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La tribu de los Nin-Tuk, oriunda del archipiélago perdido de Ashalanin-Kup, siempre fue muy reservada. Parecían dedicarle un importante grado de atención a su vestimenta, maquillaje y piercings, aunque eran las personas menos expuestas de todo el mundo.

Lo hacían para ellos mismos.

Una costumbre que se había gestado por competir por el orgullo con tribus vecinas y ahuyentar rivales años atrás, terminó siendo algo propio que los definió a lo largo del tiempo. Sin embargo, una plaga había arrasado con prácticamente todos.

Una pareja se mantenía en su choza, la última pareja, impaciente y titubeante a la hora de maquillarse ya que ahora parecía ser una tradición de solo dos personas, mientras el tiempo que los rodeaba, hacia adelante y hacia atrás, no parecía poder acariciar el horizonte.

Nunca entendieron del todo qué fue lo que pasó, mientras los cementerios y rituales de entierro crecieron y proliferaron, como una maleza entre las chozas y zonas de recolección, cambiando por completo la estética de su asentamiento. Tiempo atrás uno de los líderes había partido hacia la sociedad moderna en busca de un antídoto o un curandero pero nunca había vuelto. A este lo había seguido su hijo semanas después, con la misma misión y con el mismo desenlace.

De repente entre las hojas caídas a la orilla el hombre escuchó pisadas.

Logró ver, mientras su mujer juntaba cangrejos en una gran canasta a unos metros suyo, a un individuo con ropas extrañas, desde su pequeño y silencioso barco de metal tocando una caja metálica. La misma hizo sonar un chasquido y una tenue luz pareció brillar por un instante.

Corrió hacia su mujer, poniéndose en el medio, mientras le hacía ademanes amenazadores y asustados al hombre del barco. A este por su parte, parecían sugerirle las personas a su espalda que no se baje. Mientras tanto, de la caja metálica que sonó, un pedazo de tela o papel pareció salir por arte de magia, y segundos después que el hombre lo agarrara y agitara tomó color. El aldeano vio desde la orilla a su mujer retratada en ese pequeño pedazo de papel bajo el resplandor del sol, mientras el barco continuaba su rumbo.

El corazón se le hundió por un instante. La agarró de la mano y la llevó a la aldea a las corridas para protegerla.

Pasaron un par de días y su mujer se debilitó. Ahora él, encargado de la recolección, la preparación del maquillaje y de los brebajes que le hacía tomar para que se mejore, no demoró mucho en aceptar su destino.

Estaba muerta.

La mañana siguiente fue la primera vez que se detuvo, a medio maquillaje y se puso a contemplar la naturaleza que lo rodeaba. Todo se le hizo claro: la causa de la plaga era el extraño hombre del barco metálico. Había sido él, el que a lo largo de las últimas semanas y meses, con su cubo metálico, había ido capturando las almas, una a una, de cada persona de la tribu.

Recuerdos de comentarios de avistamientos de personas extrañas en las orillas le vinieron a flote en la cabeza. Recuerdos del líder, emprendiendo viaje en su canoa, encontrándose con personas similares, a metros de salir de la orilla, también le volvieron, haciéndolo caer de rodillas en la arena y cerrar sus puños con fuerza.

Un recuerdo puntual parecía hervir en su cabeza; el movimiento que hacía el hombre con el pedazo de papel, guardándolo en una especie de mochila.

Tenía que encontrarla.

Con su maquillaje ahora en su máximo esplendor y su mujer enterrada, se llenó de provisiones y rompió la máxima tradición de su tribu: siempre tenía que quedar alguien cuidando todo. No demoró en darse cuenta que, a fin de cuentas, él era la tribu y nunca iba a quedar solo si su corazón hervía como lo hacía, mientras el sol y el sudor no parecían ser rivales algunos para las tintas que le cubrían todo el cuerpo.

Decidió ir río arriba, aventurándose entre la maleza y espesa jungla, para no mostrarse en la orilla.

Tres días y tres noches caminó casi sin pausa alguna, obviando el hecho de que ya había atravesado zonas completamente prohibidas y desconocidas.

