Corría el año 1978, por entonces había muchas salas destinadas al arte y ensayo. El fin de la censura impulsaba una corriente de imágenes y secuencias prohibidas en este país. Fue cuando presencié mi primera película de Bertolucci, llamada Noveccento. Una epopeya italiana de profundo carácter ideológico. En una España donde estrenábamos constitución y aún andábamos muy verdes para esto de asimilar con cierta coherencia los grandes movimientos políticos que llegaban.

Proyectaron la película dividida en dos partes, la primera de ella me cautivó al instante, la fotografía estilista y persuasiva a más no poder de Vittorio Storaro. Cuyo secreto según dicen es imitar la teoría psicológica de los colores de Goethe. La inmensa banda sonora de Ennio Morricone y algunos gigantes que llenaban la pantalla por sí solos, como los jovencísimos Robert de Niro,  Gérard Depardieu y Burt Lancaster, en una de sus últimas actuaciones destacadas. Escenas como la comida campesina en la hacienda, nombres tan sonoros como Olmo Dalcó quedaran de por siempre asociados poéticamente a mí memoria.

Antes había sonado a rabiar la película más prohibida y controvertida de todos los tiempos, me refiero a El último tango en París. Escuché hablar de ella a los mayores, cuando no debía de pasar de los doce años de edad. Los oía ensimismado sin intervenir, reconociendo que dicha conversación no se me pasó por alto: —«Esa película no la vemos en España, lo menos hasta el año 2000».

Se estrenó en diciembre de 1977 y entre una cosa y otra, tardé bastante en visionarla. Fue en el desaparecido cine San Vicente de Sevilla, sala dedicada al arte y ensayo. Afición que perduró en mí, hasta la proyección de Gritos y Susurros de Bergman, donde ya no pude soportar más la soporífera lentitud de algunos de los “grandes” y me pasé a un cine más comercial.

De El último tango en París me quedo con la desesperación de los personajes, con ese grito de angustia que me hizo salir del cine apesadumbrado. La fotografía volvía a ser de Victorio Storaro, quedándome con la definición que hizo para la película el crítico de cine Pauline Kael en la revista The New Yorker:

«Los colores de esta película son los de la última hora de la tarde: naranja, beige, marrón y rosa. El rosa de la carne desangrada, el rosa cadáver. Están tan delicadamente modulados… que el romance y la putrefacción son la misma cosa».

Seguidamente presencié La luna, un film cargado de simbología freudiana y demasiado profundo para mi edad, quedándome con algunas escenas sueltas y poco más.

Llegó su gran triunfo con el Último emperador, que recuerdo se me hizo larguísima, además del sofoco soportado por un cine abarrotado de gente en el día de su estreno. Bertolucci se pasaba a la fascinación por lo oriental. Las imágenes del pequeño en el interior de la ciudad prohibida suponía el plato fuerte del film con cuidadas escenas que rayaban la exquisitez y la más absoluta elegancia. Nueve Oscars, nada más y nada menos, por lo que la alfombra roja se rendía definitivamente a los pies del maestro italiano.

Luego llegó El cielo protector con la adaptación de una novela de Paul Bowles. Decepcionante film, del que esperábamos mucho más, a pesar de tener sus momentos. Película intermitente, confusa y bastante tediosa.

Volvió el maestro al más puro cine norteamericano, aprovechando la corriente tibetana que nos inundaba por entonces. La rencarnación de Lama Yeshe en el niño llamado Osel, nacido en la alpujarra granadina. Ofreció la posibilidad a Bertulocci para escribir un guión a su medida. Por lo que el maestro volvía con toda su artillería de las grandes epopeyas, esta vez enfrentándose a la tan de moda filosofía budista. Se rodeó de grandes personalidades del mundo tibetano, incluso Sogyal Rinpoche autor del gran bestseller llamado El libro tibetano de la vida y de la muerte protagonizaba unos minutos en los inicios de la película. Film entretenido, algo infantil quizás y mucho menos retorcido que anteriores producciones. Con bellos pasajes como la iluminación de Buda, en los que intentaba acercar al espectador al seductor mundo tibetano. Con Keanu Reeves como protagonista principal y resaltando por encima de todos, un más que conseguido personaje llamado Lama Norbu e interpretado por Ruocheng Ying.

Luego Bertolucci regresó a sus orígenes, Italia y la hermosa Toscana con el film Belleza robada. Película de muchas menos pretensiones, donde se inspira cierta serenidad y sutileza por todos lados. Un mundo feliz que nos recuerda a ciertos olimpos y edenes lejanos. Referencias constantes a una novela de Nobocov llamada Lolita; donde curiosamente repite papel Jeremy Irons, protagonista de ambas películas y levantando con ello cierta suspicacia.

Concluyo con Soñadores ya en el 2003 y la evocación de mayo del 68. Libertad y la búsqueda de inquietudes, aflorando de nuevo la añoranza por una juventud que se nos fue y la nostalgia por un tiempo cargado de inconformismo. Volvíamos a coincidir en todo, alineándose Bertolucci con un amplio colectivo que comenzábamos a echar de menos aquellos instantes de cambios y atrevimientos.

Si miramos su obra en conjunto, vemos que toda ella no ha sido más que una respuesta generacional, eso sí, filmándola y describiéndola de la manera más hermosa posible.

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