene un hijo, vive en una zona céntrica de Oviedo, conduce un BMW de color granate, fuma Camel y bebe Chivas. Frente a él, Pedro Argüelles es un hombre fracasado, con un tormentoso pasado en el que murieron su mujer y su hijo; recién llegado de Londres, donde fue un sin techo durante una temporada y pasó varios años en la cárcel por haber asesinado a un joven, tiene que conformarse con vivir en una discreta pensión y llevar una vida mediocre, que incluye sexo esporádico con prostitutas.
El encuentro de estos dos personajes, tan dispares, permite a Raquel Morán hacer una reflexión sobre los conceptos del Bien y del Mal, sobre sus delicados límites y sus controvertidas interpretaciones. Pedro ‒y aquí no desvelo nada porque es la sinopsis proporcionada por la editorial‒ decide vengarse de Eduardo, a pesar de que él no tenga nada que ver con su mala fortuna ni sea el responsable de la muerte de su esposa y de su hijo. Para ello, Pedro retiene contra su voluntad a Eduardo y a su familia en su casa de fin de semana, y los tortura y humilla, por una mezcla partes iguales de envidia y de odio, lo que provoca una serie de escenas bastante incómodas que recuerdan mucho a Funny Games y a otras películas de temática similar. Pedro, que ha descendido a los infiernos y puede incluso que todavía siga allí, desea arrastrar a Eduardo y a su familia, siquiera por unas horas, a lo más recóndito de ese lugar.
En relación con los conceptos del Bien y del Mal, siguiendo ese estructuralismo binario, hay filósofos e intelectuales que han tratado de determinar si el hombre es bueno por naturaleza, como creían Rousseau o Montaigne, o si se inclina hacia el mal como argumentaban Hobbes, Maquiavelo o la teología cristiana a través del pecado original. ¿Somos buenos o malos? ¿Somos Abel o Caín? Lo cierto es que la frontera entre ambas nociones muchas veces es difusa y depende de factores culturales ‒lo que en un país o en una época se considera correcto en otro contexto puede variar‒. Teniendo esto en cuenta, todos somos iguales al nacer, tanto Eduardo como Pedro y son las experiencias, las circunstancias, las decisiones y el azar lo que determina el camino vital, si se es un respetado doctor o un asesino, si Abel o Caín.
De hecho, lo que en principio se presenta como una oposición radical acaba mostrándose como una realidad mucho más compleja y llena de matices. Raquel Morán introduce un tercer elemento, una tercera arista, convirtiendo la estructura binaria en un triángulo. Esa tercera pieza es Merche, la esposa de Eduardo, que aportará toda la escala de grises que van del blanco al negro. Esa triple división, la hegeliana tríada dialéctica ‒que Fichte dividió en tesis, antítesis y síntesis‒, se traslada a la novela a muchos niveles: tres personajes, tres narradores, tres puntos de vista que se van mezclando ‒a ratos de forma un tanto confusa‒ para completar el puzle, tres partes en la novela, tres vueltas de tuerca ‒en un claro eco de Henry James‒ que van ofreciendo una imagen cada vez más nítida del conjunto, un conjunto en el que nada es lo que parece en un primer momento. La autora dosifica la intriga con enorme habilidad. Nos va ofreciendo un cuadro a retazos, a pinceladas, con frecuencia a través del diálogo más que de la narración directa, en apariencia un tanto desordenado, pero cuyos pedazos van ajustándose cada uno en su lugar, recomponiendo una narración que es lineal pero que vuelve sobre sí misma para matizar o directamente desmentir una primera versión de los hechos. Y lo hace con un estilo sobrio, sin rodeos ni circunloquios, que no cae en lo políticamente correcto y no trata de huir de lo descarnado. Narrativamente, es para quitarse el sombrero.
Novela reflexiva que no deja a un lado la acción. ¿Es posible la maldad pura en un individuo?, se preguntará uno de los personajes en un momento determinado. Luego, ¿es posible la bondad pura? ¿Existen un Caín y un Abel puros? La lógica nos lleva a pensar que la maldad extrema debería de surgir bajo las condiciones más extremas. No falta una referencia final al monstruo de Frankenstein, símbolo del terreno pantanoso en el que nos movemos sobre el concepto de maldad. ¿Si el monstruo llega al grado más alto de maldad no estará siempre su creador por encima de él? ¿Acaso no es ese engendro una víctima de esas condiciones extremas? Otro ejemplo de maldad refinada sería Alex, el protagonista de La naranja mecánica de Burgess, cuyo libro contiene también una escena de tortura y confinamiento de inocentes contra su voluntad. El punto de vista de Burgess con respecto a la maldad es también ambiguo, pero si algo entrevemos en las aventuras y desventuras de Alex y sus drugos es que incluso para el corazón más perverso existe redención.
Redención, pero también caída, advierte Raquel Morán en Caín volvería a matarte mañana. «Un solo acto de bondad puede redimir a un hombre malo y cómo un solo acto de maldad puede condenar a un buen hombre», dice la sinopsis del libro. La frontera entre Abel y Caín es tan sutil que un solo acto puede determinar la naturaleza de un hombre. Es el clásico tema del héroe y del traidor que Borges desarrollaría en un relato publicado en Ficciones. Los límites entre uno y otro son relativos, y a veces un mismo acto, idéntico, permite calificar a un hombre de bueno o de malo. Pero es que, yendo más lejos, ni siquiera tiene por qué ser un acto decidido de forma consciente; a veces el azar es el elemento verdaderamente determinante. Puedes elegir entre ser Abel o Caín, pero en ocasiones no puedes elegir, tienes que representar el papel que te ha tocado, y conformarte con ser un respetable ciudadano de bien o un repugnante asesino y criminal. La ambigüedad con la que termina la novela no hace sino confirmarlo.
Como ocurre con La naranja mecánica o con Funny Games, Caín volvería a matarte mañana es una de esas historias que te dejan mal cuerpo, pero que al mismo tiempo te atraen como un imán, no como giramos la cabeza cuando estamos conduciendo y pasamos junto a un coche accidentado, por puro morbo, sino porque a través de su historia se desarrolla todo un entramado ético y moral que nos permite reflexionar sobre la naturaleza humana. Y, para qué negarlo, una de las razones más poderosas para leer es la de conocernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. Suficiente motivo para leer esta novela.
Esta libro es uno de los nominados al Premio Guillermo Baskerville organizado por Libros Prohibidos.
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