«Si quieres despertar a toda la humanidad, entonces debes despertar la totalidad de tu propio ser. Si deseas eliminar el sufrimiento en el mundo, entonces acepta todo lo que es oscuro y negativo en ti mismo. Porque en verdad el regalo más grande para compartir es: tu propia transformación.»
EL PRINCIPIO
Imaginaos un árbol. Uno viejo y grande. Uno que ha vivido más de 4.000 años y sigue ahí: quieto, tranquilo, majestuoso y frágil. Un árbol no hace daño a nadie, simplemente crece y evoluciona buscando la luz. La vida tiene muchas ramas, que nos llevan a otras más pequeñitas, y se bifurcan hasta llegar al final de cada una de ellas. Las ramas tienen hojas y frutos, y en primavera esporas que surcan mecidas por el viento muchos kilómetros hasta parar en el lugar exacto en dónde ha de nacer un nuevo arbolito. Los árboles son bonitos: en primavera despiertan del letargo y la savia recorre por sus entrañas para florecer de nuevo, y en otoño se visten de colores para preparar su vuelta a la tierra, alimentándola. Los árboles son muy sabios. Me gustan los árboles, y me gusta la vida.
Pero lo que quiero contaros en estas páginas no es la historia de un árbol. Tal vez simplemente sea un pedacito de mi, que distraído o despierto, siguió su camino incierto, separándose del tronco, bifurcando sus ramas, intuyendo hacia dónde continuar la marcha, quizás, no lo sé, en busca de algo que aún no conocía.
Y es que en el pasado verano, mientras caminaba solo y tranquilo, con la mirada perdida y sin pensar en nada, en el páramo que discurre hacia Astorga, con mi mochila de peregrino a cuestas, el sombrero de hala ancha y las zapatillas desgastadas, justo aquél 2 de agosto, un tipo me señaló con el dedo, a cierta distancia, pero suficiente como para escucharle alto y claro: Atento a lo que no se ve con los ojos.
En ese preciso instante comenzó todo, y todo cambió en mi vida cobrando un nuevo significado.
EL CAMINO
Aún de noche estrenamos los paraguas porque, a pesar de ser agosto, llovía como si fuera a acabarse el mundo. En todo el viaje no callé ni un minuto: como Santi era nuevo en esto de peregrinar, le fui contando lo imprescindible. El pobre tuvo que aguantarme hasta la parada para el café en Burgos. Allí hicimos de turistas; foto con la catedral de fondo incluida. El resto del viaje hasta León fue muy largo, por una carretera secundaria que pasaba por todos los pueblitos del camino: Castrojeríz, Frómista, Carrión de los Condes, Sahagún,… Entre estos dos últimos lugares montaron en el autobús varios peregrinos, probablemente perezosos, que no querían caminar por el terreno desolado de Tierra de Campos, que curiosamente es mi trozo preferido de todos los tramos que he hecho; pero eso no dice mucho, porque tengo el gusto algo extraviado.
Una vez en el albergue de León, saludé al responsable, que ya lo conocía de otro trocito que hice meses antes, y en el que terminé el viaje en ese mismo albergue. Ahora lo empezaba acompañado, desde el mismo sitio. La idea inicial era salir desde nuestras respectivas casas, por allí, cerca de Bilbao, e ir por toda la costa hasta donde nos diese tiempo, porque al ser el mes de agosto, me daba un poco de miedo ir por el interior y sufrir innecesariamente por el calor del estío; pero al terminar el otro tramo de mayo en León, el corazón me pedía seguir desde allí y terminar una vez más en Santiago de Compostela, ¡por 5ª vez! Así que cambiamos de idea: y no pudo ser mejor.
Después de sestear un rato nos fuimos a hacer la clásica ronda de vinos y tapas por León. Santi me llevó a un par de sitios que él conocía, y que por algo tenían fama, y es que con un par de vinos ya casi habíamos cenado con todo lo que nos servían como acompañamiento. Ya aquel rato, mirando a las chavalitas que por allí estaban, se fraguó nuestro saludo de guerra, apoyándonos, Santi y yo, cada uno en el hombro del otro y gruñendo como dos perritos a su presa al ver a chicas guapas; que una vez pasados los vinos, vinos y vinos, cada vez había en mayor cantidad… Y como de costumbre terminamos bastante tocados y un poco tarde para considerarnos peregrinos de bien, (algo que jamás me ha importado, y es que hay tantas formas de hacer el camino como culos de peregrinos: cada uno tiene su estilo; y a mí el mío me encanta), además de con alguna copa y uno que otro chupito de más.
A la mañana siguiente nos levantamos a unas horas indignas para caminar, pero no demasiado tarde teniendo en cuenta el estado en el que nos acostamos. Recuerdo, más o menos, la conversación que tuvimos en la puerta del albergue, con Alfonso, el hospitalero, fumando los primeros cigarros de antes de comenzar a caminar:
–Buenos días –nos dijo Alfonso a la mañana, mientras pasaba la escoba–. ¿Qué tal se os dio la noche? ¿Llegasteis muy tarde o qué?
–Lo normal –le dije yo–: media docena de vinos, un mojito, 2 o 3 cubatas y algún chupito; y ya de vuelta, el cigarrito de antes de dormir.
–No está mal, no,… –con expresión de escandalizado–. Tampoco es tan tarde –miró el reloj.
–Bueno; hoy no tenemos mucha prisa, haremos el calentamiento hasta San Martín, 26km o así; si salimos a las 12, tampoco será demasiado tarde –yo siempre optimista–. Además, según van pasando los kilómetros vamos quemando la gasolina de ayer, y de vez en cuando, haces así –e hice el gesto de olerme el sobaco–, y vas notando, en el mismo orden que te lo metes: ¡Hostia, ya está saliendo el gin-tonic! ¡Anda, ya solo queda otro chupito de tequila! ¡Hombre, el mojito, que ya ni me acordaba!
Allí, a la puerta del albergue, nos echamos las primeras risas del día; como más nos gusta, riéndonos de nosotros mismos. Y nos hicimos la primera foto, ya disfrazados de peregrinos blancuzcos, con algo de barriga y cara de sueño; y emprendimos la marcha, a ritmo cansino, con un cigarro más en la boca.
Pasada la catedral y empezando a salir de la ciudad, paramos a desayunar en un bar, en la misma plaza en la que la noche anterior no entraba ni un alfiler, y que por la mañana estaba completamente desierta. Yo me senté al sol y Santi a la sombra; y allí pasamos más de media hora, meditando si arrancar o quedarnos a vivir para siempre en aquellas sillas.
No recuerdo mucho de aquel día, la verdad, supongo que fue un día de los de caminar, a 5km por hora, así que unas 6 o 7 horas de pateo, más alguna cerveza y algo para comer, y así, sin mucho que contar, pasando algo de calor, y sudando a gusto, llegamos al pueblo que teníamos previsto, ya por la tarde, y no demasiado cansados. Recuerdo que hice una pequeña ronda de reconocimiento y rehidratación, porque solo había 2 bares; y fue fácil decidir en cuál íbamos a cenar, porque uno daba cenas y el otro no. En el jardín del albergue fumé el cigarrito de costumbre. Los llevaba ya liados y en una caja de metal, porque soy muy torpe y no he acabado de aprender a hacerlos. Creo que eran 22; que calculé a uno y medio por día hasta el final: pero se me acabaron antes de lo previsto.
∞
El 2 de agosto fue un día especial, aunque yo no lo supe hasta varios días después; y no supe el por qué hasta semanas más tarde; tal vez meses.
El caso es que me levanté como todos los días tosiendo como un demonio y escupiendo flemas con vida propia, de un color sospechoso, así como envueltas en escoria negra de altos hornos; escupitajos de esos que cuando caen en una superficie lisa, como una baldosa, dan dos o tres botecitos, como si fueran pelotas de goma.
Era otro día de cielo azul y sol. Me fumé un par de cigarros mientras esperaba a Santi en un rinconcito del jardín del albergue, en el que ya empezaba a pegar tímidamente el sol. Estuve viendo pasar a peregrinos más madrugadores que nosotros, que venían de alguno de los albergues privados del inicio del pueblo. Hacía frío mañanero, y empezamos a entrar en calor caminando por la senda paralela a la carretera.
–Santi: cuando lleguemos al pueblo siguiente, que no recuerdo cómo se llama, pero es el que tiene un puente muy chulo; así de piedra y muy largo, con el piso de adoquines –Santi atendía mi verborrea estoicamente, y tal vez soñando con un café–; porque recuerdo cuando pasé la otra vez, que una señora con el carrito de la compra, de esos de dos ruedas, iba cruzándolo y se le quedaba atascado a cada paso. Pues allí, desayunamos en el bar de la izquierda, cruzando el puente… Sí, ya sé, Hospital de Órbigo se llama, sí. Pues a la izquierda en el bar, desayunamos, y luego tú te vas para la izquierda y yo para el otro lado, porque hay una bifurcación.
–¿Ya me quieres dejar tirado? –me espetó Santi con sonrisa burlona.
–Sí, ya no te soporto más, que quiero ir solo. Mira, así te fijas en las flechas amarillas, porque si vas conmigo no tienes que ir muy atento, porque te fías de que yo no me pierda. Así entrenas un poco la vista. Es que la otra vez fui por un lado y esta quiero ir por el otro, y a ti te mando por donde fui yo, que creo es el trozo más largo, pero parecido.
–Me parece correcto.
El puente este no sé como de viejo es ni qué historia tiene, pero está claro que era cosa de los romanos para cruzar el río; y la verdad que es un puente impresionante. Ahora el río solo ocupa una octava parte del puente o así, pero supongo que cuando lo hicieron era porque el agua iba de lado a lado.
Así hicimos: desayunamos en el mirador, con vistas al puente, y nos hicimos unas fotos para dar envidia y decirles a nuestra gente que andábamos de peregrinación y todo eso. Al final del pueblo, yo tiré hacia la derecha y Santi de frente.
–Bueno tú, vete a tomar por el culo por ahí –señale su dirección.
–¿Nos vemos en Astorga para comer no?
–Sí, yo creo que llegaremos más o menos a la vez: para las 2 o así.
–Venga tú, luego nos vemos.
