comer sin ver dans le noir

Dime, lector, ¿sabrías decir, sin mirar el color de la copa, si el vino que degustas es tinto o blanco? La mayoría de nosotros aseguraría, bajo la pérdida de la mano con la que escribe, que aceptaría en casi todas las ocasiones, cuando doy fe que la experiencia de la cata a ciegas es, como poco, desconcertante. Ocho de cada diez catadores, incluidos profesionales, se equivoca en esta prueba, y es que nuestra cultura es predominantemente visual.

Dado que pude vivir una experiencia similar mucho más rica cenando a oscuras hace tiempo, me gustaría relatarla para los lectores (tanto videntes como invidentes) que nos sigan, para tratar de transmitir la diferencia que existe entre la cultura disfrutada con los ojos a aquella en la que no se nos permite ver. Porque la gastronomía también es cultura, y porque damos por sentado demasiadas propiedades de nuestros sentidos.

Dans le Noir?, comiendo a oscuras

Hace unas semanas tuve la oportunidad de asistir a un restaurante del que me habían hablado muy bien. Se llama Dans le Noir?, interrogación de cierre incluida, y se caracteriza porque uno come completamente a oscuras. El local se encuentra ligeramente escondido en la Plaza del Biombo, una plaza de muy poco tránsito casi escondida en la capital española, aunque también tiene un espacio en Barcelona, y uno puede reservar plaza vía página web.

Con la cita elegida, uno acude a la entrada del restaurante, donde Maite Sutto, dueña y cerebro del experimento social al que estamos a punto de acceder, nos espera con los brazos abiertos. Allí, en un acogedor vestíbulo adornado con técnicas japonesas de piedras blancas, bambú y madera en las paredes (lo sé porque esta estancia sí está iluminada) nos pide a mi acompañante Laura y a mí que aguardemos unos minutos: esperamos a alguien.

Pronto acude otra pareja, ambos italianos, con los que terminaremos sentados. Luca entiende un poco de castellano y habla algo de inglés, como yo, pero mi pareja no conoce ningún idioma salvo español y Martina, la chica italiana, solo habla italiano. Maite, que es francesa y muy paciente, habla despacio para que todos comprendamos lo que tiene que decirnos. Los idiomas se parecen lo suficiente como para que todos asintamos.

Nos dan unas instrucciones sencillas para cuando estemos cenando, como que no hagamos movimientos bruscos o pidamos permiso para ir al baño a nuestro camarero. Nos bajan por unas escaleras, a unas taquillas y baño donde, respectivamente, guardamos todas nuestras pertenencias (hasta el LED de un smartwatch rompería el encanto de la oscuridad) y nos aseamos.

Dans le Noir?, comiendo a oscuras

Una vez arriba de nuevo, empieza la experiencia. Maite nos presenta entonces a Jordi, nuestro camarero ciego, que en la oscuridad del restaurante se moverá con más gracia que nosotros. Se nos da un orden de entrada y formamos una fila: primero Martina, la italiana; después yo, Marcos; luego mi pareja Laura, y finalmente el italiano Luca. Despacio, avanzamos hacia unas cortinas oscuras.

Atravesamos un total de tres, y pasada esta última cortina nuestros ojos nos engañan. Con los ojos abiertos, veo lo que parece una tonalidad de azul eléctrico que en realidad no está ahí, y la italiana, delante de mí, insiste varias veces mientras se ríe «Vedo verde». Es una de las pocas cosas que conseguí entender de nuestros acompañantes cuando hablaban italiano.

Totalmente a oscuras, da igual que mantengamos los ojos abiertos. Podríamos cerrarlos, pero el instinto los deja de par en par mientras Jordi me pide liberar el hombro de Martina. Oigo cómo la sienta en su lugar y viene a por mí. Laura hace lo propio con mi hombro y espera mientras Jordi me hace avanzar hasta colocarme junto a la italiana. «Ciao come stai?», dice riendo mientras nos golpeamos mutuamente las manos.

