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Los humanos somos muy nuestros. Y lo que nos rodea, también. Desde el momento en que pudimos agarrar algo con las dos manos y decir “mío” hemos transformado el planeta. Es el equivalente perruno a mear sobre el objeto, con la diferencia de que basta un papel para poseerlo y luego no huele a pis.

A menos que sea orina, que entonces sí que huele. Aunque el pis actualmente no tenga ningún valor y lo tiremos por la taza del váter, en la antigua Roma resultaba un bien interesante que se recogía en baños públicos. Podía usarse, por ejemplo, para curtir pieles. Así que Tito Flavio Vespasiano le puso un impuesto.

Como resultado, la gente empezó a mear en vasijas y a vender su propio pis por las calles tratando de no ser descubierto. Fue una de las primeras veces que un sistema económico transformaba al mundo. En este caso, de forma modesta y solo a la sociedad humana. Pero hay ejemplos para dar y tomar.

¿Cómo se cuantifica un bosque? Usando clavos

En La Piedra de Sísifo hemos cogido la máquina del tiempo y hemos viajado al auge comercial del siglo XVI. Ese que hizo expandirse enormemente a las ciudades. La madera se convirtió pronto en uno de los bienes más necesarios y preciados, y resultó necesario empezar a gestionar los bosques. Así fue como nació la Ciencia de Cámara en Sajonia (Prusia, ahora Alemania).

Estamos en uno de los momentos históricos más importantes porque es el siglo del nacimiento de buena parte de nuestras democracias. Así que había que hacer las cosas bien. Y “bien” significa “de un modo contable y transparente”. Por lo menos para los gobernadores locales era imprescindible gestionar la madera.

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La madera viene de los bosques. Cuando uno tala un árbol pude usarlo para calentar la casa o para construir muebles, dos demandas crecientes de aquel entonces. Así que a los científicos de cámara se les ocurrió dividir los bosques cercanos en veinte parcelas de tamaño similar.

Sabiendo que un árbol tardaba en crecer unos veinte años, cada año se talaba una parcela. Durante un tiempo esto funcionó, pero pronto la demanda hizo necesario otro tipo de estrategias. Así que se pintaron miles de clavos de una decena de colores que indicaban el grosor del árbol, y decenas de personas salieron a patear los bosques.

Cada árbol que veían sin marcar era medido, y se elegía el clavo que más se aproximase al diámetro. Una vez pateado todo el bosque solo había que reunir a todo el mundo y contar los clavos que sobraban de cada color. Una simple resta informaba a los científicos de cámara de cuántos árboles de cada tipo había.

De nuevo, esto funcionó durante un tiempo. Pero de nuevo la demanda aumentó y fueron necesarias nuevas técnicas. Alguien se preguntó “¿Y por qué no plantamos nosotros un bosque? Hay muchos árboles que no nos sirven y ocupan espacio”. De modo que los bosques se talaron del todo y se plantaron con la variedad óptima demandada en cada época.

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Si te gusta ir al bosque con tus hijos, ten en cuenta que a menos que vivas en el Amazonas, en algunas zonas de África central o la tundra siberiana, te encuentras en un bosque artificial. Los gobiernos los talaron para que saliesen las cuentas. Tal cual. Resultaba más fácil remodelar el mundo para adaptarlo a un sistema contable que hacerlo a la inversa.

A más ventanas y puertas, más impuestos

Y es que es más fácil cambiar el mundo que nuestra visión de él. Y para ejemplo, las ventanas y puertas que desaparecieron en el siglo XIX en Francia e Inglaterra dando lugar a graves problemas de insalubridad pública. Cuando uno vive hacinado en una finca con ventanas diminutas por la que no sale el humo ni se puede ventilar, tiende a enfermar. Más en el siglo en cuestión.

Ocurría que poco antes los contables de los gobiernos buscaban un modo de colocar el impuesto sobre la propiedad. Ahora tenemos herramientas como los satélites que nos informan con fidelidad, con error de centímetros, de las dimensiones de una finca. Pero antes había que medir las viviendas para conseguirlo.

La idea era que quien ocupase más área pagase más, algo coherente que seguimos manteniendo. El problema era que nadie dejaba pasar a las personas que medían las viviendas. Lo de los clavos era fácil porque los árboles no ponen pegas, pero cuando a los humanos nos quieren cobrar, lo ponemos difícil.

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Preocupados, los científicos de cámara dieron vueltas al asunto hasta lograr la solución. “¡Eureka! Contaremos puertas y ventanas”. Tenía cierta lógica que las casas más grandes tendrían más elementos al exterior, y tras varios cálculos de servilleta vieron que la solución se aproximaba lo suficiente. Salieron a medir y a poner impuestos.

Ocurrió que la siguiente tanda de viviendas se levantaba, bajo demanda popular, con una única puerta y apenas un par de ventanas. Y muchas de las ventanas existentes fueron tapiadas. Sin ventanas, no había impuestos. Tampoco ventilación.

De nuevo, el mundo cambió para que a los ciudadanos les saliesen las cuentas. Y vaya que si salieron: los contables sacaron sus lapiceros y los enterradores se forraron. Murieron tantas personas que hubo que buscar otros modos de cargar la propiedad.

Quiero que atiborre a mi hijo, por favor

Hemos visto cómo cambia un bosque para adaptarse a un sistema contable, y cómo varias poblaciones enfermaron para hacer lo propio. Lejos de ser un problema del pasado, en pleno siglo XX y XXI estas cosas siguen pasando. Que levante la mano quien no haga algo consultando la cartera.

El problema viene cuando empiezas a contar calorías. ¿Alguien sabe cómo se mide cuántas calorías tiene una manzana, un flan o un filete de pollo? Se utiliza una técnica llamada “calorimetría” que suena muy bien pero consiste en incinerar los alimentos y ver cuánta energía liberan. Es tan bruta como poco útil.

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Todavía hay muchos profesionales de la alimentación que siguen contando calorías pese a que resulta, como poco, absurdo. Para ejemplo, la dieta de la fotocopia de tu centro de salud, que nunca llegó a funcionar. La restricción calórica solo funciona bajo determinados supuestos concretos.

El incremento calórico, por contra, funciona siempre. Cuantas más calorías, más gordo estás. Durante mucho tiempo se pensó que los niños debían recibir un número mínimo de calorías (insisto, se miden incinerando el alimento) en lugar de medir cómo de nutritivo es este. Las cuentas salen solas.

¿Qué tiene más calorías, una manzana o un trozo de pizza? ¿Un pescado al horno o un helado? ¿Un cocido o un plato de macarrones? Los colegios más pobres terminaban dando la comida menos nutritiva porque esta era la que tenía más caloría por euro. Por fortuna, este método casi no se usa en la actualidad, pero seguramente te has criado con él.

La consecuencia es el pedazo de cuerpo que te cuelga por delante, justo encima del cinturón. Una vez más, la realidad se adaptó a un sistema contable, esta vez de calorías, que aún seguimos pagando con euros. A nivel de salud fue malo, pero económicamente ha sido un desastre. Malditos números.

 

La base de los ejemplos para este artículo han sido sacados de la introducción a la charla de César Hidalgo titulada ‘Monopolio de los datos, ¿Un nuevo poder?’.

Imágenes | Green Chameleon, Niilo Isotalo, Tyler Lastovich, Faith Enck, Jacob Kiesow

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