En un rato llegué a un pueblo, pero era pronto para hacer una nueva parada, así que seguí y aceleré el ritmo: tenía ganas de sudar. Fui un poco detrás de otros peregrinos, más veteranos que yo y bastante lentos, hasta que pude adelantarlos en una subida. Después en la bajada adelanté a otra pareja y a otro que iba detrás de una chica, y me quedé allí, porque iba a buen ritmo, más o menos como yo. Cruzamos otro pueblo y en una subida me puse a su altura; pero como vi que se paraba, continué. Hay gente muy antipática en todas partes, y el mundillo de los peregrinos no es una excepción. Aunque es cierto que eso de ir diciendo a todo el mundo lo de ¡Buen camino!, me parece una costumbre estúpida que se ha puesto de moda, por eso yo digo Hola, y ya está, que lo entienden en todos los idiomas. Pero esta tipa, se paró, le dije Hola, y ni me contestó. Entonces seguí un poco más rápido, para arriba un poco y otro poco para abajo, entre unos arbolitos bajos, hasta, por fin, llegar al páramo; que es un tramo llano y recto en el que al final se ve Astorga a lo lejos.
Aquí iba yo, tranquilo, solo, a paso ligero, sin pensar en nada, cuando me acerqué a un puesto junto al camino. La primera vez que pasé por allí, tres años atrás, tampoco me paré: era un tenderete con comidas y bebidas y adornos y señales esotéricas y espirituales, que no me interesaban en absoluto. Esta vez no era distinto; pero aún así fue especial… Caminaba por la parte derecha de la senda, y unos pocos metros antes de llegar al puesto, de un edificio a medio construir, salió un tipo: iba sin camiseta y llevaba un colchón agarrado del brazo con una mano. Sin pararse de caminar hacia mi dirección, desde lejos, me señaló con el dedo y dijo: ¡Atento a lo que no se ve! Estas palabras me sorprendieron, porque fue lo único que me dijo: nada más. Y le saludé con la mano.
Continué por el páramo, adelantando a grupitos de peregrinos que iban muy despacio, o tal vez yo iba demasiado rápido, como si tuviera que llegar pronto a algún lado, pero a la vez disfrutando de aquellos pasos, sin ganas de llegar realmente a ningún sitio. Y comencé a pensar: Atento a lo que no se ve. Era evidente que este tipo había leído uno de mis libros favoritos: El principito. Yo conocía lo que le dijo el zorro que quería ser domesticado al pequeño príncipe: Lo esencial es invisible a los ojos; solo se ve bien con el corazón. Entonces juzgué, ignorantemente, a aquel tipo con pinta de hippy, y resté importancia al comentario, que supuse, lo diría como cebo para despertar el interés de los peregrinos para que parasen a consumir en su negocio.
Llegué al final del trayecto, y junto a un señor que tocaba la guitarra en la bajada siguiente pidiendo unas monedas, ya se veía Astorga al fondo. En menos de una hora llegué, y entré por el lado contrario a las flechas, para subir unas escaleras y plantarme en el centro de la plaza del pueblo. Allí me metí en uno de los bares y saqué una tapa y una cerveza con limón, que acompañé en la terraza con un cigarro; y llamé a Santi, para ver por dónde estaba.
–¿Qué hay majo? –le dije, al otro lado del teléfono.
–¿Estas en Astorga?
–Sí. Acabo de llegar ahora mismo y estoy tomando una caña en la plaza esta con las terrazas enfrente de lo que creo es el ayuntamiento.
–Vale; creo que ya sé dónde dices. Ahora voy, que estoy cruzando el parque de la entrada y llego en nada.
–Bien. Te espero en una terraza, según entras a la plaza a la izquierda.
La idea inicial era comer un cocido maragato en este pueblo, que es algo típico de la zona; pero teniendo en cuenta que hacía calor y un sol de justicia y queríamos continuar caminando otro rato por la tarde, la idea se nos antojó algo descabellada. Le expliqué a Santi la historia que leí la otra vez que pasé por Astorga sobre el cocido este. El tema es que en alguna guerra, los soldados tenían que estar siempre preparados para salir a combatir en cualquier momento, y entonces se comían el cocido de la siguiente forma: de primero la carne, chorizo, morcilla, panceta y demás; luego los garbanzos; y para terminar la sopa. De esa forma, si a mitad de comer les tocaba correr a combatir, era mejor llevar la tripa llena de carne, que de sopa.
Cruzamos el pueblo de un lado a otro: tomamos cervezas y tapas variadas, visitando alguna tasca conocida, parando enfrente de una farmacia (que al parecer es de las más antiguas de España), sacando fotos a un edificio construido por Gaudí, rodeando la catedral, y parando, ya casi a la salida del pueblo a tomar un café y fumarme un puro. Solo conozco una forma de hacer las cosas: bien hechas. Y para mi, aquel día lo que pedía era precisamente lo que acabo de narrar.
A la salida del pueblo tuvimos una charla interesante. Parece que Santi estaba inspirado; y es que la gente que tiene cosas buenas dentro, en el camino las saca espontáneamente. Y Santi es un gran tipo, del que aprendí mucho aquellos días. Estábamos hablando de sueños por cumplir, proyectos futuros, fracasos pasados y de lo que importa: la vida. Él me contó la historia del fundador de un par de empresas de éxito: una de comida rápida primero, y a su venta, otro pelotazo de negocio, de telefonía o móviles. Santi me dijo la frase que quedará para el recuerdo de aquel hombre:
–Fija tu objetivo en las estrellas, y entonces alcanzarás la luna.
–Me gusta. Yo tengo otra parecida, que dice: Con la mirada en las estrellas, y los pies en la tierra.
–A ver qué te parece esta otra: Los sueños al principio son imposibles. Cuando te pones a trabajar en ello, parecen improbables. Pero si sigues, sigues, y sigues, al final, ¡son inevitables!
–Esta sí que es buena Santi. Sí señor.
Y así, en entretenida conversación continuamos un par de horas seguidas. Paramos a beber en un albergue a la salida del siguiente pueblo, y Santi aprovechó para verlo por dentro, y hacerse una nueva idea de los sitios para dormir en el viaje. Luego continuamos otro rato. A la entrada del siguiente poblado charlamos con un jubilado sentado a la sombra de un arbusto, que nos dijo que el 2º bar a la izquierda era suyo, y lo regentaba su hija. Le dije que pararíamos allí a tomar algo, pero que esta vez, la noche la haríamos más adelante.
Al llegar, nos encontramos con un hombre que habíamos conocido en el autobús que nos llevó a León. Él hacía fin de etapa allí. Y no le volvimos a ver más. Después paramos a la sombra, en la terraza del sitio donde nos habíamos comprometido con el jubilado, que seguramente hacía de vendedor de su negocio al paso de los peregrinos. Allí Santi me contó cosas de su pasado que aún no había sido capaz de dejar atrás del todo: detalles relacionados con los últimos tiempos de su padre, una visita que hicieron para asistir al funeral de su tío, la relación con sus hermanos, y cosas de esas.
–Cuando fuimos al funeral de mi tío, mi padre ya estaba bastante tocado; pero cuando se enteró de la muerte de su hermano, me dijo: Hijo: tenemos que ir. Y cogimos un avión, y al llegar, fuimos en taxi a un hospital, para pedir una silla de ruedas para mi padre, porque estaba ya muy débil, y no podía caminar. Pero por mierdas de burocracia y cosas de esas, en el hospital no nos quisieron dar una silla. Y la suerte quiso que una chica que oyó la conversación, fuera a su casa para dejarnos la silla de ruedas de su abuela; que no la iba a necesitar en un par de días. Después, ya antes de coger el avión de vuelta, la dejamos en el hotel; porque la chica aquella se empeñó en que no nos preocupásemos, que ya pasaba ella a recogerla.
–Hay gente buena en todas partes.
Dejé a Santi allí charlando con unos alemanes que estaban haciendo el camino en auto-caravana. Eran ya mayores, y el señor hizo unos años atrás el camino francés, y quería recorrerlo de nuevo para enseñárselo a su esposa, y contarle por los sitios que había pasado y lo feliz que había sido esforzándose a cada paso. A mí no me apetecía escuchar chácharas de ese tipo. Quería estar solo; así que continué y quedé con mi compañero en que en el próximo pueblo pararíamos a dormir.
En este tramo me acordé de la peregrina que unos meses antes había sido secuestrada y asesinada. Era un tramo en ligera ascensión, recto, paralelo a una carretera vieja que prácticamente no se utilizaba, y con matorrales altos en los que cualquiera que no quiere ser visto, puede fácilmente esconderse. Estos pensamientos de nuevo me llevaron a la frase de horas atrás: Atento a lo que no se ve. No creo que el hippy del páramo me lo hubiera dicho como advertencia pensando en la peregrina; estoy seguro que simplemente me lo dijo como reclamo para gansos; pero de cualquiera de las maneras, dejé de pensar en ello.
Por allí me crucé con un peregrino que venía en dirección contraria, acompañado de un burro que transportaba sus cosas. Es poco habitual encontrarse con gente que vuelve desde Santiago; pero realmente me parece la forma lógica de hacer un peregrinaje: ir desde casa, y volver a casa.
Y no vi a nadie más en todo el rato.
Y entonces empecé a pensar después de haber estado un largo trecho sin hacerlo: me gusta hacer el camino, y me gusta viajar solo. Es una forma muy práctica de tomarse un respiro de la rutina que atenaza los sueños, para así poder reflexionar de hacia adonde queremos continuar; me sirve para echar la vista atrás y hacer las paces con mis recuerdos; es como llevar en la cabeza cada cosa que me preocupa, cada cabo suelto, como si estuvieran escritos en papelitos pequeños, todos juntos y revueltos, dentro: y de forma inconsciente, simplemente centrándose en seguir dando el siguiente paso, es como si sacara todos esos papelitos con problemas, dudas, preguntas, fracasos, decepciones, decisiones pendientes… y cualquier cosa que se os ocurra que no deja ver con claridad, y que pesa en la mochila de la vida; y de repente, los tiro todos al suelo, y me quedo quieto, y el viento se lleva los que no son importantes, y me doy cuenta, de los cientos de papelitos que estaban estorbándose unos a otros dentro de mi cabeza. Los verdaderamente importantes son esos cuatro que no se ha llevado el viento. ¡Cuatro nada más! Y lo más gracioso de todo, es que de esas pocas cosas importantes que tengo que encarar, tomando decisiones, milagrosamente, las soluciones se convierten en fáciles y simples. Y es que la vida es muy simple, pero lo complicado es ser simple.