El cuarto día, mientras el sol terminaba de desaparecer lo encontró en una especie de campamento. Sentado, de espaldas a él, mientras una luz que provenía de un tubo metálico colgante parecía mecerse sobre su cabeza, de la misma forma que la hamaca en la que estaba sentado hacía con su cuerpo. En una mesa de mimbre a su lado vio la caja metálica, y en sus manos un fajo grande de papeles. Sonidos distantes de conversaciones  no parecían intimidarlo.

No hubo intercambio de palabras. Le aplastó la cabeza de un golpe con una pequeña herramienta de piedra que usaban en su tribu similar a un mortero, la que se usaba para pulverizar los pigmentos del maquillaje. Un río único de sangre pareció chorrearle desde la cabellera hasta el lado derecho de su cuerpo, separándose en arroyos que avanzaban lentos, contando historias. Esas historias parecían querer contarse más rápido una vez que la cabeza se inclinó rendida hacia ese lado. Antes de llegar los ríos rojos a los papeles se los arrebató.

Empezó a pasar bajo sus ojos cada hoja de papel. Vio a personas extrañas, con ropas extrañas y lugares extraños. Los vio atrapados en torres de piedra, torres de un material transparente que parecía brillar, majestuosas entre los cielos y nubes. Torres de un material metálico como el del barco, iluminadas por luces demoniacas de noche que parecían ganarle a la luz de la luna, la cual ni se veía en sus cielos. Vio también animales reducidos a bromas de mal gusto, con ropas y peinados, desprovistos por completo de la fuerza de la jungla que una vez debían haber poseído y que en ese momento no parecía asomarse en ninguna parte de sus pequeños ojos o de sus recortadas garras. Parecía el trabajo de las tribus encoge-cabezas.

También observó a su mujer, su líder, sus vecinos, todos en distintas fotos, en distintos momentos, en las proximidades de la tribu, inadvertidos de su captor, atrapados por siempre en esa fina lámina.

En su cabeza se las había imaginado mucho más majestuosas o mágicas, pero las mismas eran más finas que una hoja de lechuga y más insipientes al tacto que la arena. ¿Cómo podía un material tan débil tener atrapadas a tantas almas?

De repente escuchó ruidos provenir de la cabaña y salió corriendo. Se puso los papeles en un morral y se adentró en la maleza.

Corrió toda la noche.

A la mañana siguiente se detuvo a la orilla. Tenía los labios entrecortados mientras los músculos de las piernas comenzaban a fallarle y un dolor de cabeza punzante parecía adueñarse de él. La disociación entre él y su tribu parecía crecer, haciendo un agujero más grande en su corazón ¿Cómo iba a poder visitarlos en el más allá si él no estaba capturado en esa dimensión? ¿Cómo iban a poder trascender, reencarnar juntos, si sus cuerpos no estaban en los mismos mundos, enterrados bajo la misma tierra?

Cayó casi muerto en la arena, y se puso a revolver las fotos que le quedaban. Se detuvo en la de su mujer. De repente un viento se las sopló de la débil mano y las tiró al agua.

Se zambulló sobre las mismas, pudiendo juntarlas de la mejor manera posible entre sus débiles chapoteos. Un extraño vínculo lo juntaba con esas fotos, como una corriente, arrimándolas una a una a sus manos.

Manoteó un grupo de fotos y notó cómo había una que no había alcanzado a ver. En la misma se veía a su mujer, recolectando cangrejos, con una gran sonrisa, mientras el parecía haber entrado de alguna forma en la foto, y también se le veía bien. Nunca la había visto sonreír así a su lado. Era una sonrisa de orgullo personal por lo que tenía, una sonrisa que no iba dirigida hacia él sino hacia todo el mundo que lo rodeaba a él. Una sonrisa que parecía mezclarse con la corriente que lo rodeaba en el agua, abrazándolo y acercándolo a la merecida orilla. Recolectó todas las demás fotos que pudo y una vez en la orilla, con sus últimas fuerzas enterró todas juntas.

En esa dimensión no parecían necesitar medicamentos, ni del buen o mal tiempo, ni siquiera de comida. Hasta su maquillaje parecía brillar por siempre. Se dio cuenta que nunca había abandonado a la tribu, todos sus amigos estaban ahí, como si nunca hubiera pasado nada. Ese pedazo de tierra ahora era suyo y no había tribu rival capaz de robarlo. Ahora eran inmortales.

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