Hace unos días, mientras leía Los renglones torcidos de Dios (1979), de Torcuato de Tena, que reconozco que no había leído previamente, tuve un pensamiento que no me saco de la cabeza sobre el valor del tiempo, entendido este como la importancia que le damos a cada minuto del día.
En el libro, Alicia, la protagonista piensa acerca de cómo pasa la tarde en casa con su pareja; y comenta en un capítulo que ella y su marido «pasaban revista a las experiencias cotidianas de cada uno» una vez habían vuelto de sus respectivos trabajos, compartiendo hasta la más pequeña minudencia.
El libro habla, por supuesto, de un tiempo ligeramente anterior al presente. Uno en que el ocio consistía en el cotilleo del día a día, sin usar la palabra de forma despectiva. El ocio de la época tratada se reflejaba en los libros y en el teatro, así como en la radio; pero distaba mucho de ser como el ocio que tenemos hoy día.
El ocio acelera: imposible consumirlo todo
No sé si el lector ha caído en la cuenta de lo afortunados que somos al poder abrir cualquier pantalla y acceder al conocimiento que buscamos en cada momento. Música, literatura y cine (sin olvidarnos del teatro, las salas de museo, la nueva radio en forma de podcast, y otros estilos artísticos) son ahora accesibles a voluntad. Antes no resultaba así.
No hace falta remontarse mucho para ver una España en la que los canales de televisión eran pocos (en su momento fue tan solo uno, y no a todas horas) y en que la radio estaba tan orientada a cierto contenido que la única salida al tedio de las personas eran los libros, así como otras personas. Si retrocedemos un poco más en el tiempo descubrimos una humanidad con un único ocio: escuchar a otras personas, intercambiar opiniones, y aprender unos de otros llegada la noche. Luego, a dormir, y mañana será otro día.
De ahí lo del cotilleo bueno, no como término despreciativo. Uno llegaba al hogar tras la jornada y las alternativas eran pocas: bien reunirse con el resto de personas de la casa y escuchar nueva información; bien recluirse en el cuarto con un buen libro; sin excluir la posibilidad del sueño. Hoy en día, un ocio semejante resulta casi absurdo, y la barrera se desdibujó hace unos años.
Somos adictos a la información
Aunque los jóvenes que viven en casa de sus padres todavía cenan con ellos, minutos antes o después de cenar todos vuelven a evadirse a sus respectivos ocios en lo que pareciera un aislamiento social y que considero, en mi modesta opinión, todo lo contrario, buscando en las redes personas más afines a nuestros intereses intelectuales. A medida que Internet llegó a nuestras vidas, se abrió ante nosotros una nueva forma de consumir información y… oh, ¿nadie te lo ha dicho? ¡Somos adictos a la información!
Es posible que durante los últimos años hayas escuchado que somos adictos a los teléfonos móviles, a las tablets, y al ordenador. A las redes sociales. Lo curioso es que antes de eso lo fuimos al videoclub y a la televisión, a la radio antes, y a la prensa escrita siglos atrás. Y antes de eso fuimos adictos a nuestra familia. Si te preguntas qué tienen estos elementos en común, la respuesta es la información, que es a lo que realmente es adicta la humanidad de todo tiempo.
En tanto que Internet se adapta mejor a nosotros que la televisión, o que el periódico en papel antes de esto, es coherente que muchos saltemos a absorber datos y notas curiosas en distintas redes y páginas web como esta; o bien a usar Internet para localizar libros que nos agradan.
Mi tiempo es mío, y si me lo quita le bufo
El caso es que hemos abierto un siglo XXI en el que se dice que los humanos nos estamos aislando unos de otros, que cada vez somos más individualistas, y que tendemos a no compartir nuestro tiempo; lo que me lleva a pensar de nuevo en Alicia, la protagonista del libro, y su experiencia con su marido, en la que «pasaban revista a las experiencias cotidianas de cada uno», que hoy día se da, digamos, a bajo nivel.
Ya no contamos absolutamente todo lo que nos ha ocurrido durante el día, en parte porque nosotros ya lo sabemos y en parte porque nadie parece estar del todo interesado en algo así. Nuestros seres cercanos nos conocen lo suficiente como para saber cómo ha sido nuestro día normal, y lo que se cuentan son las peripecias, las curiosidades que sobresalen de la normalidad. Es decir, aquello que aporta información nueva, que es lo que espera escuchar la gente en lugar de nuestro aburrido día en la oficina.
Como ejemplo, imagínese el lector esa persona a la que nadie quiere ver porque siempre está hablando del mismo tema, una y otra vez, en cada evento social. Llámalo fútbol, cómo pescar usando cebo vivo, o lo interesante que resulta la calistenia en casa. Sí, seguro que tienes alguien en mente al que tu círculo social rehuye por pesado, por no aportar nada nuevo; y es que somos adictos a la información [nueva]. De ahí que nos aburramos con facilidad con circunstancias convencionales y triunfen las películas de giros imprevistos que nos sorprendan frente a argumentos planos y vistos.
Nuestro tiempo vale mucho ocio
Estas películas llevan directamente a un ejemplo que experimenté hace unas semanas y que me hizo darme cuenta del valor que damos a nuestro ocio y al tiempo que le dedicamos. Era un domingo por la tarde, y unos amigos volvían a la ciudad después de un puente. Cuando hablamos de quedar, una pareja confesó que habían estado a punto de decir que no y ver una serie entera de Netflix.
Es normal, a nosotros ya nos conocen, y poca información nueva tenemos que aportar por encima de nuestros encantos, que acabaron primando sobre el streaming porque hacía semanas que no nos veían. De no haber sido este el caso, seguro que la serie hubiese pesado más.
A medida que leía Los renglones torcidos de Dios me fui dando cuenta, en base a lo dicho sobre la información, de cómo el tiempo de las personas que nos precedieron era menos valioso, entendido el valor como la cantidad de información transmitida por unidad de tiempo.
Hace años alguien me dijo que recibimos miles de veces más información en cinco minutos de pasear por las calles que una persona de la Edad media durante toda una vida, y le creí de inmediato. Solo hay que observar la saturación de carteles de las calles para darse cuenta de algo así, y compararlo con un mundo en que la transmisión de conocimientos era oral.
¿Te has preguntado qué harías si pudieses viajar a siglos pasados? La respuesta es aburrirte como un mono en una sociedad cuyas semanas son como nuestros minutos, en que la información no llega, y si lo hace nos alcanza repetida o con muy poca diferencia con la que recibimos en el pasado, obteniendo una y otra vez la misma información.
Por poner un ejemplo chocante, imagina que vives en una ciudad en que solo se estrena una obra de teatro al año, o una película. Un tiempo en que la falta de opciones hacía el tiempo mucho más flexible, distendido. De ahí que, a día de hoy, se piense que nuestro tiempo tiene más valía (para nosotros) que el tiempo de quien nos precedió.
Imágenes | Schweiz, Bruno Glätch, Marit & Toomas Hinnosaar
Pues a veces me pasa que tengo saudade (morriña) de tiempos pasados en los que no viví (o sí, no lo sé).
En no pocas ocasiones me apetece hacer turismo temporal, pero durante un rato, y a ser posible a una época con WiFi ?