Tanto pensar me dio sed, y como Santi no llegaba, me tomé como 3 o 4 cervezas en el bar de la entrada del pueblo, que por otro lado era el único que estaba abierto. Antes de eso me paré a hacerme una foto junto al cartel de aquel lugar, porque me hizo gracia que se llamara El ganso. Justo después, en un panel con el plano del pueblo, vi la pegatina que llevaba viendo en todos y cada uno de los caminos que había recorrido: se trataba de El gran caminante. La historia de este hombre, aunque trágica, no deja de parecerme bonita: porque si algo es importante en la vida, dure lo que dure esta, es la satisfacción de haber terminado un objetivo: haber cumplido un sueño. El gran caminante es un libro, escrito por un peregrino, del que oí hablar una vez, y que entonces compré y leí. Es un buen libro. En el proceso de compra del libro, no acababa de llegarme por correo, así que se lo reclamé al que me lo tenía que enviar: se trataba del padre del escritor, del mismo nombre. Entonces me informé un poco de la historia del autor. Era un caminante, que seguramente disfrutaba tanto como yo cada vez que se ponía en marcha en una nueva aventura, un nuevo viaje; y quiso escribir su experiencia. Y lo hizo. Mientras escribía el libro, le diagnosticaron ELA (esclerosis lateral amiotrófica). Y la cosa no fue bien, porque la enfermedad le postró en la cama, sin poder mover más que los ojos. Tuvo que terminar el libro con la tecnología esa que permite escribir, letra a letra, con la mirada; y no me cabe duda, que siguiendo el dictado del corazón. Terminó el libro que quiso escribir, desde su casa en el País Vasco, hasta Finisterre. Y tres días después murió.
Tres cañas después llegó Santi al bar en donde yo le esperaba:
–¿Qué? ¡te veo bien! –me dijo.
–Sí, ya llevo unas pocas… ¿Qué quieres?
–No, ahora no quiero nada. Sabes, he ido de puta madre este rato: me he puesto la música, y he venido escuchando una canción que me gusta, y cantando, y bailando. ¡Me ha encantado!
Santi ya casi estaba en el camino.
Buscamos el albergue y la tienda para comprar la cena, porque allí no había mucho más. Era un pueblo pequeño e iba a ser imposible encontrar un sitio donde cenar. Compramos pan, queso, embutido y una botella de vino tinto, que a mí me pareció poco líquido para tanto sudor vertido. Quedé con la señora de la tienda en ir a las 8 de la mañana a desayunar unos huevos fritos y panceta. Repito: solo sé una forma de hacer las cosas.
Después de ducharme estuve preparando la mochila y organizando un poco las cosas para la mañana siguiente no tener que estar tanteando a oscuras en la habitación. Estuve charlando con dos peregrinas y un hombre que iban juntos: me parecieron de lo más insoportables y quejicas. Me cuesta mucho aguantar a la gente que solo ve las cosas malas de todo, que se quejan de lo que han decidido ellos mismos, que se preocupan por lo que van a hacer mañana. Me agota la gente así.
Así que ya anochecido, cuando todos los demás peregrinos estaban en las literas, nos dispusimos a cenar, y charlar:
–He estado hablando un poco con los que estaban en la mesa de la cocina. Hay una chica de gafas que es interesante –comenzó Santi–. Creo que me ha dicho que es brasileña.
–Yo he estado hablando con los 3 de nuestra habitación, y son unos pedorros. Pero por aquí he visto a un par de tías que están muy buenas: una alta, de pelo corto y rubia.
–Ah, sí, ya me he fijado –sonreímos los dos.
–¿Qué tal el día 2? Ya mañana, si me rompo el tobillo o lo que sea y no puedo seguir, no me queda más que explicarte.
–¡No jodas!
–Es una forma de hablar, hombre: sería la primera vez que me tengo que retirar, y eso no entra en mis planes.
–Pues muy bien: no voy cansado y no me duele nada, así que todo perfecto. Y el rato ese que has tirado para adelante, he ido con los cascos puestos escuchando música, y muy bien.
–La primera vez, que empecé desde Roncesvalles, estaba acojonado, porque no sabía qué era esto del camino, y me encontré en la litera con un tipo, que me dio los primeros consejos. Me dijo: Camina como un viejo, y llegarás como joven y No pienses, solo camina.
–Pues eso me ha pasado en el cacho que te digo: iba cantando y bailando, y sin pensar en nada más: de puta madre. Iba feliz.
–Es que la gente siempre se lamenta del pasado y se preocupan del futuro, y claro, se olvidan de vivir. La vida está aquí y ahora, y no hay nada más –mis conversaciones, muchas veces, tienden hacia temas filosóficos: no lo puedo evitar.
–Preocupar: ocuparse de lo que aún no ha pasado. Es sufrir por adelantado con algo que puede que nunca pase. Pero es fácil decirlo.
–Ya mañana es el tercer día. Siempre me gusta tomarme los 3 primeros días como calentamiento; para acostumbrarse a la mochila, empezar a mover las piernas, y olvidarse de lo que dejas en casa… que a la vuelta seguirá estando igual.
–Ya. Voy bien –la cara de Santi ahora es diferente: ya está casi aquí.
–Yo creo que todavía no estás del todo aquí, que todavía estás en casa con tus problemas y tu rutina.
–Bueno, igual sí, pero estoy contento de haber venido.
En este momento, se abre la puerta de otro edificio de literas, al lado de donde nos hemos sentado a cenar debajo de un árbol, y sale una chica alta, morena, de gafas. Creo que era la que estaba cenando con la otra gente en la cocina, cuando he pasado de largo, a ducharme. La verdad, que no me apetece nada hablar con grupos de gentes, porque las conversaciones de los que llevan poco tiempo, son siempre las mismas; y no aportan nada.
–¡Hola! ¡Qué bien que haya alguien despierto! Porque toda esta gente está ya durmiendo –señala con el pulgar a la puerta de la habitación de donde ha salido.
–Será que madrugan mucho y se ponen a andar de noche… Hay gente para todo –digo yo.
–¿Me puedo sentar?
–¡Claro! –raudo y veloz Santi. Creo que la chica de la que se refería antes era esta.
Hacemos las presentaciones y todo eso: de dónde eres, a donde vas, estudias o trabajas, cómo se te ha ocurrido venir al camino y todo ese blablablá.
–Nosotros somos amigos desde hace poco; hace un año o así como mucho, ¿verdad, Arkaitz?
–Por ahí –digo y lleno de nuevo los vasos–. Sofía, ¿tú quieres?
–No gracias, ahora no. ¿En serio? –sorprendida– ¡Pues parece que sois amigos de hace mucho!
–Ya, bueno: tenemos amigos en común, y alguna vez hemos coincidido, y ahora, desde hace unos meses, yo me he ido a vivir al mismo pueblo que Arkaitz, y allí nos hemos visto más.
–Mira: creo que nos habremos visto 3 o 4 veces entre el año pasado y el anterior; y este hemos quedado 2 veces para tomar unas cañas y explicarte qué llevar en la mochila y esas cosas. Pero tú me dijiste hace meses que querías hacer el camino, y yo te dije que vinieras conmigo. Si no tuviera claro que vas a ser buen compañero, no te lo habría dicho, porque a mí me gusta caminar solo. Creo que la mejor forma de hacer el camino es en solitario.
Seguimos charlando un rato, y bebiendo vino: muy a gusto.
–¿Tú apellido es con V o con B? –Le pregunto a Sofía.
–Con B.
–Es que con V es un pueblo de Almería, a donde he ido a veranear algunas veces.
–Es de Murcia.
–No.
–Qué sí.
–Te apuesto un masaje en los pies a que es de Almería.
–Vale.
Os voy a contar la verdad: soy un poco fetichista y me gustan los pies de las mujeres. Y en el camino, es raro que una chica no quiera que le den un masaje en los pies. Por eso, cada vez que tengo oportunidad, apuesto masajes de pies, porque es una apuesta segura: me gusta tanto dar masajes, como que me los den.
–Lo estoy buscando –mira en la pantalla del teléfono–, pero que sepas que mi abuelo era de Lorca, en Murcia, y su apellido viene de allí –Insiste Sofía, pertinaz en su error.
–Pues no tienes ni puta idea –sentencio.
Comienzo a recoger las cosas, porque no me puedo estar quieto, y una vez recogido me fumaré un cigarro especial, para las agujetas y dormir bien. En la nevera de la cocina encuentro una botella de vino a medio terminar, y pienso en un milisegundo que sería ridículo dejarla para mañana, porque el que la haya comprado no va a cargarla. Y qué cojones: ¡el mañana no existe! Cojo otro vaso, para Sofía. De vuelta a la mesa lleno los tres vasos, sin preguntar; y me enciendo el cigarrito.
–¡Aquí se ven un montón de estrellas! –exclama Sofía.
Nos explica que la ISS (estación espacial internacional) pasa cada hora y media o así dando una vuelta a la tierra, y hay veces, como estos días, que se puede ver en el cielo. Pero este día no la vemos.
–Es interesante la gente que hace el camino –dice Santi, que parece se está animando con el vino y un par de caladas relajantes.
–Sí –afirma Sofía–: ¡Para mí somos como piezas de un puzle! Vas encontrando gente con energías que encajan, y se va completando el rompecabezas.
En este momento nos interrumpe la conversación un chico que va hacia el albergue, con una tabla de snow. Yo comento que se ha debido de confundir de estación. Y él deja las cosas, y vuelve; porque es el hijo del dueño de este albergue, y nos dice que nos tenemos que ir o a dormir o a la calle. Se ha puesto un poco borde con nosotros: al parecer no le ha gustado mi comentario. Para molestarle un poco más, le respondo diciendo su nombre; que me lo ha comentado la señora de la tienda, que es su madre.
Me acabo de dar cuenta, a medida que releo lo escrito, que hace un rato que he comenzado a escribir en presente. Y es que al parecer, resulta mucho más lógico escribir este trocito inicial de los días de peregrinos como si lo estuviera viviendo ahora: tengo la impresión de estar allí, en ese pueblo, charlando con Santi y con Sofía, en este preciso instante: aquí y ahora.
Así pues, salimos a la calle a terminar el vino y el cigarro, y yo me voy a dormir; así aprovecha Santi para continuar la charla, que yo paso completamente de entretenerme con peregrinas. Y estas palabras me las tendré que tragar.
∞
La mañana. Está amaneciendo y casi ya no quedan peregrinos en el albergue. Santi duerme. Yo me visto y meto las cosas en la mochila y bajo al comedor, que es donde tengo las zapatillas de caminar. Hay una chica desayunando; ayer no la vi. Salgo a la calle a fumar el primer cigarro del día, y toso como un condenado. Tengo una flema atascada en algún sitio del alma, y no quiere salir. Toso y toso. Toso y toso.
