Rafael Ortiz (izquierda) y Paul Pierrot destruyendo un piano durante el Simposio de destrucción en el Arte

Rafael Ortiz (izquierda) y Paul Pierrot destruyendo un piano durante el Simposio de destrucción en el Arte

   Si pensamos en el arte de los sesenta generalmente solemos pensar en el pop art, pero por el estudio de Andy Warhol, La Factoría, pasaron también artistas vinculados a concepciones más marginales y controvertidas. Fue una década la de los sesenta muy convulsa en Estados Unidos, con la guerra de Vietnam en su máximo apogeo y la consolidación de los grupos activistas que pretendían poner fin a la discriminación racial y étnica. Aunque distinto en muchos sentidos, Estados Unidos también vivió su propio Mayo del 68 con el Festival de Woodstock. Esa inquietud se reflejó, naturalmente, en el arte, dando como resultado movimientos como el Accionismo Vienés, con artistas como Günter Brus, Otto Mühl, Hermann Nitsch y Rudolf Schwarzkogler, o el Destructivismo. Ambos movimientos comparten un carácter inquietante, extraño y polémico.

   El nacimiento oficial del Destructivismo se produjo en septiembre de 1966, con el primer «Simposio de destrucción en el Arte» ‒DIAS‒ celebrado en Londres. Si la esencia del arte es la creación, el Destructivismo pretendía convertir en motor de esta disciplina el concepto opuesto: la destrucción. Según el comunicado de prensa que emitieron, el objetivo principal del evento era centrar la atención la destrucción como elemento principal en las acciones, instalaciones y otras formas de arte, al tiempo que se relacionaba esta destrucción con la sociedad moderna. Se programaron una serie de acontecimientos en los que se destruía algo en público. Gustav Metzger, director del Simposio, llevó a cabo obras en las que destrozaba lienzos arrojándoles ácido.

Rafael Montañez Ortiz destruyendo un piano

Rafael Montañez Ortiz destruyendo un piano

   El artista norteamericano y de ascendencia puertorriqueña Rafael Montañez Ortiz fue uno de los abanderados de este movimiento. Ortiz escribió un manifiesto del Destructivismo en el que defendía la destrucción como una nueva forma de creación, adecuada al contexto histórico del siglo XX. La idea es que cuando se quema una imagen se están creando las cenizas, por lo que se destruye y se crea al mismo tiempo. Para ello era lícito quemar, cortar, rasgar, arrancar y finalmente destruir toda clase de objetos como camas, sofás o sillas, para llamar la atención sobre la fragilidad de la vida humana y sobre la frustración que produce la destrucción sin sentido. La destrucción de este tipo de arte se compara con los rituales de sacrificio, alcanzando un estado catártico que obliga tanto al artista como al público a purgar sus impulsos violentos y a enfrentarse a su temor a la muerte.

   Una de las obras de Ortiz, desarrollada en 1966 en el Museo Whitney de Arte Americano de Nueva York, consistía en la destrucción a hachazos de un piano. Una práctica, la de destruir pianos, que fue llevada a cabo por otros artistas como John Cage, Joseph Beuys o Nam June Paik. Había quien se conformaba con romper una silla en pedazos, quien hacía un agujero con una pala y se atrevía a venderlo por cientos de dólares o quien, como Ivor Davies, utilizaba explosivos como expresión de la naturaleza destructiva de la sociedad.

   Uno de los aspectos más oscuros del arte destructivo es la falta de límites de hasta qué se puede llegar a destruir. Fuera ya del Destructivismo, hay artistas que se plantean la destrucción de otras obras de arte, quizá consideradas como algo caduco, o del propio artista, convertido él en sí mismo en obra de arte, con ejemplos como Chris Burden, Marina Abramovic, Orlán, Stelios Arcadiou o Tania Bruguera. El Destructivismo en muchas ocasiones resulta desagradable. Es, desde luego, lo que se propone. Cuando John Latham hace piras para quemar libros no podemos evitar pensar en las barbaries culturales cometidas a lo largo de la historia y sentirnos incómodos.

   Sin embargo, esa incomodidad ni siquiera se detiene aquí. En nombre del arte y de la destrucción, hay artistas que no dudan en cometer barbaridades que van más allá de lo humanamente aceptable. Hermann Nitsch, por ejemplo, hacía performances rituales en los que llegaba a descuartizar animales vivos, invitando a las personas a mojarse con su sangre y sus entrañas. O el artista francés de origen argelino Adel Abdessemed, que quiso presentar en el Centro Pompidou una obra en la que varios animales ‒una vaca, un ternero, un cerdo, una cabra y una oveja‒ eran golpeados con un martillo hasta la muerte al son de música heavy. Uno puede pensar que cuando se acaba destruyendo el propio Arte, el resultado difícilmente debería ser considerado Arte, pero en acciones como estas se llega todavía más lejos porque lo que se está destruyendo es la propia humanidad.

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