¿A qué dios rezas cuando en 1803 cae una lluvia de miles piedras sobre tu pueblo y empieza a golpear e incendiar las casas? Puede resultar estadísticamente extraño, pero estos eventos ocurren en la naturaleza, y al universo se la trae al pairo que sus excrementos cósmicos caigan sobre las cabezas de la gente. El relato curioso que hoy contamos en La Piedra de Sísifo ocurrió en el pueblo de L’Aigle en 1803 (aunque técnicamente antes de 1960 se llamaba Laigle).
Hoy día sigue siendo un pequeño municipio a 140 km de París, aunque arrancando el siglo XIX es posible que se usase como medida de longitud preferente la legua francesa. Esta distancia también era medida como de dos días de caminata ininterrumpida, o un día si uno contrataba un servicio de calesas y coches de tiro (el Car2Go de por aquel entonces).
Imagine el lector que acaba de sonar la primera campanada de la tarde de un apacible 25 de abril de 1803, y que la mayor parte del pueblo de L’Aigle (y el cercano Glos-la-Ferrière) se dedican a sus labores de campo. Como en los últimos siglos, vaya. Pero, a diferencia del resto de tardes conocidas por los aldeanos y de las de los relatos de sus abuelos, aquella tarde una serie de explosiones inundaron el aire, seguidas de los golpes sordos de miles de piedras cayendo del cielo.
No deja de ser gracioso, ya que apenas unos años antes, en 1794, el físico francés E.F.F. Chladni (más conocido por sus “dibujos” del sonido, arriba) había asegurado que las bolas de fuego nocturno que se veían algunas noches eran meteoritos, rocas extraterrestres que caían desde el resto del Sistema Solar a la Tierra. Por estas ideas, Chladni fue llamado de todo, y por supuesto nada bueno. Nueve años después, su aparente locura agujereaba tejados en L’Aigle.
Apenas un año antes de esta caída de materiales espaciales, el químico inglés E.C. Howard había publicado un artículo titulado Observaciones sobre ciertas sustancias pétreas y metálicas que han caído sobre la Tierra en diferentes tiempos. Este artículo ganó relevancia cuando uno de los habitantes de L’Aigle llamado Marais relató el fenómeno de la lluvia de piedras a un amigo en una carta. Esta carta (de la que hemos seleccionado un fragmento, que podéis leer más abajo) sería publicada en el Journal de sciences mathématiques et physiques de l’Institut National unos meses más tarde, y la locura de la búsqueda de meteoritos terminó por desatarse en Europa.
Hoy, “el meteorito de L’Aigle” (arriba, expuesto en el Museo de Tecnología de Varsovia), de 37 kg, es famoso en todo el mundo. Pero no debemos olvidar que junto con este cayeron, que se sepa, unos 3.000 más de distintos tamaños. Algunos llegaron a hundir tejados enteros, y cientos de ellos fueron localizados meses o años más tarde, arando campos. Todavía a día de hoy se hacen búsquedas frecuentes en la zona, y de tanto en tanto aparece una condrita.
Lluvias de meteoritos similares son de todo excepto extrañas, aunque el grueso de las veces que caen lo hacen en mitad del mar, en zonas desérticas o lo hacen en menor número y volumen. Lo que hace excepcional el caso de L’Aigle es que hubiese gente cerca, mirando y, suponemos, pasando miedo por la inesperada ira de los dioses.
De media, se estima que sobre nuestro planeta caen unas 10 toneladas de meteoritos al año. Aunque parece mucho, en realidad son unos 0,0000196 kg/km2·año. Algo ridículo, poco más que partículas de polvo ocasionales, salvo cuando se produce un evento interesante como el de hace unos siglos en Francia, o el bólido de Cheliábinsk en 2013, que depositó de golpe cerca de seis toneladas de material espacial (y muchas más de cristales rotos).
El Sistema Solar tiene una enorme cantidad de masa pululando por ahí, esperando caer en el campo gravitatorio de nuestro planeta, y no va a dejar que nos aburramos de mirar hacia arriba.
Imagen de portada | Alexander Andrews, Rodrigo Tetsuo Argenton, Koefbac
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