El jardín
Tenía muchas ganas de contarle algo. Pospuse el momento para encontrar una situación ideal. Finalmente, empecé diciendo eso mismo, que tenía muchas ganas de contarle algo. Entonces, lo conté. Y fue extraño, me sentí desubicado, desajustado. No podía darme cuenta de si él estaba interesado; no sabía si yo mismo estaba interesado. Me vi, digamos, como haciendo un trámite.
Más tarde pensé que claro, que antes de contarle mi historia, yo ya se la había contado. Al menos, internamente, me había imaginado la situación y me había imaginado mis palabras y hasta había imaginado sus reacciones. Entonces, si ya le había contado, ¿para qué le estaba contando?
¿Para qué contamos? ¿Por qué contamos?
Juguemos un poco con algunas ideas. Digamos que al disponernos a narrar algo tenemos, por un lado, la experiencia misma del narrar, y por el otro, el material en sí, lo que contamos. También, si queremos verlo así, tenemos la decisión de haber elegido un material específico, algo que podemos pensar como un recorte del continuo de nuestras vidas. Esta decisión, la decisión del recorte, funda el acto narrativo; y tal vez, también, todo acto de creación –diría de creación artística, pero podemos quedarnos solo con creación.
Al narrar –al crear-, lo que sea, hacemos un recorte; y al recortar, ¿no estamos ya dando sentido? Tomemos la etimología de la palabra ficción –un posible significado etimológico de ficción sería: jardín modelado o rodeado por un círculo de piedras. Al recortar –al modelar, al rodear-, entonces, ya estamos creando ficción. La ficción como un perímetro. Si la ficción es un círculo de piedras, si la ficción es un jardín… ¿Qué nos trae la imagen del jardín? Por un lado, el jardín me hace pensar en un espacio “natural”, salvaje, y a la vez contenido. Por otro lado, me hace pensar en niños, y en juego. El jardín como una porción de vida contenida para el juego. ¿El jardín, la ficción, como un campo de juego?
Límites para jugar
Seleccionamos, incluimos y excluimos, dejamos material adentro y afuera, todo para… ¿Para qué? ¿Para qué le creamos marcos a la experiencia des-enmarcada del vivir? ¿Para qué, o por qué, creamos ficciones?
Harari nos cuenta, en su libro Sapiens, que el humano inventó el lenguaje simbólico, la ficción, para poder cooperar en grupos de más de 150 personas. De acuerdo a esta idea, las ficciones, las historias, los relatos, nos unen. Pensamos entonces las ficciones como acuerdos; acuerdos en cuanto a lo que se incluye, a lo que se excluye, a la organización interna de lo que se incluye y a la relación entre lo que queda dentro y lo de afuera. ¿Podemos, a una ficción, darle el título de identidad? Narrar como dar sentido -forma, identidad- a un acontecimiento indiferenciado. El acontecimiento se constituye -pasa de la indiferencia a la diferencia- en tanto es recortado, organizado, narrado.
Como animal simbólico, el ser humano puede ser pensado como una criatura creada para recortar, para producir ficciones –obras de arte.
Cuando narramos un acontecimiento, a su vez, el acontecimiento parece ya venir narrado. ¿Cómo es esto? Cada vez que contamos algo, a quien sea y por el medio que sea, operamos un recorte sobre la continuidad del mundo. Toda decisión es un recorte. Todo recorte, una ficción. Por lo tanto, toda decisión es la creación, o el modelado, de una ficción. Cuando decido contarte algo, más allá de que lo haga a consciencia o no, impongo un marco.
Ahora, cuando voy a contar algo, muchas veces me da la impresión de que ese algo ya está narrado. Pre-narrado. Como si nunca pudiéramos llegar a narrar las cosas por primera vez. Siempre parece ser, como mínimo, la segunda vez que algo se cuenta. ¿Es así? ¿Por qué? Pienso que hay un narrador, muy veloz, casi inconsciente, que siempre nos gana de mano. Tal vez lo pensamos inconsciente porque es muy veloz y no llegamos a verlo; inconsciente sería, en este caso, lo que va más rápido que nuestra capacidad de prestar atención.
Como animal mental, el ser humano parece no poder dejar de crear formas, sentidos; parece no poder vivir acontecimientos puros, libres de significado.
