Recorte de prensa de 1975

No hace mucho planteé en Twitter una cuestión que generó una agria polémica y que dio pie a un interesante debate. Decía yo que, bajo mi punto de vista, la mejor manera de organizar una librería no era por géneros o por orden alfabético sino por editoriales. Poco después maticé que en realidad una fórmula interesante podría ser la mezcla de varios sistemas y no solo uno. En cualquier caso, hablaba de librerías, no de bibliotecas. Hecha esta salvedad, casi todos los lectores con los que hablé o con los que he venido hablando sobre esto desde entonces se muestran reacios a sistemas de clasificación que se salgan de lo tradicional.

Ya que el debate estaba abierto aproveché para rescatar una vieja idea que propuse hace más tiempo: ordenar una librería de una forma algo más original, según las emociones que provocan los libros. No es difícil reconocer que este planteamiento es una de esas ideas que quedan mejor en abstracto pero que a la hora de aplicarlas generan infinidad de dificultades. Pero si de propuestas originales de clasificación se trata, ¿qué pasaría si intentáramos ordenar los libros por olores? Es cierto que el particular olor que tienen los libros se debe a las condiciones en las que se encuentra cada ejemplar y que distinguir entre dos libros por el olfato puede ser algo poco menos que imposible. Sin embargo, una biblioteca se propuso hacerlo en 1974, y todo parece indicar que al menos lo intentó.

Recorte de prensa de 1976

La biblioteca en cuestión era la Biblioteca Pública de Upper Arlington, en Ohio, y esa alocada idea de organizar los libros por olores formaba parte de su programa «Stick Your Nose in the Card Catalog». La idea era tener un catálogo de tarjetas con aromas para que el usuario lo consultara y a continuación pudiera buscar el libro en las estanterías, donde tendrían el mismo olor. A cada sección de libros se le asigna un olor. En principio se propusieron 60, con aromas que incluían manzana, chocolate, ajo, limón, rosas, cerveza, canela, cuero, pizza, naranja, fresa, velas, pino, queso cheddar, trébol o humo.

De esta forma se encontraban los libros por el olfato. Por ejemplo, la ficha de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano tendría olor a canela y el usuario solo tendría que caminar a lo largo de las estanterías, olfateando hasta llegar a la sección de historia, con su aroma a canela.

Está claro que el sistema, de entrada, ofrece grandes problemas. Cada ficha está tratada con una microfragancia que se activa rascando la tarjeta. Hoy en día este sistema está bastante desarrollado, solo hay que ver lo conseguidos que son los olores en los libros fragantes de Geronimo Stilton, pero ignoro cómo sería a mediados de la década de 1970. Ahora bien, mantener los olores en las estanterías y conseguir que no se mezclaran entre ellos ya es otra cuestión.

Indudablemente el objetivo era llamar la atención y hacer que la biblioteca se usara más, aunque fuera más por curiosidad que por verdadero interés lector. Parece ser que si la idea se llegó a poner en marcha fue por muy corto periodo de tiempo. Desde Weird Universe enviaron un correo a la biblioteca preguntando por el catálogo y la respuesta de los empleados fue que se desconocía qué había pasado con el programa de tarjetas perfumadas, pero que era posible que las tarjetas hubieran perdido su aroma con el tiempo y que probablemente se hubieran retirado a finales de la década de 1989, cuando la biblioteca informatizó sus registros. De todas formas, ya solo por plantear una idea tan tremenda se merecen un reconocimiento.

Recorte de prensa de 1974

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