La experiencia de un restaurante a oscuras

«Cuando uno está a oscuras no sabe ni qué lugar ocupan sus manos sobre la mesa, ni la longitud de esta», pienso cuando Martina y yo ya nos hemos localizado, mientras trato de alcanzar con las manos el extremo de la mesa, que estimo a un metro de distancia. Jordi sienta delante de mí a Laura, con quien me topo al encontrar su mano y a la que escucho reír, y segundos después es la italiana la que ríe. Por el bote que ha pegado y el ruido de la silla junto a Laura, creo que el italiano ha alargado su mano y le ha tocado la cara, dándole un susto.

En un restaurante normal resulta relativamente difícil mantener una conversación con dos personas de otro país cuando no hay un idioma común entre los cuatro. Uno siempre puede recurrir a dar voces, hacer aspavientos o incluso dibujos. Pero en uno en el que no se ve absolutamente nada, resulta todo un reto (divertido) intentar dialogar. Mientras volvemos a presentarnos los cuatro, Jordi va sirviendo los platos, los vasos y los cubiertos, que escuchamos golpear suavemente la mesa delante de nosotros, y nos aconseja no moverlos mucho de sitio. Estiramos las manos y nos cercioramos de que todo  está ahí.

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El primer reto real, más allá de orientarme en la mesa, viene cuando trato de servirme agua. No resulta nada fácil, aunque Jordi me haya abierto la botella, atinar con su borde en el interior de mi vaso, por lo que guio la boca de la botella con las manos e introduzco un dedo en el vaso (lo vi en una película) hasta que se me moja la punta. Cuando digo que «tengo la punta mojada», Luca rompe a reír junto a Laura, y rápidamente traduce a su pareja el malentendido. La noche promete.

En ese momento Jordi aparece (o al menos le oímos acercarse) con el primer plato: una degustación de «dos platos, uno a comer con cucharilla que encontraréis en un vaso dentro del plato y otro dentro de un bol que podéis comer con el tenedor, si lo encontráis. También os he dejado dos sorpresas por el plato, tenéis que encontrarlas». A Jordi le gustan las sorpresas, y la noche promete más todavía.

Este pollo sabe a verdura: así puedes dudar de tus sentidos

pollo sabe a verdura

Para los que penséis, de nuevo, que sois capaces de diferenciar entre una patata o un tomate con los ojos cerrados, o que reconoceréis la carne de un plato sin confundirla con arroz, os aconsejo acudir a uno de los dos Dans le Noir? para comprender el papel de la vista en el sabor. El plato de la imagen de arriba podría ser cualquier cosa, y una vez pruebas un sabor a oscuras la experiencia no aporta mucho más que la vista en este caso.

Antes de empezar a comer, entre los cuatro organizamos un juego: iremos por turnos comiendo los cuatro mini-platos y tratando de adivinar qué llevan. Todos accedemos al juego, que se suma a la dificultad del idioma y a no ver un pimiento,y arrancamos con el vaso de la cucharilla (que es lo que más rápido encontramos). No es fácil comer algo con una cuchara cuando no estás muy seguro de dónde están tus manos, el extremo de la cucharilla o, ya puestos, la boca, por lo que soy consciente de que me mancho una barbaridad la barba mientras escucho al italiano decir que es puré.

Laura dice que es una crema de verduras, y a mí me sabe a crema de marisco. Martina no habla, pero debe gustarle porque escucho su cucharilla hacer ruido en interior del vaso. Es curioso de dónde saca uno información cuando no puede ver, y lo complicado que resulta saber si uno se ha terminado el puré cuyos ingredientes no conseguimos identificar. Finalmente, me rindo y, aprovechando que nadie me ve, meto el dedo hasta el fondo del vaso. Sea lo que sea, está muy rico. Vamos a por el segundo plato, un bol granulado con algo parecido en su textura al arroz.