El acontecimiento puro -pre-narración-, si es que acaso existe, siempre parece perdido. Detrás del lenguaje, el mundo está perdido. Cuando las cosas suceden, la mente organiza, a una velocidad tremenda –una velocidad que llamamos inconsciente-, sus posibles significados; y así, cuando la mente consciente -más lenta- llega con pretensión de controlar, entender y explicar, se encuentra con que la materia prima ya viene pre-digerida. Entonces, si el acontecimiento ya viene narrado -digamos: significado-, pareciera ser que lo que nos queda, para el acontecimiento narrativo en sí, tal vez, no sea sino repetir, traducir, resignificar o destejer.
Si cuando te cuento algo ya te lo conté, no me queda más que hablar de mi relato.
Entonces, la pregunta del título -¿se puede contar algo por primera vez?- podría dar lugar a una pregunta más amplia: ¿se puede contar algo? ¿Podemos dar cuenta del mundo?
Si ya no podemos tejer, destejer
Volvamos al tema del acuerdo. Por un lado, los acuerdos nos sirven para sostener identidades. Identidades, historias, ficciones. Las historias, como dice Charles Eisenstein, tienen una especie de sistema inmune para sobrevivir. Las ficciones, las identidades, parecen querer sobrevivir. A toda costa. Las ficciones, los relatos, parecen buscar reafirmarse y evitar todo lo que les ponga en peligro.
Si la identidad busca mantenerse viva, idéntica, tal vez la poesía es lo que viene para desafiar su forma. Las ficciones, en este sentido, también pueden servir para desarmar acuerdos, para destejer acuerdos, identidades, historias; también, podemos pensar, contamos historias para destejer historia; historias para, en fin, desarmarnos.
Destejer, por su parte, sería deconstruir el acontecimiento narrado en tanto relato -tejido, texto-; destejer sería jugar con los sentidos que (ya) le dimos, o que le fueron dados, a un acontecimiento, a algo.
Pensemos, entonces, en una actividad creativa narrativa, poética, que, más que construir, deconstruye. ¿Para qué? Tal vez para liberar a la experiencia -la vida- de lo que creemos que significa.
Si el significado puede ser una cárcel, la poesía puede ser la liberación.
¿Por qué no estamos en éxtasis todo el tiempo? Tal vez, porque nos contamos cuentos, y más bien, porque nos los creemos; prácticamente todo el tiempo. Casi que todo el tiempo nos estamos contando algo, algo que posibilita, nutre, organiza y también, a su vez, constriñe la experiencia; para sobrevivir, para que la experiencia signifique solo una o dos cosas, y no todo, ponemos límites.
Ahora, el arte y la ficción y la narración en tanto poesía -o lenguaje poético- pueden servir a los fines de liberar a la vida y a su gente, aunque sea momentáneamente, del constreñimiento narrativo con el que operamos en el cotidiano -el constreñimiento con el que lo cotidiano se construye y sostiene. Tal vez, ese constreñimiento es nuestra forma de sobrevivir, protegernos, funcionar de determinada manera, producir formas, nidos, tribus, enfocar, pertenecer, intercambiar, comerciar, ser queridos…
Pensamos entonces en la idea de la poesía. No la poesía como forma, poema, sino como fuerza. La poesía, una narrativa poética, funciona al revés que una narrativa identitaria. Si esta última organiza, la primera hace lo contrario: desorganiza: la ficción, con su poder poético, puede desajustar los cuentos con los que se sostiene la maquinaria del sentido común y la vida cotidiana. La epifanía poética (entendida como el momento de estallido, de revelación, el orgasmo de la narración) libera la experiencia de sus significados: aunque sea por unos instantes, los acontecimientos dejan de significar algo y pasan a sólo significar. El verbo significar pierde su objeto y la vida sólo significa.
Si cuando queremos crear nuestros jardines nos encontramos con que los jardines ya fueron creados; si nos encontramos, al querer crear, con un catálogo de jardines prefabricados, tal vez el acto creativo, el acto poético, tenga que ver con la liberación. Con la deconstrucción. Hacer estallar los cuentos que nos venimos contando. Hacer estallar los ideales. Hacer estallar los jardines.
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