Al entrar al comedor ya está Santi charlando con esta peregrina guapa y joven. Al parecer es de Hungría. Está alarmada por oírme toser, y Santi le dice en inglés que no se preocupe, que me pasa lo mismo todas las mañanas. Yo no sé casi nada de inglés, y es algo que tengo que corregir, porque me pierdo un montón de oportunidades de charlar con gente interesante.
–¡Egun on! –le digo buenos días a Santi en Euskera–. Me voy a desayunar al otro sitio, que he quedado a las ocho. Te espero allí.
Desayuno dos huevos fritos y panceta y un café con leche. Este sitio está animado de peregrinos que vienen de más atrás, y los perezosos como nosotros que se han quedado aquí a dormir y aún no han comenzado a caminar. Desayuno tranquilamente y fumo otro par de cigarros. Llega Santi, y caminamos. En el siguiente pueblo paramos en la fuente y nos quitamos la ropa de más abrigo, que hoy también va a ser un día de buen tiempo y es un rato largo de subida hasta la Cruz de Ferro. Este punto del camino es un hito importante para aquellos que vienen de lejos, porque se dice que el que llega hasta aquí, llegará sin más problemas hasta Santiago.
La Cruz es un palo largo de madera clavado en una montaña de piedras, que cada vez es más grande, porque la costumbre es tirar una piedra traída de casa, que simbolice algo de nuestra vida que queremos dejar atrás. La otra vez no sabía esta historia, y tampoco se me ocurrió nada que dejar atrás. Porque después de unos 20 días caminando, todos los papelitos que se molestaban en mi cabeza, de los que hablé antes, ya estaban organizados, y ya había hecho las paces conmigo mismo. Esta vez tampoco tenía asuntos pendientes; así que no tiraría ninguna piedrita al montón.
Por la carretera paralela al camino nos adelantan varios ciclistas, y un autobús de jubilados altos y rubios, que se bajan aquí mismo, para caminar ligeros de peso y sin mochilas. Como siempre digo, hay tantos caminos como culos de peregrinos: cada uno hace el suyo. Pero estos jubilados van en caravana dominguera delante nuestro, por un tramo estrecho entre matorrales, y es imposible adelantarlos; así que viendo una fuente, le digo a Santi que paremos aquí para tomar agua y fumar un cigarro, y de esta forma dejar que se disperse la fila de hormigas rubias y altas que caminan como tortugas marinas en tierra firme.
En la fuente coincidimos con Sofía, que lleva un cartel en la mochila diciendo que es su cumpleaños, y que regala abrazos. La felicito cortésmente, y me refugio en un banco que está en la sombra. Santi se para a hablar un poco con ella. Sofía arranca de nuevo, y nos decimos hasta luego con la mirada.
Caminamos Santi y yo cerca uno del otro, pero sin ir juntos, y unos minutos más tarde, veo que Sofía está en el suelo. Se ha debido de tropezar, pero como la están atendiendo los jubilados, yo la saludo y paso de largo. Me da pena, porque seguramente no nos volveremos a ver.
Paro más adelante en el bar a tomar un par de cañas. Hay ambiente peregrino, y me fijo en todos y cada uno de ellos, pero no reconozco a nadie de días anteriores. Llega un ciclista, que se sienta a nuestro lado. Trae una bici de carretera, y una mochila a cuestas, y me fijo que el culote es de cerca de nuestra tierra, así que charlamos. Nos cuenta que viene desde casa, y ha pasado por nosédonde y mañana pretende llegar a Santiago y volver por la costa. Pienso que es bastante absurdo darse la paliza que se está dando para ir y volver desde casa hasta Santiago en tan pocos días, y a veces hasta pedaleando entrada la noche o saliendo por la mañana sin amanecer. Creo que será de los que hace estas locuras para luego poder contarlas al grupo de amigos ciclistas de los domingos; ¡pero es que a nadie le importa lo que cada uno de nosotros hacemos!
–Santi, voy a ver si llega Sofía por la carretera –me da pena, porque anoche me cayó bien; la charla fue entretenida, y me gustaría volver a verla. Pero el camino es así, y por eso nunca pregunto a nadie nada: porque si estamos destinados a encontrarnos de nuevo, pasará naturalmente, y será inevitable, y entonces tendremos la oportunidad de conocernos. Pero si un día encuentras a alguien, y ves que te vas a llevar bien, la gente suele querer quedar contigo para caminar al día siguiente, y yo soy un antipático lobo solitario, y no me gusta que otros peregrinos se me peguen como lapas, y me vayan contando sus traumas y sus vidas desde el mismo momento de habernos conocido.
–¿Qué, la ves venir? –Santi se ha acercado a mi lado, ya con la mochila puesta sobre los hombros él también.
–No. Ya no la volveremos a ver –y una vez más, me habré equivocado.
Hacemos una breve parada en el alto, y continuamos hasta el pintoresco pueblo de Manjarín, donde tengo un montón de recuerdos de la otra vez.
–Yo sigo para adelante –comenta Santi.
–Bien; yo voy a saludar a Chema, a ver si está, y luego tiro. Nos vemos en el pueblo de abajo para comer: El Acebo.
Chema es un tipo que estaba en este sitio, a medio construir o medio ruinoso (no está muy claro) cuando pasé la primera vez. Él fue el que nos acogió e hizo la comida y la cena. Es un sitio peculiar, porque está en uno de los puntos más altos del camino, en un antiguo poblado de casas de piedra, que fue abandonado hace mucho tiempo; y al parecer le gustó a un peregrino templario y se quedó a vivir aquí hace ya años. El lugar está lleno de banderas de todas partes del mundo, y tiene una especie de tótem indicativo de los kilómetros que hay desde ahí a sitios como: Jerusalén, Santiago de Compostela, Roma y Machu Pichu. Aquella otra vez coincidimos aquí 12 personas, y era el cumpleaños de uno de ellos: Jesús, y hacía 33. En la cena le cantamos cumpleaños feliz cada uno en su idioma: él mismo en español, yo en euskera, un matrimonio en francés, dos amigos en inglés, otra en rumano, la chica que venía conmigo aquellos días, en ruso, etc. Esto es indicativo por sí mismo de lo que pasa en el camino. Aquel día charlé mucho con Chema, que llevaba allí como 12 años, entre peregrinación y peregrinación.
–Buenos días –le digo a un chico gordito con una visera, que está haciendo un banco de piedra.
–Hola –me dice.
–Quería saber si está Chema por aquí.
–No, ya no está –qué pena, pienso.
–Bueno. ¿Me puedes dar un refresco?
Vamos al interior, que es un cobertizo de madera, con suvenires para vender, y latas de refrescos, agua, algo de fruta, y carteles templarios y una imagen de Saint Germain y muchos otros detalles interesantes.
–No tienes prisa, ¿no? –me dice el tipo este.
–Yo nunca tengo prisa –le sonrío.
–Pues vamos a sentarnos a la mesa.
Fuera, a la sombra, hay una mesa de piedra rodeada de bancos de piedra. En este albergue no hay retrete, ni agua corriente, ni cobertura de móvil, y la otra vez había un par de bombillas que funcionaban con una placa solar: ¡Es el paraíso!. Nos sentamos ahí. Charlamos un rato, y este hombre me confirma que Chema estuvo aquí hasta hace unos meses, pero que ahora se había ido. Él mismo me dice que cuando pasé yo la otra vez, él estaba peregrinando por Europa; ¡durante cuatro años! Y de aquel viaje, en el que durante muchos días no comía más que pan duro, se trajo un perro lobo, más lobo que perro, que lo tiene atado en su chabola.
–Pues qué pena que no esté Chema; le quería haber saludado. Sabes, la otra vez nos fumamos unos Montecristos que le habían regalado unos peregrinos, y de recuerdo, pegué la vitola en la credencial –él me cuenta sus cosas, y yo las mías.
Me despido hasta la próxima, y sigo. Paso cerca del pilón de agua, que siempre está terriblemente frío, y que es donde me duché la otra vez, y veo que otra peregrina que se quedó aquí sigue estándolo, porque tiene su puesto de frutas y bebidas, con el que se financia para poder vivir en este lugar. Al parecer, a ella también le gustó Manjarín, y se quedó a la vuelta de su camino hasta Santiago. Después, pasó por aquí otro peregrino, creo que uruguayo, y se gustaron, y se quedó él también. El camino es muy curioso, y hay gente, como me pasó a mí, que una vez terminado, ya no vuelven; aunque en mi caso de forma figurada: es como que una parte de ti se queda en este peregrinaje, y ya nunca más podrás volver a ser el de antes, porque, con suerte, habrás llegado a ser tú mismo. Pero esto es una historia muy larga que intentaré explicar lo mejor que sepa…
Manjarín, una luz en el camino. ¡Hasta otra!
Continúo un rato, y me noto raro: hace mucho calor, pero tengo la frente fría; como si estuviera con la tensión o el azúcar bajos. Así que paro en un puesto de una furgoneta que vende refrescos y comidas, y que tiene unas sombrillas y mesas. Pero me quedo al sol, a pesar del calor, porque es como si tuviera la placa solar descargada. Descanso, como y bebo y continúo al encuentro de Santi. Llego a un tramo de fuerte pendiente hacia el pueblo en el que he quedado con Santi, y no puedo evitar hacerlo corriendo, a pesar de la mochila que se mueve a todos lados, y es que me encanta dejarme caer. Y en nada entro a El Acebo. Paro a tomar una caña y repostar cigarros, y me enciendo uno en la entrada del bar, al lado de un peregrino viejo, delgado y pintoresco, que se está fumando un cigarro de maría.
–¡Uhm, qué rico huele! –exclamo.
–¿Quieres? –me ofrece.
–No, gracias, si camino no fumo, que luego no sé dónde piso.
Llamo a Santi. Está unos metros más abajo, y sabe un sitio para comer, que le ha recomendado un tipo con el que ha hecho este último tramo. Ya le veo, sentado en una piedra.
–¿Tienes tabaco? –me pregunta.
–Toma –me lo saco del pliegue del pantalón corto de andar, porque lo he dejado ahí, para tenerlo a mano, y el mechero en el bolsillo de atrás.
–Menuda bajada. Yo he ido por la carretera, porque parece que me duelen un poco las uñas, y he alcanzado a dos peregrinos, y he bajado hasta aquí con ellos, que se paran ya hoy en el albergue. Uno, que ha hecho como tropecientos caminos, más friki que tú, me ha recomendado un sitio para comer bocadillos, justo ahí enfrente.