—Es carne, es carne —asegura Luca.

—Pues a mí me parece arroz —comento.

—¿Arroz? —pregunta Martina—. ¿Qué es arroz?

Les oigo conversar mientras Luca explica a Martina (en italiano) lo que significa arroz. Mientras, discuto con Laura si es o no lo que yo he dicho. Probablemente no lo sea, a ella le sabe a otra cosa, y escucho a Martina decir:

—Non è riso —dice Luca, que se mantiene en sus trece, como el resto de nosotros aunque resulte evidente que al menos tres estamos equivocados.

Parece lógico que no llegaremos a una conclusión, pero sea como fuere a los cuatro nos parece exquisito. ¿Nos está engañando nuestra mente y está añadiendo sabores que nos gusta a algo que no tenemos ni idea de lo que es?

Mientras tanto, hemos conseguido encontrar un tema de conversación: el trabajo. Luca, como yo, se dedica al marketing por Internet, mientras que Laura y Martina se dedican a las personas, como trabajadora social y maestra respectivamente. Aunque resulta complejo ahondar en nuestras profesiones, hablamos un rato al respecto antes de volver a la comida. Es interesante: o comemos o hablamos, no podemos seguir con el experimento si nos dedicamos a hablar. Lo divertido está en la lengua, y si la ocupamos de palabras se nos vacía de sabor.

Sabores dactilares: la importancia del tacto en la cocina

sabores con las manos

Cuando vamos a por la primera de las sorpresas que Jordi ha escondido por el plato ninguno de los cuatro estamos usando cubiertos. Con las manos es mucho más fácil comer. Localizamos una especie de panecillo con algo encima, y empezamos a manosearlo. Diría que cada uno manosea el suyo, pero Luca da voces diciendo que no sabe cuál de los dos objetos estamos hablando, y Martina me pide que meta la mano en su plato.

En cualquier otro restaurante algo así estaría mal visto, pero en uno a oscuras resulta necesario cuando los acompañantes no hablan tu idioma. Localizado el panecillo de Martina (es lo único en lo que coincidimos), esta le explica a Luca en italiano qué es que tiene que buscar. Ahora sí, todos a una damos un bocado al montadito de… ¿carne, pescado, patata, tomate?

Cada uno aseguramos que tiene un sabor distinto, y en lo único que parecemos estar de acuerdo es que entre ese algo y el pan hay otro algo crujiente. ¿Cereales, frutos secos, otro tipo de pan? No importa, porque está riquísimo, pero empezamos a darnos cuenta de que hemos identificado el pan por las manos, de modo que alguno de nosotros toca lo que le resta de montado con los dedos.

La textura es extraña. Podría ser una carne muy pasada, un pescado poco hecho, e incluso verduras cocidas. El sabor, distinto en cada boca. Un bocado después, ya no hay montadito, y pasamos a la segunda sorpresa, un crujiente de algo que parece bacon pero que también puede ser una patata frita o un calabacín frito cortado en rodajas. Tiene dentro una crema con avellanas, o nueces, o caramelo. Es agotador, pero divertido, tratar de adivinar.

Este tinto no tiene tinte: cata de vinos a ojos cerrados

Yo me he pedido una botella de agua para cenar, Laura una cerveza, y Luca y Martina cenan con vino. ¿Cuál? Ni idea. Ya hemos superado el miedo a meter los dedos en el plato de un extraño, los cuatro empezamos a pasar el vino de un lado a otro. La cerveza huele y sabe a cerveza, o al menos eso pensamos los cuatro; y el agua, aunque ya nos creemos que sea alguna otra bebida, no parece tener sabor. Pero el vino es el más difícil.

