En el inmenso océano de posibles inmersiones literarias que la realidad nos ofrece, apostar por los clásicos casi como exclusiva forma de itinerario lector es una opción ganadora, no está la vida como para andar desperdiciando unidades de tiempo, tan preciadas en el maremagnum cotidiano.

Para eso están los clásicos, para nutrirnos de lo que otras generaciones han aportado al resto como enseñanzas universales que nos permitan desenvolvernos por la VIDA con la sabiduría que otros puedan aportarnos. A todo ello, añadimos que este magisterio universal viene avalado por la civilización greco-latina, la que aún alimenta la nuestra y sobre la que siempre conviene acompañarse para no errar en el camino machadiano que supone vivir.

La Eneida cierra, de alguna manera, el ciclo épico que arrancase de la mano del egregio aedo griego, Homero; con algo de perspectiva, la Ilíaca y la Odisea son los otros elementos de esta magna trilogía. Se trata de referentes a los que acudir con cierta frecuencia para bucear en sus inmensas profundidades, para saborear lo que otros han construido para nosotros.

Siempre queda pendiente una ciclo de relecturas de esta trilogía.

Si ya los libros citados consiguieron embargar mi pecho con emociones diversas, si ya en ellos descubrí historias y reflexiones que me han cautivado, en La Eneida, además de todo ello, he encontrado una trama continua, de enorme actualidad, una cerrazón en su estructura que se agradece muchísimo y con la que puedes seguir con cierta facilidad lo que sucede en la historia, aspecto este que se desdibuja en los dos libros anteriores. No me resulta muy reconfortante en cuanto a lectura se refiere tener que acudir continuamente a las referencias o notas a pie de página que permanentemente encuentro en las anteriores para poder situarme.

 

Llama poderosísimamente la atención la tensión que el libro tiene, casi nos encontramos con una pulsión cinematográfica, enormemente visual y con una agilidad en el relato que verdaderamente atrapa, sobre todo en los momentos en los que afloran las pasiones que siempre se encierran en los seres humanos… Esto no quita que existan momentos en los que Virgilio se enfrasque en relatos que son sucesiones o enumeraciones un tanto monótonas que hacen que el libro se te caiga un poco de las manos.

Por otro lado, para evitar la posible zozobra que pueda desprenderse de ese elemento y para no fatigarme con la lectura diferente que su escritura tiene -que no es la habitual en estos tiempos de liviandades-, el aquí firmante optó por ponerse unos benditos deberes diarios de lo que debía leer al día, de manera que en pocas semanas me he encontrado con el libro terminado, con un regusto buenísimo en el paladar, con ganas de afrontarla en más ocasiones, con unas expresiones y unas estructuras que son una verdadera delicia.

Si tuviese que destacar alguno de los cantos, resaltaría el último, que, sin duda, tiene una composición que parece, como ya indicaba más arriba, verdaderamente cinematográfico, como hecho para que nuestra mente del siglo XXI pueda recrearlo en nuestra imaginación como si de una fresco enormemente rico se tratara o como si fuera la sucesión de unas fotografías enormemente románticas, por lo recargado de su lenguaje espacial y visual, en las que vemos el desenlace del libro. Imposible no ligar este último canto con imágenes que todos guardamos en nuestro imaginario colectivo de películas que nos narran peripecias del esplendor romano.

Merece la pena ahondar en la personalidad, en la propia biografía del autor, para encontrar en él una sensibilidad que no suele ser habitual y en la que se aprecia visiblemente su visión apasionada de la vida, su perspectiva tan humana en cuanto a lo que refiere los aspectos más pasionales, entrañables, amargos o épicos que todos los seres humanos debemos afrontar, aspecto éste en el que la lectura contra un vigor tremendo como un lenguaje que, desde el pasado clásico, nos viene a amonestar sobre lo que realmente significa VIVIR.

Magnífico colofón a ese ciclo de clásicos que antes he citado, y que he cerrado, al menos en su primera lectura, con un regusto de boca que pide más, que incluso ya anticipa lo que van a ser próximas relecturas, ya que los clásicos que cito, al menos para éste que habla, son algo inasibles, por mucho que quieras centrar tu atención en ellos siempre vas a encontrar matices que se te han escapado, con los que no contabas y con los que vuelves a recordar los pasajes que creías olvidados.

Concluyo: he citado los pechos, como metáfora de las agitaciones internas que todos vivimos, sus TREPIDACIONES, en definitiva, en varias ocasiones porque quizá sea lo que más me ha cautivado; encontramos en estos clásicos una definición básica de lo que son todas las pasiones humanas, con una sencillez que abruma: lo óptimo, lo pésimo y lo que se desdibuja entrambas barreras siempre nos acompaña, siempre está con nosotros y en todos y todas por igual, no nos compliquemos con disfraces, con oropeles y faralaes que no conducen a nada…

Esas TREPIDACIONES son las que siempre se dibujan en el alma humana de todos y todas nosotros, razón por la cual invito a encontrar cómo la han vivido para el resto de la Humanidad desde nuestro esplendor clásico.

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