Plan 9 del espacio exterior

La lógica nos llevaría a pensar que una buena obra de arte despierta nuestra admiración, nos conmueve o inquieta, nos hace intuir la grandeza que hay en ella; y, por el contrario, una mala obra nos debería causar rechazo, mofa o, en el mejor de los casos, conmiseración y quizá una pizca de ternura. Sin embargo, en el mundo del arte rigen otras lógicas que poco o nada tienen que ver con el principio expuesto. ¿Cómo explicar si no por qué obras de arte que debido precisamente a lo rematadamente malas que son tienen una legión de incondicionales seguidores? Nótese que he dicho debido a y no a pesar de, porque quiero que quede clara la relación de causalidad: es el hecho de ser tan malas lo que hace que tengan tantos y tan fieles seguidores. ¿Se podría decir en estos casos que hay obras de arte que son tan malas que llegan a ser buenas?

El caso más paradigmático dentro del cine quizá sea Ed Wood, que está considerado como el peor director de cine de todos los tiempos gracias a la desastrosa dirección de películas como Glen o Glenda o Plan 9 del espacio exterior. En esta última, considerada por muchos críticos como una de las peores películas jamás filmada, encontramos un reparto lleno de personajes tan excéntricos como carismáticos: un vidente que predijo la muerte de John F. Kennedy, un luchador sueco, una estrafalaria estrella televisiva ‒Vampira‒, un millonario transexual, un Béla Lugosi en sus horas más bajas o un hipnotizador ‒doble de Lugosi cuando este falleció y visiblemente más joven‒. Durante la película vemos lápidas y cruces hechas de papel, la cabina de una nave espacial fabricada con cartulina o platillos volantes que en realidad son tapacubos sostenidos por un hilo; vemos cambios aleatorios de día y de noche en una misma escena o a actores que interpretan claramente leyendo su papel. Toda esta sucesión de despropósitos, y muchos más, es lo que ha convertido esta película y al propio Wood en figura de culto.

Y hemos tenido ocasión de volver a verlo recientemente con The Room, escrita, dirigida y protagonizada por Tommy Wiseau, considerada como una de las películas nunca realizadas y al mismo tiempo catapultada ya a obra de culto. Una combinación que le ha valido el apelativo de «el Ciudadano Kane de las películas malas». Hemos visto cómo esta película se ha visto reflotada recientemente gracias a The Disaster Artist, que hace algo parecido a lo que Johnny Depp hizo con Ed Wood y que le ha valido a James Franco un Globo de Oro por su interpretación de Tommy Wiseau. Al igual que las películas de Wood, The Room está llena de errores y absurdos; es una mezcla extraña de géneros y de historias que solo se plantean y no llegan a culminar. En el caso de la película de Wiseau tal vez haya un agravante que no encontramos en las películas de Wood, y es que el cineasta polaco‒estadounidense contaba con un holgado presupuesto de seis millones de dólares, lo que hace que la sensación de fracaso sea todavía mayor.

The Room

Hasta ahora hemos puesto ejemplos del mundo del cine, pero aplicar ese concepto de obra de arte tan mala que llega a ser buena a otras disciplinas. En Somerville, Massachusetts, por ejemplo, se puede visitar el MoBA, el Museo del Arte Malo, dedicado a pinturas que pueden ser consideradas buenas de tan malas que son. O encontramos premios como el del Concurso Internacional de Pintura Pavel Jerdanowitch, cuyo galardón se concede a la peor pintura del mundo. Está claro que hay un interés por reconocer el arte malo, premiar su excelencia y preservarlo para la posteridad. De la misma manera que hay quienes lo admiran.

John Dyck y Matt Johnson han publicado un artículo en la revista de filosofía Springer en el que se preguntan las causas de por qué de tan mala una obra de arte puede ser considerada buena. Lo primero sería empezar aclarando qué entendemos por una mala obra de arte. Podemos equipararlo con el fracaso, con un quiero y no puedo, cuando el artista se propone algo pero no lo consigue o lo que se propone es tan pésima idea que estaba condenado incluso antes de su ejecución. Si lo consideramos así, habría que descartar películas al estilo de Sharknado. Por supuesto que la idea de un tornado de tiburones es una tontería, pero quienes lo idearon lo hicieron sabiendo que era una tontería, está hecha así a conciencia. En ese sentido, no podríamos decir que Sharknado sea un fracaso.

¿Se puede decir entonces que sentimos que una obra de arte es tan mala que es buena cuando ha fracasado? Si damos por hecho que esto es así estamos admitiendo que lo que nos hace disfrutar es el fracaso ajeno, que tanto Ed Wood como Tommy Wiseau son de culto porque se han descalabrado y ese descalabro nos hace gracia. John Dyck y Matt Johnson defienden una explicación mucho más profunda, porque en ese caso cualquier película mala se convertiría automáticamente en buena. Nos reímos, es cierto, pero además de risa hay desconcierto ante la posibilidad de que alguien pudiera pensar que esa desastrosa idea podía ser buena o quedar bien. Si The Room es grandiosa, dice James Franco, no es simplemente porque falle sino porque falla de manera confusa, porque acumula errores de forma caótica, lo que cautiva a los espectadores, hacen que sean incapaces de mirar hacia otro lado; su fracaso es magnífico, majestuoso, desconcertante. Incluso lo malo tiene que fallar de la manera correcta, en formas interesantes o especialmente absurdas. Casi podría decirse que es más difícil hacer una buena mala obra de arte que una buena obra de arte a secas.

Dyck y Johnson añaden un último argumento: el de la extravagancia como forma distinta de apreciación. The Room es buena porque es extraña, pero no extraña a la manera del cine de David Lynch. Nos pueden generar un desconcierto similar, pero en las películas de Lynch el espectador sabe que los elementos extraños se introdujeron de forma intencional, hay un objetivo y la obra cumple con ese objetivo. Lo que en Lynch es orden y coherencia en The Room es caos, porque en ningún momento era su intención inquietar al espectador.

No tiene por qué haber, por tanto, ironía en la admiración que despierta una mala obra de arte. Es la fascinación por un extraño accidente de la naturaleza, surgido no a pesar del fracaso sino debido a él. Los caminos del arte son misteriosos y difícilmente descifrables: la grandeza puede nacer incluso del fracaso.

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