–Vale.
Pido los bocatas y las cervezas de medio litro, y nos sentamos en el banco de hierro que hay en la entrada. ¡Esto es gloria vendita!
–Siéntate un poco en la silla, que voy a recostarme a reposar –me reclama Santi, que se le ve algo cansado. Yo, por mi parte, parece que he vuelto a asentar el cuerpo, y ya vuelvo a tener la frente normal, sin sudores fríos.
Esto que voy a contar, es algo que me ha pasado ya demasiadas veces: me siento en la silla roja, de plástico, me pongo cómodo, y… ¡A tomar por el culo!
–¡Jajaja! –se ríe de mi Santi.
–¡Su puta madre! Es porque está aquí al sol, y el plástico se ha podrido –me río yo también–. Sabes: es la tercera silla que rompo. ¿No te has fijado que cada vez que cogemos literas miro por debajo?: Porque hay algunas, las que tienen maderas de lado a lado, que tienen más rotas que buenas, y ya me he caído otras dos veces desde la de arriba.
–¡Eres un destroyer!
–Pues sí –me resigno ante la evidencia–. Cuando pesaba 40 kilos más que ahora, recuerdo una vez que me senté en una de estas en un bar, y al levantarme, ¡no se me salía del culo!
–¡Jajaja! –Santi y yo a la vez.
Continuamos la marcha, y nos fijamos en un albergue nuevo que no conocía, que parece un hotel de lujo, y ya salimos del pueblo, sin remedio hacia abajo, para terminar la jornada en el pueblito al final del descenso, porque se me ha encaprichado a mí que nos quedemos a dormir allí. Santi no va bien: se me queda atrás. Tiene calor y le duelen las uñas. La bajada, a veces, es más dura que la subida, y me parece que este va a ser uno de los momentos de crisis que va a tener que superar mi querido compañero. Así que continúo despacito, y me paro en una fuente a mojar el sombrero. Hace calor, pero voy muy tranquilo y a gusto: algo preocupado por estos sudores fríos en la frente, porque nunca me había pasado antes. Poco a poco llegamos a Molinaseca, y nos paramos a la sombra, junto al puente, a hacer unas fotos y tomar agua.
–Me voy a descalzar –suspira Santi.
–¿Te ha costado un poco no?
–Sí, tío: iba un poco flojo por el calor, creo –se quita las zapatillas y los calcetines.
–Santi, colega: ¿cómo te puedes cortar las uñas así? –las tiene cortadas a hasta la mitad, justo al revés que yo, que me las corto poco, para que no se meta la uña por la carne.
–Me las corto siempre así.
–¿Y no te duelen?
–No, voy bien: solo me molesta un poco el dedo gordo. Creo que de la bajada.
–Es que así como las tienes, te vas a hacer una avería. Pero bueno, ya da igual.
Nos levantamos y cruzamos el bonito puente que da entrada al pueblo, y seguimos por la calle empedrada. Nos encontramos con los 3 de la habitación de anoche, pero terminamos rápido la charla; más que nada, porque se están quejando de que no encuentran un sitio para comer. Se indignan porque consideran que a las 5 de la tarde, siendo ellos eminentes e ilustrísimos peregrinos esforzados, deberían atenderles. Como si la gente no tuviera más que hacer.
–¡Santi! –le doy un codazo, porque acabo de ver a dos chicas macizas.
–Veo –contesta; y gruñimos como perritos contentos que mueven la cola.
Me fijo especialmente en una que lleva un vestido amarillo con rayas negras horizontales, que tiene unas curvas de marear.
–¿Serán peregrinas? –pregunta Santi.
–Pues no lo sé: porque por un lado están solas, como si fueran turistas, pero no llevan ropa de peregrinas. Aunque puede que sean caminantes que por la tarde se ponen en plan monas. De lo que estoy seguro es que son amigas y están solteras. ¡A ver si las vemos luego!
Continuamos hasta salir del pueblo, y un rato más allá llegamos al albergue municipal. Completo. Meditamos tomando una cerveza y fumando. Hay un tipo sentado a nuestro lado, que nos da charleta.
–Acaban de llegar hace 10 minutos 2 ciclistas y ya se ha llenado.
Es un tipo de mediana edad, con barba medio blanca, más bien gordito, pero se le ve que camina.
–Bueno, pues en teoría deberían haberles hecho esperar –continúo, viendo que ahora son las 6 en punto.
–Sí, ¿no? ¿Cómo es eso de la preferencia para los que van andando? –se interesa Santi.
–Hasta las 6 tienen prioridad los caminantes, porque imagínate que ahora, tú y yo, tenemos que seguir hasta Ponferrada, que tardamos como hora y media o más. Los ciclistas en cambio, en menos de media hora llegan.
–Vale. Pero nosotros volvemos al pueblo y buscamos algo, ¿no?
–A mi me hace ilusión ver un poco este pueblito, que me gusta; y buscamos a esas dos tías, a ver si son peregrinas o no. ¡Me pido la de amarillo! –levanto el índice y sonrío con una sonora carcajada.
–Bueno: pues para mí la otra.
El tipo este nos cuenta que viene hoy desde lejos, y que ahora está descansando un poco del sol, y que se ha echado una siesta de 2 horas a la sombra, al lado del río. Pretende continuar hasta que se le haga de noche, ducharse, cenar, dormir hasta las 3 de la madrugada, y seguir caminando de noche, como si no existiera un mañana.
Hemos dado con una buhardilla donde dormir: es un cuartucho con 5 camas, todas para nosotros. Hace mucho calor, y abrimos las ventanas del techo. Dejamos las zapatillas en el pasillo y Santi gasta un bote de desodorante para fumigarlas y amortiguar algo el pestazo a pies. Salimos a comprar unas viandas, y después pasamos un rato largo con los pies metidos en el río. Se nos va el sol en este lado, y buscamos, más cerca de la gente del pueblo que se están bañando en estas aguas heladas, un trocito de hierba libre para tumbarnos y hacer estiramientos. Me fijo en unas chicas que están dormidas cerca de nosotros: a una de ellas se le ve el tanga y los mofletes por debajo de las faldas: tiene un culo apetitoso. Mientras, nos entretenemos viendo a una chica que está tomando el sol con unas amigas al otro lado del río. Cuelga una tela de un árbol, y comienza a hacer malabares como los acróbatas del circo. ¡Esto es de lo más entretenido!
Al levantarse, comprobamos que las que estaban cerca nuestro eran las dos amigas que vimos a la tarde. La del vestido de abeja maya era la que tenía la retaguardia aireándose: me relamo. Y al irse ellas, estar aquí tirados ha perdido mucho interés; así que hacemos unos ejercicios de estiramientos, perezosamente, y nos vamos a la habitación. A Santi no le apetece salir, y más tarde me confirma que se queda en la cama. Yo hago una pequeña ronda de cervezas antes de buscar un bar, al lado del río, con bonitas vistas, para cenar. Se ven algunos pocos peregrinos: ninguno conocido. Después de cenar tomo una crema de orujo en vaso grande, y me fumo el cigarrito analgésico de las noches.
Ya en la habitación, compruebo que no hace tanto calor, y que Santi duerme como un lirón. Suben pasos por las escaleras, y al otro lado de la puerta, en el pasillo, escucho:
–¡Qué pestazo a pies!
Duermo.
∞
La mañana está siendo tranquila: hace bueno y tenemos ganas de caminar. Santi ha remoloneado un poco para levantarse. Los tres primeros días siempre son complicados, y más, la primera vez que se le ocurre a uno ponerse a caminar hacia lo desconocido durante varios días, sin ningún otro objetivo más que el de ir dando pasos. Tener la idea de llegar a algún lado es motivador, pero cuando ya has llegado a ese sitio (en este caso Santiago de Compostela) varias veces, la motivación está en otros lugares. El camino es un lugar maravilloso, porque me permite, como en ningún otro sitio en el que haya caído por casualidad, o buscándolo, tiempo para reflexionar, tiempo para no pensar, tiempo para estar conmigo mismo,… y en definitiva, tiempo para mí.
Hemos charlado un largo rato con la señora del albergue que estaba preparando los desayunos en el bar, y hemos visto partir en sus motos a una familia de viajeros. Me he fijado en un par de frases escritas en el bar: Ellos se ríen de mi por ser diferente. Yo me río de todos por ser iguales – Kurt Cobain. Me interesa el futuro, porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida – Woody Allen. Después de desayunar hemos ido raudos hasta Ponferrada, y hemos visitado por fuera el castillo templario. Hemos tomado las primeras cervezas del día en la plaza grande, disfrutando de las vistas que había dentro de la barra (una guapísima camarera rubia), y Santi se ha encontrado con un tipo con el que coincidió ayer, que termina su periplo en este pueblo. Ahora estamos saliendo en dirección al camino y fijándonos en encontrar la próxima indicación que nos confirme que no nos hemos despistado. Para ello, tenemos la ayuda de una señora mayor que va a comprar el pan, y que amablemente nos está acompañando unos metros para que no nos despistemos.
–¡Hostia, tú! –exclama Santi.
–¡Hombre chaval! –contesta un peregrino que no conozco.
–Este es Arkaitz –me presenta Santi.
–Jose –nos damos la mano.
–Txema –el otro que le acompaña.
Son los dos peregrinos con los que ayer hizo Santi el tramo en el que le dejé solo tras pararme en Manjarín. Han hecho noche en aquel pueblo, en el albergue que nos fijamos era como un hotel de lujo.
–Se estaba como Dios, allí tirados en la piscina, con vistas a todos los montes –se relame Txema al recordarlo.
–Este tío es un fiera –continúa Jose–: ayer fue su primer día y fue desde Astorga hasta El Acebo, 45km o por ahí.
–Buena paliza –digo yo.
Vamos los cuatro juntos, a ritmo lento, saliendo de Ponferrada y charlando mucho, como si nos conociéramos de siempre. Jose conoció ayer a Txema, y Santi hizo con ellos menos de una hora de recorrido; pero esto es así. Al fondo vemos a otra persona, que está parada debajo de un árbol, subiéndose los pantalones. Me parece que hemos coincidió cuatro tarados con ganas de reírnos un rato, porque Jose comenta:
–¿Es una tía o un tío? De aquí me falla la vista.
–Yo creo que es una jubilada guiri. Una tía fijo –digo yo.
