La práctica de leer en voz alta mientras que otros escuchan atentamente es casi tan antigua como la propia lectura. En las tabacaleras del Caribe, mientras se realizaban trabajos mecánicos y manuales, esta costumbre tiene una larga tradición. Debido a la monotonía de enrollar puro tras puro, los trabajadores quería algo en lo que ocupar la cabeza. Así surgió la tradición de los lectores en voz alta, verdaderos audiolibros vivientes, que sentados en una plataforma elevada leían a los trabajadores. La costumbre nació en Cuba, pero no tardó en exportarse a Estados Unidos, sobre todo a Cayo Hueso en 1865, cuando miles de cubanos emigraron a Florida para escapar de la opresión española.
Los lectores normalmente entretenían a los trabajadores leyendo en voz alta periódicos, con frecuencia de izquierdas, comprados por los sindicatos o por los propios trabajadores, que habían puesto un fondo común para ello. Pero no solo se leían periódicos sino también obras clásicas de la literatura, como libros de Tolstói o de Dickens. Había un comité que decidía lo que se leía.

Un lector lee un periódico a los trabajadores de una fábrica de cigarros, a princiopios del siglo XX.
El lector era elegido por los propios trabajadores, que aportaban entre 25 y 50 centavos de su salario semanal para pagarle el desempeño. Según lo bien que lo hicieran podían repetir en el puesto, así que más que leer dramatizaban, representaban literalmente las escenas en el pedestal instalado en el centro de la fábrica. Leían sin ningún aparato que amplificara la voz, por lo que tenían que proyectarla para que pudiera llegar a todos los trabajadores. En muchas ocasiones leían el texto escrito en inglés o en italiano y lo traducían sobre la marcha al español, que era el idioma que se hablaba en las fábricas.

Un lector lee un periódico a los trabajadores de una fábrica de cigarros en Key West, Florida, en 1930.
Los trabajadores no dudaban en expresar su contento o descontento según hubiera desempeñado el lector su función. Si disfrutaban de la lectura, golpeaban fuertemente con sus chavetas sobre las tablas de cortar en señal de aplausos.
A los dueños de las fábricas en principio no les importaba esta costumbre. Si acaso, se echaba a los lectores cuando consideraban que lo que estaba leyendo era demasiado radical. Cuando esto ocurría el trabajo se demoraba e incluso podían producirse huelgas.
Tras una serie de huelgas largas y a menudo violentas durante la década de 1920, sobre diferentes cuestiones como los sindicatos o el uso de máquinas en el proceso de fabricación de cigarros, los propietarios de las fábricas comenzaron a reemplazar a los lectores por radios. En 1931, en mitad de la Gran Depresión y después de que otra huelga terminara en una disminución de los salarios de los trabajadores, se acabó por erradicar la costumbre de leer en voz alta en las fábricas. Según los historiadores George Pozzetta y Gary Mormino, la sustitución de los lectores por radios supuso una «victoria simbólica del nuevo orden industrial sobre lo artesanal, que durante tanto tiempo había caracterizado a los tabaqueros».
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