El indicador de gasolina de mi coche se iluminó en amarillo. Paré en la gasolinera a repostar, no fuera a quedarme tirado en mitad de la carretera, otra vez.
Salí del coche, me dirigí al mostrador, saludé al encargado, dije la cantidad que quería y, como iba pensando en mis cosas, pagué con la tarjeta de crédito equivocada.
Acabada la transacción, me despedí del encargado, salí de la tienda, giré a la derecha y, como seguía pensando en mis cosas, en un relato al que no le encontraba un buen final, me marché, caminando, a mi casa, que está a un kilómetro y medio de la gasolinera.
Un poco antes de llegar tuve la sensación de que olvidaba algo. Me palpé los bolsillos.
«El móvil, las llaves de casa, las del coche, la cartera. Sí, llevo todo», pensé.
Una vez en casa, me hice un café y leí. A eso de la hora recibí una llamada.
—Darío, soy Raquel.
Raquel es la policía del pueblo. Es un pueblo pequeño, la policía ya me conoce.
Le di los buenos días y le pregunté qué ocurría.
—¿Te has dejado el coche en la gasolinera? —Preguntó ella.
—Pues ahora que lo dices, puede que sí. Espera.
Me acerqué a la ventana de casa que da a la calle, no vi mi coche aparcado.
—Sí, Raquel, seguro que sí, qué despiste el mío —dije.
—El de la gasolinera lleva una hora descojonándose —dijo ella—, quería esperar a ver si te acordabas y volvías a por él, pero ha llegado su jefe, ha dicho que no está la cosa como para bloquear un surtidor por un imbécil, por muy vecino que sea, y ha llamado a la policía y a la grúa. Yo he llegado primero. Te recomiendo que vengas corriendo.
—Voy para allá.
Salí hacia la gasolinera. Atravesé unos naranjos que me sirven de atajo y, como me puse a pensar en mis cosas, en la presentación de El Jinete de la Tormenta, que es el miércoles 24 de enero, en Bibliocafé, sede Wayco, en Valencia, pues no presté atención y pisé una mierda. Divagaba sobre la novela. Temo que, en mitad de la presentación, me quede en blanco y no recuerde nada, y que el editor o algún asistente, en caso de que los haya, haga una pregunta que me pille fuera de juego y no me quede otra que hacer mutis por el foro, escapar a la calle (c/Gobernador Viejo, 29) y desaparecer por el metro más cercano (Metro Alameda o Colón). Todo el mundo, incluso yo, pondrá en duda la verdadera autoría de la novela, sabrán sospecharán que soy un fraude.
Por cierto, eso de no recordar nada, nada de la novela ya ha pasado antes: a Stephen King, con Cujo. Solo que él tiene excusa; la escribió totalmente borracho.
Para acabar. Emergí de los naranjos, pasé por la puerta del supermercado y, como iba pensando en mis cosas, en un final muy bueno para el relato, se me olvidó por completo el asunto ese del coche mangado en la gasolinera a punto de llevársele la grúa. Se me ocurrió la genial idea de comprar un refrigerio, volver a casa y escribir mis ideas.
Al día siguiente fui a recoger el coche al depósito municipal. El funcionario que me atendió debía de estar al corriente de la anécdota, porque en cuanto me reconocí como el dueño, se partió de risa. Me despidió con una palmadita en el hombro y me recordó que había pagado el repostaje, que, por todo lo que quisiera, no se me olvidara echar gasolina.
Pues el caso es que…en fin, esa es otra historia.
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