Tsugumi.

No recuerdo muy bien cómo llegué a esta autora, pero sí recuerdo que lo que más me llamó la atención fue su nombre: Banana. Obviamente ese no es su verdadero nombre. En realidad se llama Mahoko Yoshimoto.

Una búsqueda rápida en Google arroja luz sobre la importancia que esta escritora tiene: medios como La Nación de Argentina o El País de España la ubican como una de las voces más importantes de la literatura nipona actual, justo al lado de Murakami.

Como no conocía nada de la obra de Banana, dejé que el azar decidiera: el Universo quiso que escogiera una novela corta llamada Tsugumi.

En resumen, la historia va así:

La narradora es María Shirakawa y tiene que marcharse a Tokio a estudiar en la universidad. Durante toda su vida ha vivido en la península de Izu, en un pequeño hostal llamado Yamamoto, un lugar de ensueños por donde se lo vea. En medio de este escenario, surge el personaje sobre el que gira todo: Tsugumi, prima de María y, probablemente, su mejor amiga.

La novela trata sobre algunos tópicos nada nuevos en la literatura: amistad, romance, despedidas y, por supuesto, la muerte. O más exacto: la constante insinuación de la muerte.

La Tsugumi de Dostoievski

Y en medio de esa marejada de temas, escenarios y personajes, destaca, claro, Tsugumi. No es gratuito que el libro lleve su nombre y no el de la narradora. Se trata de un personaje fascinante. Endeble, frágil, enfermiza desde la cuna, y dueña de una fuerza y una astucia insospechada. La lucidez de esta adolescente resulta aterradora pero atractiva. Es de esos personajes con los que uno a veces fantasea con encontrarse en la vida real.

Tsugumi me remitió (bendita intertextualidad) a dos personajes de dos novelas distintas. Primero a Liza Khokhlakov de Los hermanos Karamazov del viejo Dosto. Si leyeron la novela, seguro recordarán a la niña confinada a la silla de ruedas, que después de romper un compromiso marital, entra en un círculo de autodestrucción que alcanza su clímax cuando aplasta sus propios dedos en una puerta. La otra es Paloma, el personaje principal de La elegancia del erizo de la francesa Muriel Barbery, una niña que a los 12 años ya se hartó de la vida adulta y que ha decidido suicidarse.

Hago estas acotaciones para dejar claro mi punto: Tsugumi es un personaje memorable, con características que rozan un cierto tipo de estoicismo maravilloso y al mismo tiempo terrible. Las tres comparten, además, esa franqueza desconcertante y ese sentido del humor demasiado oscuro, ese que solo les es permitido a las personas que viven todos los días enfrentándose con la muerte.

Gracias a esas características, encontramos en boca de Tsugumi frases inquietantes como esta:

«Cada cual tiene que llevar el peso de lo que ha sido en cada momento, un revoltijo de cosas buenas y de cosas no tan buenas, y debe vivir cargando con ese peso a solas. Aunque nos esforcemos por ser agradables con las personas a las que amamos, siempre estamos solos.»

Un gran «Pero»

Pero lo cierto es que, de no estar este personaje tan bien construido, la novela no valdría mayor cosa.

No creo que sea una mala novela, solo creo que no logra superar ciertos clichés elementales de la adolescencia de sus personajes. No se encuentra por ningún lado una idea que se atreva a proponer una nueva lectura de ciertos valores, ni una visión demasiado original. La historia tampoco es tan apasionante. Y sin embargo, cumple con uno de los requisitos más básicos e ineludibles de la literatura: dar placer. Lo cierto es que recomendaría Tsugumi para pasar una plácida tarde de domingo, un rato agradable. Incluso, me atrevería a recomendarla para leerla en pareja.

Tsugumi soy yo

En el posfacio que hace la autora en esta novela, agrega algo que me llama la atención:

«Y otra cosa: Tsugumi soy yo.»

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