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Theophile Gautier, a quien Baudelaire dedicó Las flores del mal, dijo que «el arte es lo que mejor consuela de vivir». El arte, y por extensión la literatura. Ahora bien, solo hay que echar un vistazo a la historia de la literatura para comprobar que la palabra escrita fue de todo menos consuelo para muchos de los que decidieron dedicar su vida por completo a ella. No lo fue para Gérard de Nerval, para Hemingway, para Silvia Plath, para Cesare Pavese, para Stefan Zweig, para Mayakovsky, para Virginia Woolf o para David Foster Wallace, que forman parte de la larga lista de escritores que decidieron acabar con su vida. Y no parece que les fuera mucho mejor a otros como Dickens, Tolstói, Joyce, Faulkner, Fitzgerald o Dylan Thomas ‒Carlos Mayoral hace desfilar por Etílico una buena muestra de ello‒.
En el extremo opuesto a Gautier, escribió Franz Kafka: «Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo? […] Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros.» ¿Es posible, entonces, que haya algo en la literatura que haga que quienes entren en contacto con ella, escritores y lectores, sean más vulnerables a la infelicidad? ¿Podría ser que la literatura no solo no fuera ese consuelo que nos ayudara a vivir sino que incluso hiciera las cosas más difíciles?
Cualquier generalización es, por supuesto, reduccionista, pero supongamos que las narraciones literarias, sobre todo las modernas, se centran sobre todo en la lucha del individuo en busca de la estabilidad, contra un mundo que le es hostil. Nadie dice que la historia no pueda tener un final feliz, aunque reconozcamos que no están tan bien vistos en las esferas de la alta literatura. A veces puede ocurrir que la narración quede inconclusa, para que sea el propio lector el que se encargue de rellenar los puntos suspensivos, o que o que termine con un giro irónico o con un nuevo comienzo.
En cualquier caso, la experiencia literaria en no pocas ocasiones está protagonizada por el patetismo de una batalla desigual, del desengaño, del endurecimiento a base de palos. La literatura se convierte en esos casos en una píldora amarga, adornada con una narración tan bien construida que la tomamos con deleite. Existe una suerte de satisfacción por ver lo desesperado de la condición humana brillantemente disecada. Y puede ocurrir que cuanto más brillantemente pesimista tanto más estimulante la experiencia lectora; cuanto mayor es el sentido de la catástrofe, más noble, profundo y grandioso el escritor que lo expresa. Nos consolamos en el estilo, pero el contenido huele a derrota.
Gran parte de la literatura que leemos es una forma de exaltación del yo. Más que un género específico, las novelas de aprendizaje o Bildungsroman son los cimientos sobre los que se ha levantado la novela moderna. Asistimos a la autoformación del personaje, narrándose a sí mismo, y una vez adulto lo contemplamos frente al mundo, en mitad del conflicto, tratando de mantener su integridad. Cuando no lo consigue esto se interpreta como un fracaso. En ese sentido, la visión a ratos catastrófica a ratos consoladora, esa que nos induce a la catarsis, es la forma más efectiva de exaltar el yo. Es el placer masoquista de detenerse a contemplar su adversidades, su propia ruina, de manera íntima y minuciosa, incluso exagerando si es posible, para persuadir de que sin ningún atisbo de duda el daño es extremo, irreparable, interminable, irremediable. De esta forma, la tragedia personal queda completa y perfecta.
¿Sentimos placer al pensar en la caída? No es por simple morbo. Según Aristóteles, al ver la tragedia proyectada sobre unos personajes, el lector se redime observando el castigo merecido e inevitable sin experimentarlo él mismo. Es como si se llenara de sus pasiones pero sin caer en sus efectos. Más allá de eso, lo que nos dice la literatura moderna del yo personaje es lo que nos descubre sobre el yo lector. Leemos para entendernos mejor a nosotros mismos a través de los personajes. Para arrancarnos los velos, para descubrirnos, en mitad de lo que puede ser uno de los momentos más íntimos. Es por eso que la literatura es útil aunque no nos consuele de la vida. Aunque sea más un desconsuelo. Aunque Gautier se consolara con ella, era consciente de que la literatura era superflua y, por tanto, inútil. Es por eso que escribió: «Nada de lo que es bello es indispensable para la vida. Si se suprimieran las flores, el mundo no sufriría materialmente; y no obstante, ¿quién querría que no hubiera más flores?»
[…] pequeñas farsas nos ayudan a soportar la vida, nos consuelan de ella. Es lo que hacen las historias y la literatura. Y no es […]