En el imaginario de nuestra cultura hay personajes, relatos, escenarios,olores, animales, diálogos y hasta sabores que son, y siempre serán, legado de la Humanidad; son los imprescindibles, los que deben acompañarnos, los que, de hecho, nos envuelven desde su poderosa atalaya.
Nos rodean, transitan por la vida con nosotros, seamos o no conscientes de su presencia.
Qué gran honor que hayan existido escritores, esa suerte de soñadores despiertos, infantes disfrazados de poderosos escribas que han avanzado con paso firme en la forja de esas imprescindibles metáforas que la Humanidad necesita.
Es una suerte de bufé en el que debemos servirnos, degustar según la imagen o la circunstancia que vivamos, es el inmenso poder del arte, de la cultura que acompaña y que nos ofrece perfiles nítidos sobre los que construir una identidad sólida.
Es la cumbre que nos permite otear paisajes y formas sobre los que caminar con pasos firmes.
Algunas imágenes son muy sólidas, muy consistentes y tienen unas aristas muy definidas, Odiseo en su regreso a casa y sus innumerables peripecias, Alonso Quijano y sus locuras cuerdas, etcétera; en otras, en cambio, somos nosotros quienes terminamos de pulirlas, quienes aportamos los matices en función de las inercias culturales sobre las que cabalguemos.
Es el caso de Melville y su Moby Dick, dos caras de la misma moneda.
Tiempos duros los de Herman Melville, tiempos en los que el día a día no era tan llevadero como el nuestro. Suerte para él que se consagrase como un acrisolado lector y que contara con ese bagaje para poder defenderse de las dificultades del día a día. Quizá, ese fuese el rasgo que hiciera que luego se desenvolviera con mucha rigurosidad a la hora de desarrollar su propia creación literaria, todo un regalo para sus futuros lectores.
Su vida, baqueteada violentamente por la muerte del padre y con el que gozaban de una posición acomodada, estuvo, desde ese momento, en el disparadero, razón por la que, probablemente, se embarca en un ballenero, una navegación absolutamente de otra época, viaje de años en los que las peripecias son enormemente jugosas vistas desde nuestra posición, tan hecha a la inmediatez, incluso cuando se trata de largas distancias.
Imposible no recrearse en las posibles andanzas que le pudieran suceder en el momento de sumergirse en un recorrido de unos dos o tres años de duración: la tranquilidad de los días, los paisajes tan sugerentes que verían con harta frecuencia, las necesidades reales derivadas de la carencia de lo más imprescindible, las posibles alianzas a desarrollar en la convivencia del propio barco, etcétera. En definitiva, toda una panoplia de sucesos que bien a las claras podemos encontrar en su monumental Moby Dick.
Su obra se desarrolla justo en el momento en el que la novela del XIX americana se está consolidando, en la que ya se apunta un ramillete de posibles autores que se consagren como los indispensables, destacando, cómo no, Hawthorne.
Todos somos plagiadores, todos articulamos historias desde nuestro propio sello, pero acumulando lo que otros ya han argumentado; Melville no iba a ser menos y trató de hacer una Odisea moderna, decimonócina, una Odisea que, al principio, no supo entenderse por sus contemporáneos y llevó un tiempo en su adecuada digestión, no fue hasta el centenario de su obra cuando ésta se hizo acreedora de su más que merecido reconocimiento.
Había que intentarlo… Solo los valientes se atreven a agredir de manera desaforada los prejuicios ya establecidos por parte de la sociedad, que condena, que condenamos, los posibles fracasos de los demás por miedo a desvelar los nuestros propios: no concebimos que otros se atrevan a arriesgar y que salgan ganadores, sí concebimos que salgan fracasados para autocomplacernos en la derrota de los otros y autojustificar que no vale la pena intentarlo.
Melville se atrevió y somos nosotros, los coetáneos de su ballena inmensamente humana, los que celebramos su arrojo y valentía a la hora de desafiar con tanta maestría su manera de proceder con el fracaso.
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