Una de las funciones de la ciencia ficción, explicaba en una ocasión, es mostrarnos el mundo como podría ser y los diferentes caminos para llegar hasta él, tanto si queremos hacerlo realidad en forma de utopía como si, convertido en distopía, queremos evitarlo. Si el ser humano ha estado imaginando futuros posibles a través de la ciencia ficción al menos desde el siglo XIX, ¿no es factible que en algún momento de pueda haber una coincidencia entre literatura y realidad? No me refiero solo a detalles concretos, a esta o a aquella tecnología, que de eso ya tenemos muchos ejemplos, sino a algo mucho más general, a una confluencia casi absoluta. Hemos tenido ocasión de verlo recientemente con 1984 de George Orwell, que gracias a Donald Trump y sus posverdades ha suscitado un repunte de interés. Al hablar de Orwell se tiende a pensar inmediatamente en un sistema totalitario, cuando lo verdaderamente terrible de 1984 es que describe una realidad que puede filtrarse, con muchas sutilezas y matices, en democracias en, en la práctica, no distan mucho de esos totalitarismos a los que se supone que se oponen.
Uno podría pensar, con inocencia, que estamos relativamente a salvos de la sociedad orwelliana. Sí, es cierto que hay puntos de confluencia que nos hacen temer lo peor, más aún a la vista de los últimos acontecimientos: no hace mucho hemos presenciado desagradables cargas de la policía contra civiles, se encarcelan a personas por cantar canciones incómodas, se secuestran libros que supuestamente atentan contra el honor de personas, se ocultan obras de arte por considerarse poco adecuadas, la manipulación mediática e informativa están a la orden del día. Pero parece lejano el momento en que haya un único partido, el oficial, se aniquile cualquier intento de libertad de expresión o de que se castigue con la tortura. Tengamos todavía un margen, por pequeño que sea, para la esperanza.
¿O no? Si 1984 es una advertencia terrible de lo que puede llegar a ser el mundo, Mañana cruzaremos el Ganges, la última novela de Ekaitz Ortega, publicada por Ediciones El Transbordador, es un escalofriante puente que une, de forma casi directa, nuestro presente con el universo de Orwell. Lo que muestra la historia de Ekaitz Ortega es que no necesitamos llegar al extremo de un estado autoritario que gobierna con mano de hierro, que una democracia, con pequeños y planificados cambios, puede derivar en un mundo todavía más terrible que el de Orwell, porque al menos en ese sabes a qué atenerte.
Una de las claves más importantes para conseguir eso ha sido situar la historia en un futuro bastante próximo, en algún momento a finales del siglo XXI, solo revelado a través de algunos fogonazos. Basta con acentuar algunas de las tendencias que vemos en nuestro día a día y tendremos el escenario perfecto para una distopía de las clásicas. El viejo continente ha conseguido al fin la unificación soñada, esa por la que tanto hemos luchado con la Unión Europea, pero por el camino se han ido quedando algunas libertades. Muchas ideologías ‒el comunismo, el socialismo, el anarquismo o el sindicalismo‒ ha sido declaradas subversivas, al tiempo que se han acentuado los discursos contra todo aquello que sea diferente, desde posturas xenófogas o racistas. Comienzan a aparecer estudios que avalan las diferencias a nivel moral y genético, lo que permita que el gobierno pueda tomar medidas para segregar a la población. En el libro vemos cómo se ceban con los hindúes, pero en realidad podemos extrapolarlo a los judíos en la Alemania nazi o a los musulmanes en la actualidad.
Todo ello no porque el Estado quiera reprimir a sus ciudadanos sino en honor a su seguridad. ¿Suena de algo esta situación? Pues llevada un poco más al límite, se considera que cualquier persona que atente contra la ideología del gobierno es antipatriota, terrorista o conspirador. El simple hecho de distribuir o de guardar algún documento que tenga estas ideas está tipificado como delito, contra el que la justicia actúa con dureza. El Gran Hermano, como guiño definitivo a Orwell, hace acto de presencia, aunque más bien podría parecer un oscuro capítulo de Black Mirror.
Teniendo en cuenta que se trata, al menos en teoría, de una democracia y no de una dictadura, el malestar por parte de amplios sectores de la población, los más castigados, se acrecienta por momentos ‒una vez más volvemos de vuelta al presente‒. En un contexto que cada vez se vuelve más inestable, como una bomba a punto de estallar en cualquier momento, al gobierno solo le queda el recurso de recurrir a la represión y a la violencia. Con una sociedad cada vez más militarizada, con grupos de paramilitares actuando codo con codo con el gobierno, la sociedad más acomodada parece anestesiarse con tanta violencia. En parte por apatía y en parte por el miedo a ser tachado como traidor y enemigo, porque cuando los furgones policiales policiales pasan a detener personas ‒recordemos que se supone que para la seguridad de la mayoría‒ todos, incluso a aquellos que no deberían temer porque no han hecho nada, les da un vuelco el corazón ante la posibilidad de que vengan a por ellos.
Hasta aquí, nada he mencionado acerca de los personajes. En este contexto habría que situar a Eva Warren, una periodista que lucha por salir adelante tanto en su vida profesional como sentimental. Su oficio no podría haber venido más al pelo, porque permite plantear una enorme cantidad de situaciones donde vemos cómo se relaciona el poder con los medios de comunicación, controlando esa posverdad que tan actual parece últimamente. Lo cierto es que se echa en falta algo de empaque en este personaje. Carece de la grandeza de los héroes del género, de Winston, de Guy Montag o de Bernard Marx, personajes todos ellos que están dentro del sistema pero que deciden enfrentarse a él, con trágicas consecuencias. No, Eva Warren es completamente acomodaticia, aunque simpatiza con las ideas subversivas y tiene motivos más que suficientes para oponerse al gobierno, en todo momento tratará de no sobrepasar el límite de lo permitido. Lo que la historia pierde en epicidad lo gana en realismo.
Teniendo en cuenta que casi me he centrado en exclusiva en el contexto social y político de Mañana cruzaremos el Ganges, podría parecer que la novela es ideología pura y que los personajes son un mero sustento anecdótico. Nada más alejado de la realidad. La novela de Ekaitz Ortega es, por el contrario, una historia intimista que habla de las relaciones humanas. Lo que ocurre es que todas ellas se ve de alguna manera contagiadas por el enrarecimiento del ambiente. Las relaciones afectivas de Eva Warren distan mucho de ser las óptimas, con un padre que la abandonó siendo una niña, una hermana egoísta y acohólica, y una pareja que no parece capaz de entender del todo el tipo de vínculo que le une a su hermana.
Aunque apenas estoy rascando la superficie de la novela, a pesar de todo lo dicho, no es por eso por lo que el libro de Ekaitz Ortega debería convertirse en lectura obligada, incluso para los que no leen ciencia ficción. Porque el género no es solo de naves espaciales en los bordes de la galaxia o futuros apocalípticos en los que hemos agotado los recursos naturales; la ciencia ficción también puede ser de lo que ocurra pasado mañana, que hunde sus raíces en lo que está pasando hoy. Mañana cruzaremos el Ganges debería ser una lectura obligatoria porque supone un escalofriante análisis del presente y del futuro a medio plazo. Porque no estamos tan lejos de hacer realidad muchas de esas distopías con las que soñaron escritores de décadas pasadas. Que sirva la literatura para evitarlo.
[…] piedra de Sísifo: Mañana cruzaremos el Ganges, de Ekaitz Ortega […]