–¿Qué dices?, es un tío de 40 años –dice Santi.
–Es un tío fijo, mayor –Txema.
–Yo estoy con Arkaitz: es una tía de 50 –Jose.
Y así vamos poco a poco acercándonos a ese peregrino de sexo y edad incierta, hasta que un paso de cebra con semáforo le obliga a detenerse, y entonces comprobamos que es una chica, de unos treinta y pico. ¡Hemos fallado todos!
–¡Pues ya somos cinco! –dice Santi, bien alto, para que la chica se dé cuenta de que hablamos de ella.
Continuamos por la senda pegada a la carretera, los cinco, charlando sobretodo los hombres, y Santi socializando con la nueva incorporación: Rous. Es una chica argentina que vive en España, y que llevaba caminando como 10 minutos hasta que la hemos alcanzado. Le explicamos el juego a adivinar que hemos hecho con ella, y no le decimos el resultado porque quedaríamos todos en muy mal lugar. Luego hemos tomado unas cervezas en jarras frías de medio litro y algo para picar, y poco a poco continuamos hasta Cacabelos. En este pueblo hay una zona para bañarse en el río, y lo propongo. Jose va a pararse ya porque no quiere caminar por la tarde. Le recomiendo el albergue que conozco de la vez anterior, en el que me quedé. Nosotros cuatro nos pegamos un chapuzón en la aguas heladas del río, y nos secamos al sol. Para que no nos entre la pereza, no nos entretenemos demasiado.
La tarde se hace dura por el camino que va entre viñedos; el sol pega con ganas. La gente se resiente un poco: Rous va cansada y con calor, Txema está acusando la paliza de ayer, y a Santi le duelen las uñas. Yo voy bien, y aprovecho a hacer alguna foto y llamar a mi madre.
–¿Qué hay madre? –le digo.
–¡Hombre! Por fin das señales de vida. ¿Qué tal vais?
Charlamos un rato, y como por detrás no me alcanzan, continuo bajando hasta el fin de la jornada de hoy, en Villafranca del Bierzo. Como es costumbre en mí, paro en la primera terraza a la sombra que veo, en la plaza del pueblo, y espero a Santi tomando una cerveza más. Un amigo peregrino me ha recomendado un albergue, que ya he reservado antes de llegar. Txema y Rous encuentran otro alojamiento municipal, en una especie de convento antiguo, con habitaciones de dos camas. Nos asentamos en nuestras literas y nos duchamos. Salgo a un patio en donde puedo fumar, y se me sienta un chaval al lado. Es un chico colombiano que vive en España, y que está esperando a una pareja de amigos para empezar el camino mañana aquí.
–Sí, empezamos mañana, pero no sé si van a venir, porque me acaba de decir el colega que ha tenido un problema con unas oposiciones que hemos hecho, y que se están dando la vuelta para reclamarlo mañana.
–¿Y va a poder conseguir algo? –le digo.
–No creo, pero él se queda más tranquilo si lo intenta.
–Eso sí.
Como se ha quedado solo, y veo anda un poco desorientado, le propongo que venga con nosotros a tomarse unos vinos y cenar. Ni lo duda.
∞
A partir de este punto volveré a escribir en pasado, porque ya os habéis podido hacer una idea de lo que es el discurrir del día a día en el camino: levantarse, desayunar, caminar, tomar una caña, caminar, tomar otra caña, caminar, parar a comer, caminar, caminar, otra cerveza, caminar, buscar albergue, ducharse, tomar vinos y tapas, fumar un cigarrito, y acostarse. Todo eso compartido con gente que camina a otros ritmos, o unidos en la fatigosa y lenta andadura, con mochilas más grandes o pequeñas, con mayor o menor esfuerzo, con la cabeza tranquila o llena de problemas que se van diluyendo a cada paso. Por eso, a partir de este punto, sobre aquellos días hasta que llegamos a Santiago, lo que realmente me apetece escribir son los momentos y recuerdos concretos que hicieron de este enésimo viaje de peregrinación algo especial: trascendental quizás.
Ahora comenzaré a escribir sobre aquellos días de una manera diferente: he elegido diez momentos concretos, que me apetece explicar, para así, podáis haceros una idea de por qué fui a todos los sitios donde fui, e hice todo lo que hice tras la aventura del camino. En cierta forma, me vi obligado a seguir las señales. Fue realmente divertido. Y lo volvería a hacer, sin ninguna duda.
MOMENTOS PEREGRINOS
El primer momento que voy a contar, va justo después de decirle al chico aquel que se había quedado solo, sin saber siquiera si iniciar al día siguiente, o no, su camino, que viniera con Santi y conmigo a tomar unos vinos y cenar.
Elegimos una mesa en una terraza. Estuvimos charlando un rato de las circunstancias de David (tal vez se llamara así): había llegado a Villafranca del Bierzo unas horas atrás, y después le comunicó su camarada que había tenido algún problema con las notas de las oposiciones a las que se habían presentado, y que iría a reclamarlo. David había tenido buenos resultados, y en unos meses sería ingeniero de vuelo en el ejército. Estaba contento por ello. Y estaba nervioso porque no se decidía si iniciar el camino sin sus compañeros, o volverse a casa. Creo que le convencimos pronto, porque el ambiente fue extraordinario desde el minuto uno, y él se dio cuenta de que la aventura tenía buena pinta. Finalmente, la pareja de amigos a la que esperaba y no llegaron, se reunió con él un par de días más adelante. Los tres se divirtieron mucho, y los tres consiguieron sus objetivos. Creo que cuidamos bien del chaval aquellos días.
A la mesa se unieron Txema y Rous, y comenzamos con las viandas para cenar, acompañadas de una primera botella de vino blanco gallego que se me antojó a mí. Entonces vi a la chica que el día anterior tenía el vestido amarillo de rayas negras.
–¿Santi, esas que van por ahí, no son las de ayer? –le dije.
–¿Eh?
–Las que estaban en el río –añadí.
–No sé –dijo él; y entonces, silbó como silba un pastor a las ovejas, y ellas se giraron– ¡Eh! ¡Vosotras dos! –y les hizo con la mano el gesto de que se acercaran–: ¿Vosotras sois las de ayer, no?
Ellas se desconcertaron un poco, pero tardaron unos milisegundos en decidir sentarse con nosotros. La que yo tenía en el punto de mira se llamaba Marisa, y la otra Nora. De esta forma, un día después de cenar yo solo, y estar Santi un poco cansado y tristón en la habitación, nos sentamos a la misma mesa para cenar: nosotros dos, David, Txema, Rous, Marisa y Nora.
En el camino que hice meses atrás, en mayo, estuve 9 días solo. Voy a aclarar qué quiere decir solo: Era un camino poco común el que había elegido, algo así como la unión en diagonal de otros dos caminos más conocidos y transitados, y eso hizo que los primeros 9 días, y 9 noches, con sus 24 horas cada uno, solo viera a un peregrino con el que compartí unos minutos en la cena del único albergue de aquellos días que tenía alguien para abrir y cerrar la puerta; porque todos los días tenía que buscar la llave llamando por teléfono al número, que afortunadamente, estaba escrito en la puerta. Eso fue duro, y buscado, precisamente para estar solo. Quizás la búsqueda de aquella llave de cada albergue fuera a su vez el inicio de la búsqueda inconsciente de la llave del laberinto… Tal vez. Ese mes de mayo fui al camino para tomar una decisión: dejar mi trabajo de 10 años como informático, o no. Las circunstancias hicieron que tuviera mucho más tiempo de lo previsto para divagar yo solo con mis pensamientos. A esta soledad concienzudamente buscada se unió una torcedura de tobillo que me torturó durante cuatro largos días: me hice daño en el tendón de Aquiles, y cada paso contra el roce de la zapatilla era como un hachazo en el tendón, que parecía que se iba a romper en cualquier momento. Así aguanté a duras penas, recorriendo la mitad de lo previsto en el doble de tiempo, 3 días. Al cuarto ya no podía caminar con las zapatillas puestas, así que, a pesar de la lluvia, se me ocurrió continuar el paso con chancletas: ¡providencial!
Volvamos a la cena con toda esa gente nueva: la conversación fue entretenida, porque todos éramos nuevos conocidos, y cada uno explicó de dónde venía, a donde iba y todo lo habitual. Comimos poco y bebimos mucho. Al levantarnos de la terraza, ya anochecido y empezando a refrescar, Txema nos insistió para ir a su albergue a tomar la penúltima. Pero no había bar. El sitio era bonito, con celdas reconvertidas en habitaciones y un claustro y patio y lo típico de un edificio religioso. A la salida estuve hablando unos minutos, y fumando un cigarro, con Marisa. Estaba muy buena, era simpática y agradable: pensé que me gustaría seguir viéndola los días siguientes.
Buscamos todos otro bar, allí al lado de aquel albergue, y ya fue hora de encender el cigarrito de ir a dormir, que se terminó rápido, porque aparte de Santi, Nora también fumaba. Se nos estaba haciendo a todos tarde para ir a dormir, y es que los albergues tienen la costumbre de cerrar las puertas sobre las 22h.00 y 22h.30, y, a veces, si son estrictos, te quedas fuera. David, Santi y yo, tuvimos suerte porque la chica del albergue estaba dando los postres de una cena a paisanos de aquel pueblo, que no tenían prisa. Aprovechando que teníamos la barra abierta pedimos tres kalimotxos, y fuimos a tomarlos tranquilamente al patio de la entreplanta, ya cerca de nuestra habitación plagada de coreanos, y sin escaleras traicioneras. Marisa y Nora tuvieron menos suerte. Su albergue ya tenía la puerta cerrada, y no había forma de atravesar los muros inexpugnables. Así que se les ocurrió llamar a Rous, y dormir apretados en sus camas de 90cm.
No tengo ni idea de lo que hablamos mientras nos fumábamos un segundo cigarrito. Lo que recuerdo es que Santi y David estaban sentados, y yo estaba de pie, en chancletas y traje baño, como siempre, con un cigarrito en la mano, el kalimotxo en la otra, hablando de algo transcendentalmente insustancial, y mirando las estrellas: osa mayor, menor y Casiopea; que como no he sido scout, no sé reconocer más. Lo que sí recuerdo es que no me podía estar quieto, y me balanceaba como los elefantes en la tela de araña: les explique que eso me pasaba mucho y que una amiga, en una ocasión, me había dicho que era esterotipia. Santi y David se reían de mí. Me pasa constantemente que la gente se ríe cuando hablo en serio. En fin; ya me he acostumbrado.