¿Cómo puede ser que dos de nosotros digamos que es un tinto, uno que un rosado y el miembro restante asegure que se trata de un vino blanco, siendo el mismo vino? Esta experiencia nos demuestra que, sin tinte, el vino tinto, blanco, rosado e incluso verde pueden ser fácilmente confundidos. Comemos por los ojos, y nos ayudamos del tacto cuando no los tenemos, pero ambos engañan a nuestra lengua.

Postres dulces, ¿con textura de carne?

postre sin ver colores

Después del primer plato viene un segundo plato con dos comidas más dos de las sorpresas de Jordi, con las que nos ponemos finos. Las servilletas no dan más de sí, y después de eso vienen cuatro postres. Aunque el precio del local es elevado, el menú degustación es considerable, y uno sale del local (además de confundido y con una sonrisa en la cara), con el estómago bien lleno.

Cos’è? —pregunta Martina a Luca mientras escucho un choff, choff en su plato de postres.

Ha encontrado lo que parece una crema de carne muy densa, casi mechada, y por el sonido la está elevando por encima del plato y soltando para escuchar como suena en una conducta del todo infantil. Laura lleva un rato haciendo lo mismo mientras ríe, y sospecho que, como yo, Luca tampoco tiene un comportamiento que digamos ejemplar, y ha desmembrado con los dedos el plato. Estamos jugando con la comida, y es divertido.

È una torta —asegura Luca a Martina—. Es una torta, ¿no?—Por algún motivo, quizá por cómo se transmite el sonido, sé que Luca nos mira a Laura y a mí cuando dice eso. Es muy interesante cómo funciona la percepción del sonido, y hablando con Jordi me confirma mis sospechas: la sala es estrecha y se alarga en la dirección en la que miro. El sonido también es divertido.

—¿Torta? —pregunta Laura, matizando—. Esto es una torrija de toda la vida.

—¿Torrija? —Esta vez es Martina quien pregunta—. Cos’è un “torrija”?

—Torrija, pues una torrija —aclara Laura de esa forma que tenemos los españoles para dar más información: elevando la voz. Luca la eleva también, arrancando una discusión absurda y riendo. Asegura que a griegos, españoles e italianos se nos reconoce por las voces, y por supuesto tiene razón.

—No puede ser torrija. No me gustan las torrijas y esto me encanta —añado mientras me como esa especie de carne que sabe dulce y huele a húmeda.

 

Después de unas cuantas horas de hurgar en los platos, nuestros y ajenos, de transmitirnos cualquier catarro que tuviésemos intercambiándonos las copas, y de reír mucho, llegamos a la conclusión de que en lo único que habíamos estado de acuerdo de doce mini-platos era en el tacto de un langostino. Su forma le delata, aunque curiosamente me supo más a verdura que a crustáceo.

Una vez terminados los postres, Jordi acude en nuestra ayuda y nos coloca de nuevo en forma de trenecito. Atravesamos las cortinas y la luz y el color vuelve a nuestra retina. Ha sido una experiencia increíble en la que ha quedado patente que sin nuestros ojos quedamos vendidos. Hay cierta sensación de reverencia hacia los invidentes tan solo con imaginar salir a la calle y ver… nada.

Maite nos recibe de nuevo y nos pregunta por la experiencia, mostrando lo que hemos comido en fotografías. Nos vuelve a servir el mismo vino de la cena, cuyo color esta vez sí vemos, y los cuatro nos asombramos. Engaño es poco, hay que vivirlo para comprender la sensación. Salimos al frío de la calle y me quedan claro dos puntos: los ciegos son poco menos que héroes en su día a día; y que me encantan las torrijas, pero solo cuando cierro los ojos.

 

Si tenéis curiosidad, aconsejo acudir a Dans le Noir? o a restaurantes en que se realicen catas similares. ¿Algún lector conoce alguno de este estilo? ¡Para eso están los comentaros!

 

Imágenes | Cherry Laithang, Adam Birkett, Joseph Greve, Kuba Boski, Herson Rodríguez, Brooke Lark

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