El ego, uno de los estigmas de una civilización que pretende haberse basado en la libertad, la igualdad y en la solidaridad como motores de un desarrollo lento pero esperanzadoramente seguro. La persona que posea este “vicio” de la personalidad es rechazada por la masa virtuosa, aquella que tiene más de dos mejillas para ofrecer.
¿Pero a qué clase de ego me refiero? Quizá la definición más aceptada, en términos generales, sea la que alberga los negativos rasgos de la arrogancia, el orgullo y la avaricia; pero para mí ésta es la cara falsa o hipócrita del ego. Al otro lado de la moneda se encuentra la representada por virtudes del individuo: autosuficiencia, confianza, templanza; la que llamo egocentrismo honesto, no sin antes haber hecho una pequeña visita a la raíz de la palabra, pues ¿qué es “ego” sino “yo”?
Continuaré con un ejemplo. La imagen que ilustra el presente artículo representa la anécdota de Alejandro Magno y Diógenes de Sinope o “el cínico”. El ego que Alejandro pudo haber tenido al creer que era capaz de darle a cualquier hombre lo que éste deseara, no era el mismo que poseía Diógenes al simplemente decir al rey que su único deseo era que se quitara pues le estaba tapando el sol. El primero denotaba orgullo y pomposidad, el segundo autosuficiencia y austeridad.
“Si no fuera Alejandro, me hubiera gustado ser Diógenes”.
Simplificando, el ego hipócrita o externo necesita de las expectativas ajenas y la complacencia como fuente de autoestima, e intentará todo lo que pueda con tal de sostener la máscara. La otra cara, el egoísmo honesto o interno, es de quien brilla por sí solo y no entorpece el camino de los otros. Ahora bien, ¿cómo desarrollar un “yo” sano? A continuación exploro lo que algunos pensadores consideraban virtudes, que según mi opinión, ayudan a forjarlo.
En primer lugar un total control y entendimiento del propio yo y de las limitaciones de uno mismo se puede acercar al concepto estoico de sabiduría, especialmente lo concerniente a las personas que nos rodean –y sus opiniones– para la felicidad propia, o a las ofensas que otros nos pretendan hacer.
«¿No habrá nadie que intente hacerle al sabio un ultraje?». Intentarlo sí, pero el ultraje no llegará hasta él, pues la distancia que le separa del contacto con las cosas inferiores es demasiado grande como para que alguna fuerza dañina pueda llegar hasta él. Y aunque los poderosos, elevados por el mando y fuertes por el respaldo de sus siervos pretendan dañarlo, todos sus ímpetus cederían tan lejos de alcanzar la sabiduría como los proyectiles que se alzan a lo alto con arco o catapultas; aunque se eleven más allá del alcance de la vista, tuercen, no obstante, su trayectoria sin alcanzar el cielo.
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Séneca. “El sabio no recibe ni ultraje físico ni ofensa moral”
Nietzsche por su parte consideraba que los hombres inferiores (casi todos) eran los que llenaban su ego, o sea, su ser, con las opiniones ajenas y con la necesidad de complacer que los convertía a su vez en hipócritas; a éstos les llama serviles, y por muy poderosos que puedan llegar a ser en la sociedad no denotan un egocentrismo verdadero pues debido a lo anteriormente anotado carecen de identidad y de carácter (ingredientes cruciales para el “yo”).
Su palabra llamó bienaventurado al egoísmo, al egoísmo saludable, sano, que brota de un alma poderosa, a la que corresponde el cuerpo elevado, el cuerpo bello, victorioso, reconfortante, en torno al cual toda cosa se transforma en espejo: el cuerpo flexible, persuasivo, el bailarín, del cual es símbolo y compendio el alma gozosa de sí misma.
(…) Pero aún más desdeña al que se apresura a complacer a otros, al perruno, que en seguida se echa panza arriba, al humilde. Odioso es para el egoísmo, y nauseabundo, quien no quiere defenderse, quien se traga salivazos venenosos y miradas malvadas, el demasiado paciente, el que todo lo tolera y con todo se contenta: ésta es, en efecto, la especie servil.
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Nietzsche, Friedrich. En “Así habló Zaratustra”
Ahora debo mencionar a Ayn Rand, tal vez la mayor teórica de lo que se conoce como “egoísmo racional”, aunque aquí tengo que apuntar que diversos personajes del sector capitalista rastrero han interpretado la obra de esta autora a su conveniencia para justificar el individualismo del libre comercio. A pesar de ello he de apreciar su teoría en “El Manantial”, donde su filosofía objetivista estaba –por así decirlo– incompleta y era un tanto idealista. Ella veía la culminación del individuo en el ser “creador”, y afirmaba que el descenso de la humanidad reposa en los “parásitos” o “segundones”, los complacientes, los que carecen de criterio propio, los que desean adquirir poder a costa de renunciar a sus principios; los que desprecian la búsqueda de la felicidad del individuo a cambio de agradar a los demás.
El egocentrista en un sentido absoluto no es el hombre que sacrifica a los demás. Es el hombre que está por encima de la necesidad de usar a otros de alguna manera. Él no funciona a través de ellos. Él no existe por ningún otro hombre —y no le pide a otro hombre que exista por él. (…)
Los gobernantes de hombres no son ególatras. Ellos no crean nada. Existen enteramente a través de otros. Su meta está en sus súbditos, en la actividad de esclavizar. Son tan dependientes como el mendigo, el trabajador social o el ladrón.
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Rand, Ayn. En el “El Manantial”
Por lo tanto, no se trata de demostrar a los demás de lo que soy capaz, sino de estar consciente que los pasos propios no se rigen por la voluntad de otros. No es que puedo lograr todo lo que me proponga, sino de saber cuáles son mis limitaciones y en qué debo mejorar para seguir ascendiendo. Es saber que las opiniones de los demás sólo son útiles cuando me ayudan a evolucionar. Que no se trata de conseguir todo lo que deseo a cualquier costo, pues los principios ideológicos están por encima de los fines materiales. (Los principios se alcanzan levantando los brazos, lo material hay que agacharse a recogerlo). No es que deba imponerme ante los demás, pues quien está desesperado por brillar sufre de ausencia de luz. Que sacrificarme por otros debería ser un mandato proveniente del alma, no de la sociedad. Que la soledad siempre es mejor a menos que pueda aprender de la compañía. Y por último, es saber que lo único que está sobre mí es un yo mejor al que todavía no he llegado.
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