∞
Un par de días más adelante tuvo lugar una reunión interesante entorno a una mesa en un lugar llamado Triacastela. Aquel día me desperté más tarde de lo habitual: sobre las 9. Habíamos decidió hacer una etapa cortísima de unos 12 o 15km. Estratégica. Desayuné y fumé, y esperando fumé más; y estuve acariciando a un gato blanco que se subió al banco de madera en donde estaba yo sentado viendo a los peregrinos pasar; y pasaron también dos manadas de vacas, por turno, las primeras hacia la derecha y las segundas hacia la izquierda; y me fijé en la quesería de al lado del albergue, que me trajo recuerdos de cuando mi madre era quesera; y me senté al sol; y a la sombra; y fumé y fumé; y charlé con la dueña del garito, a la que le faltaban 10 días para salir de cuentas. Algún día volveré por allí, y estará Martín correteando detrás del gato.
El día anterior había sido largo, porque llegamos demasiado tarde al primer pueblo gallego, O Cebreiro, y estaba todo completo. Los peregrinos/turistas son aficionados a empezar de pueblos cercanos a Santiago, para que les den ese suvenir en forma de papel con el nombre del que ha hecho al menos 100km caminando. La primera vez que hice el camino fueron 100km, 10 veces seguidas… Y el papelito ese lo quemé en Fisterra. Hay muchas cosas que no me gustan del camino, pero se podría decir que todas se resumen en 2: los gilipollas y las gilipolladas. El caso es que paramos en O Cebreiro y buscamos un sitio donde merendar algo. Hubo quien se metió entre pecho y espalda un menú del día a las 5 de la tarde, tras haber comido un bocadillo de media barra de pan menos de 3 horas antes. Yo creo que comí algo de paella que le sobró a Rous. En aquella taberna encontramos a Marisa, Nora y Carlos. Ya se habían duchado y habían comido y estaban engominados. Carlos era una nueva adquisición de las chicas.
Como iba diciendo: llegamos tarde al primer pueblo gallego y estaba completo. Eso nos obligó a continuar, sobre las 7 de la tarde, en busca de un sitio en donde dormir. Fuero 15km de propina, y llegamos a las nueve y pico de la tarde, casi anocheciendo, al albergue de aquella señora a punto de explotar. Por eso el día siguiente decidimos hacer una etapa tranquila; para compensar. Por eso y porque Marisa y Nora se detendrían también en Triacastela. Y porque Jose se unía con su sobrino en ese mismo lugar, para acompañarle los últimos días hasta Santiago.
Antes de eso fui caminando con Txema, al que le dejé mis chancletas para poder caminar sin torturar las uñas en la bajada, y le hablé de mi jardín de cáctuses de las amistades: Los últimos años, desde que me divorcié, me dio por hacer cosas que de casado no hacía. Cosas como salir de copas, ir al gimnasio, al monte, en bicicleta, de vacaciones a los caminos, de trekking por Nepal, tirarme de un avión, hacer submarinismo, y muchas otras cosas. Era como el pájaro que ha vivido enjaulado y al que por sorpresa le abren la puerta y echa a volar. Esta frenética actividad social hizo que fuera conociendo cada vez más gente y más gente y más gente con aficiones comunes a las mías. El problema era que en el divorcio me había quedado solo: porque me volví a casa de mis padres; porque las amistades en el pueblo donde viví con mi mujer me obligaban a hacer planes que me deprimían; y porque ya no me quedaban las pocas amistades que tenía a los 20 años. Si digo que esto de conocer gente nueva tras haber tenido que empezar de cero por primera vez en mi vida es un problema, es porque me imposibilitaba a decir que NO a los planes que me iban saliendo. Recuerdo el calendario de los últimos años lleno de colores con cada uno de los planes confirmados, y el día a día que me consumía. Ese miedo a decir que no, hizo que cada vez tuviera más y más amigos con los que quedar.
Bajábamos muy tranquilos, y por eso tuvimos tiempo de charlar de metafísica espiritual de andar por casa sobre quitarse el lastre de los amigos que restan. Porque eso es lo que hice cuando me di cuenta de que tenía demasiados compromisos semana a semana, que me impedían hacer lo que realmente quería hacer; como por ejemplo: salir del trabajo un viernes frío de invierno, e ir a casa a comer y echar la siesta en pijama y calcetines por encima de los pantalones, y no quitármelos hasta el lunes a las 7 de la mañana para ducharme y volver al trabajo que encadenaba mis sueños.
¿Y cómo te quitas de encima los amigos que te impiden ser tú mismo? Esto es una pescadilla que se muerde la cola: porque si no eres tú mismo no eres capaz de quitarte de encima lo que no te conviene; y si no te quitas de encima todo eso, no eres capaz de llegar a poder ser tú mismo. Por eso lo que yo hice en aquel momento, fue dejar pasar el Tiempo guardando la Distancia necesaria, que permite ver las cosas con perspectiva, o dicho de forma más simple: dejar de regar. Porque para mí, las amistades y la gente que me rodea, son un jardín de flores de todo tipo. Pero para explicarlo basta decir que unas amistades son como cáctuses y otras como orquídeas o rosas del principito: esta era una rosa protestona, que se quejaba del frío y del viento, a la que había que hacer compañía y llevar de paseo; en definitiva: que había que regar de forma constante. Y lo que yo decidí una vez, y cada vez que me daba cuenta de que las amistades y el fluir de los compromisos y obligaciones no me dejaban hacer lo que quería hacer, y por tanto, no me dejaban ser libre; fue dejar de regar.
La forma más cómoda para dejar de regar es no ponerse en contacto con nadie. Vamos a suponer que tenemos 50 personas con las que periódicamente hacemos planes. De esas 50 personas, si un día decidimos no volver a dar el paso de contactarlos, no sé cuantos, pero tal vez 10, jamás de los jamases volverán a acordarse, o si se acuerdan, nunca de los nunca jamás volverán a dar el paso de preguntarte si estás vivo. Si de esos 10 echamos de menos a alguno, no tenemos más que llamarle, porque el orgullo nunca hizo feliz a nadie.
El siguiente paso para dejar de regar el jardín de las amistades, es decir que no a planes que no nos apetecen. Hay mucha gente que está en nuestro entorno cuando obtiene algo a cambio. Hay gente que necesita tu amistad porque eres más bajo, o más feo, o corres más despacio, o tienes un sueldo peor. Ese tipo de gente sale de tu vida cuando no les vales para compararse contigo y ganar, o simplemente no compites contra ellos. Hay otros que necesitan contar sus quejas a alguien, y te dicen que no soportan a sus parejas, y que están hartos de nosequé y nosecuantos. A este tipo de gente siempre les digo lo mismo: No vuelvas a contarme un problema por segunda vez, si no has hecho nada para solucionarlo.
En definitiva, cuando dejas de regar por un tiempo tu jardín de las amistades, te das cuenta que las orquídeas y las rosas, y todas esas florecillas delicadas que hay que cuidar constantemente, han muerto. Y es un alivio, porque las rosas siempre creen que son lo más importante, el centro del universo, el ombligo del mundo, y cuando se dan cuenta de que pasas de ellas, porque te aburren e incordian, se enfadan y desaparecen, o simplemente, no se vuelven a acordar de ti nunca más, porque ni siquiera te echan de menos.
Tras un tiempo sin regar las amistades, los que no se mueren, son los cáctuses. Y por eso me gusta mi jardín de cáctuses de las amistades. [Ya sé que el plural de cactus es cactus, pero me gusta cómo suena la palabra cáctuses]. Estos son amigos que están ahí, aunque pase un tiempo y no sepas de ellos, pero están, porque los amigos de verdad no se pierden nunca una vez encontrados.
Hablando de estas cosas Txema y yo llegamos a Triacastela, que es un pueblito gallego al final de la bajada desde O Cebreiro. Paramos en el primer bar, y cerca del albergue municipal. Esperamos a Santi y Rous. Nora y Carlos fueron por delante, a pesar de haber empezado la jornada 15km antes que nosotros. Con Marisa estuve charlando en la terraza del albergue donde habíamos dormido.
–¡Hombre! ¡Estáis aquí! –nos dijo a Txema y a mí, que estábamos tomando un café, al sol, esperando a que Santi y Rous se pusieran en marcha… ¡A las 11 de la mañana!
Marisa venía corriendo, con una mochila ligera, y una ropa ligera.
–Vengo corriendo –dijo sonriendo–. A ver si alcanzo a Nora, que va con Carlos por delante. Voy encontrándome con mazo gente de estos días, y haciéndome selfies con ellos –se la veía contenta hablando de estas cosas. Estaba eufórica.
–¿Donde paráis hoy? –le dije yo. Esperando y deseando que fuera en el mismo sitio que nosotros.
–En Triacastela.
–Bien. Como nosotros. Ya nos veremos.
Y se fue dando brincos, meneando ese culito bien puesto.
Ya abajo, llegaron Santi y Rous. Ella cansada de la paliza imprevista del día de antes, y él con un horrible dolor de uñas.
–Arkaitz, tío; ¡saca un cigarro! a ver si se me pasa un poco este dolor de uñas.
De esta manera, aquel día para mi estuvo rodeado de una espesa niebla dentro de mi cabeza, que a la vez que me daba sueño, me mantuvo con una estúpida sonrisa toda la jornada. Santi le dio dos caladas, y yo me fumé el resto, a la una del mediodía. Buscamos sitio para dormir en un albergue que Rous definió con olor a geriátrico. A pesar de mi estado nebuloso, observé a la chica joven responsable del lugar, porque me dio pena la actitud de sus padres, a todas luces con edad de estar jubilados de hacía tiempo: en vez de depositar la confianza en su hija, la ponían nerviosa controlando cada paso que daba y cada cosa que hacía. En vez de apoyar a su hija con confianza, la ahogaban con recelo, y como dos buitres.
Estuve allí varado en el suelo, apoyados los brazos a las literas que me rodeaban y abrazaban, medio dormido y sonriendo. Observaba la actitud de Txema y Rous, que discutían por tonterías, como un matrimonio de ancianos. Eran graciosos. Oí la voz de Marisa, que venía de la calle. Me asomé a la ventana, pero había un toldo que cubría la terraza del bar que estaba justo debajo de nuestra habitación de 20 literas de madera, y con olor a geriátrico, como insistía Rous.
–Me voy aquí abajo a comer –les dije.
Efectivamente, allí estaban Marisa, Nora y Carlos, comiendo al sol. Yo me puse en la misma mesa que ellos, pero en el lado de la sombra, que la luz me molestaba como al salir de día de una discoteca. A partir de este momento nos fuimos convirtiendo en una gran familia: llegaron también a comer Santi, Txema y Rous; y pusieron una mesa más. Le explicamos a Rous que habíamos visto a Marisa y Nora días atrás, en el pueblo anterior a Ponferrada, que es donde ella llegó en autobús directamente desde su trabajo en Málaga. Como recordaréis, a Txema le conocimos 10 minutos antes que a Rous. Y nos faltaba Jose, que había quedado en reunirse con su sobrino y comer juntos en este mismo pueblo. Después, ¡apareció Sofía! que venía con otro par de peregrinos. Añadimos una tercera mesa, y volvimos a reconstruir lo que había pasado con ella: había una vez una peregrina en un pueblo llamado El Ganso… allí es donde estuvimos charlando con ella, y al día siguiente, justo el de su cumpleaños, es cuando se torció el tobillo.
–Sí, entonces me torcí el tobillo –continuó ella–, y me cuidaron muy bien los peregrinos alemanes que pasaban por allí, porque tú ni paraste a ver si me pasaba algo –esto me lo dijo a mí, que efectivamente pasé de largo al ver que ya estaban atendiéndola–. De allí fui andando hasta el Acebo, y el día siguiente me llevaron en taxi a Ponferrada, para ir al médico y hacerme una radiografía. Y como parece que no tengo nada roto, he podido seguir.
Apareció más gente por aquella mesa, y nos juntamos como 14 y la madre. Estábamos todos muy a gusto y contentos y tomando más vino y brindamos con unos chupitos de orujo. Entonces a Rous se le ocurrió ponernos un chiste: Dice que era una abuela gallega, viuda desde los 30 años, que llama a la radio para buscar marido.
–Bueno días, ¿es la radio? –la señora al teléfono.
–Sí, díganos –el locutor.
–Que digo que quisiera me buscarais un marido, porque llevo ya viuda mucho tiempo y quiero un hombre que me haga compañía para el resto del poco tiempo que me quede.
–¿Y qué es lo que busca, señora?
–Verá, no pido mucho, quiero un hombre que sea bueno, y atento. Que le guste pasear e ir a misa. Que sea ahorrador y elegante. Que le guste la literatura y el cine.
–Bien, señora, bien –el de la radio tomando nota.
–Quiero un hombre honesto, que no me mienta. Que sea honrado. Qué… –continúa la abuela viuda haciendo la carta a los reyes magos buscando un príncipe azul.
–Señora, perdone –le corta el presentador–; ¿no cree que eso es demasiado?
–Sí, igual sí –dice ella–. Pues quite que le guste ir a misa.
–Sigue siendo mucho.
–Quite también que sea ahorrador. Y quite que sea honrado; que si me miente alguna vez, tampoco pasa nada.
–No sé, señora –sigue el de la radio, tachando del listado.
–Bueno, pues quite que sea ahorrador, y a misa ya voy yo. Bueno, ¡quítelo todo! –en un arranque de lucidez la señora–. ¡Quítelo todo y apunte!: ¡quiero un hombre que me cabalgue como un animal y me empotre contra el cabecero!
Podéis imaginar las risas tras cervezas, vinos y orujos… A continuación, dije algo como:
–A mi esas son las preliminares que me gustan: el sonido del cabecero chocando contra la pared –acompañando la frase con golpes continuados a la mesa, marcando el ritmo.
Después hice una ronda de encuesta, preguntando a las chicas que estaban allí, si a ellas les gustaba eso: que las empotraran contra el cabecero. No recuerdo las respuestas, pero puedo imaginarme las caras. Le pregunté a Marisa, a Nora y a Rous,… Y a Sofía, tal vez para devolverle el comentario de que no había parado para ver si estaba bien cuando se torció el tobillo, le dije:
–A ti Sofía, no te pregunto; porque ya sé la respuesta.
Estuvimos allí sentados de sobremesa un rato muy agradable, y unos se fueron y vino Jose, que ya había recogido a su sobrino. Santi aprovechó los dotes de enfermero de Jose para que le arreglase un poco aquellas uñas que daban tanto miedo. Estuve viendo la operación de reojo, porque Jose le estaba atravesando las uñas de los dedos gordos con una aguja calentada con el mechero, para sacar la sangre y el pus que se le había acumulado a Santi debajo. Nos dispersamos todos, quedando a cenar en el otro restaurante que habíamos conocido a la mañana.
Allí nos volvimos a reunir casi toda la familia peregrina, y fuimos sacando viandas para comer y vino para pasarla. El día terminó como lo empezó en el mismo sitio: fumando otro nuevo cigarrito de la risa, que pasó de mano en mano. De aquel lugar guardo una foto curiosa, que hizo Sofía. Siempre me resulta interesante ver las fotos de gente sonriendo y pasándoselo bien, porque aparte de los que se ven en la imagen, al otro lado de la cámara suele haber un protagonista más. Es una foto con todos nosotros señalando en el preciso instante que por el cielo pasaba la ISS; pero no debimos de fijarnos muy bien, porque cada uno señala con el brazo en direcciones opuestas.
∞
Eran las 11 de la mañana y paramos en un bar al lado de la carretera en un tramo despoblado. Había muchos peregrinos desayunando, y el ambiente era bueno, porque el sol y la ya cercanía del final del viaje animaban a la gente a disfrutar cada minuto. Pedimos jarras de cerveza de medio litro. Entonces me fijé que en una mesa más alejada estaba Sofía, con las dos chicas rubias con las que caminaba desde hacía varios días. Una era terriblemente antipática y amargada. Me propuse sacarle una sonrisa de su pétrea cara en alguno de aquellos días, y por eso, cada vez que la saludaba, lo hacía con mi mejor y más seductora sonrisa. Me acerqué a saludarlas. La música era buena, y eso nos animó a tomar una segunda cerveza. Y la cerveza animó a la gente a ponerse en pie y bailar. Insisto que eran las 11 y pico de la mañana de un día cualquiera del mes de agosto, en el camino de Santiago: ¿lo normal? Creo que no. Marisa y Santi se subieron en las sillas, Nora y Carlos bailaban a ras de suelo, Rous grababa la escena en el móvil, y yo sujetaba las sillas para que no se cayeran. Cuando se calmaron un poco, y se bajaron de las sillas, un peregrino alemán que estaba sentado cerca, me indica con la mano que me acerque. Me dice en un perfecto castellano y con una sonrisa mezclada de alegría, envidia, felicidad y vida:
–¡Vuestro grupo tiene magia!
Seguido Sofía me tocó en el hombro.
–Vasco, me desconciertas –dijo con cara de asombro y júbilo–; porque eres el más loco y cuerdo a la vez.
Sofía no caminaba con nosotros, porque desde lo del tobillo se unió a esa otra chica que también iba medio lesionada, y las dos hicieron de muleta y compañía una de la otra. Pero siempre estuvo ahí. Esta frase en concreto me hizo mucha gracia, porque la verdad es que yo estuve aquellos quince días absolutamente eufórico, y todas las noche me acostaba traspuesto, por lo que la imagen que di fue la de un tarambana de cuidado.
Mi respuesta fue:
–Claro Sofía, depende de las zapatillas que lleve: ahora tengo las de caminar, y eso es cosa seria. Por la tarde, después de ducharme, ¡me pongo las chancletas de fiesta!
Un día de años atrás, iba solo y desamparado, y paré en un pueblo con tres bares y un monasterio grandioso. Por la noche estuve cenando en el primero de los bares, y bebí varias copas de vino blanco gallego que estaba muy rico. Después probé el orujo blanco de cada uno de los tres bares, para comparar, y el 4º y 5º los rematé en el primero de ellos, que era el que mejor orujo tenía. En aquel momento me encontré con otro personaje como yo, y con el hospitalero. Nos tomamos una primera copa de ron los 3 juntos. Y como hicimos buenas migas, y a pesar de que el horario de cierre del albergue era las 22h.30 y ya eran como las doce de la noche, nos dejó las llaves.
–Toma –dijo entregándomelas–. No hagáis ruido al entrar, y la dejas en la mesa de la izquierda.
No lo recuerdo, porque llegué unas horas después, completamente mamado, pero debí de hacerlo bien por inercia. Aquella noche me caí de la litera de arriba, y a la mañana me despertó el señor tan simpático que me dejó las llaves, mientras barría el albergue. Conseguí abrir un ojo, y me fijé que estaba ya yo solo. Pero nunca tuve prisa, y aquel día las tres primeras horas de la mañana caminé con la misma sensación que se tiene yendo de copiloto, por una autopista ancha y recta, en invierno, y con la calefacción puesta, justo después de haber parado a comer, y tienes esa sensación tan agradable de ir quedándote dormido.
Efectivamente, creo que Sofía tenía razón en lo de más loco y cuerdo a la vez. Pero lo que nunca he tenido claro, es si loco es lo malo y cuerdo lo bueno, o al revés. Lo que sí he sabido desde pequeñito, es que la gente normal es muy aburrida.
∞
La siguiente jornada de caminar la terminamos a la hora de la merienda comiendo en un bar. Los días pasaban en feliz armonía, con un grupo de unas diez personas divertidas que teníamos claro que si la vida realmente tiene algún sentido, es el de disfrutar compartiendo momentos que mueren. En aquella comida nos dimos cuenta de que casi todos los comensales que había reunido el camino estábamos divorciados: fue gracioso, porque parecía un campeonato por saber cuál de los matrimonios había durado menos. Yo quedé en 2ª posición.
Para el recuerdo quedará la frase de Santi a la salida de aquel bar. Estábamos Marisa, él y yo, fumando después de comer, esperando a que saliera el resto de la gente, pegados contra la pared, porque a pesar de ser agosto, hacía un viento frío que cortaba el cutis. Santi pegó una honda calada al cigarro y saliéndole desde lo más profundo del alma dijo:
–¡Tengo los huevos como para rellenar buñuelos!
La noche terminó sentados en las mesas de afuera del albergue, tras tomar una copa en otro sitio al que los llevé, para aprovechar y preguntar por Suso, el dueño, que conocí unos años atrás. Estábamos animados y no teníamos sueño, y a pesar del frío, nos acomodamos en las sillas de afuera del albergue, que ya tenía la barra cerrada, y nos tapamos con las mantas de las literas. Me acompañó Marisa a por unas botellas de orujos a otro de los establecimientos, y le pedí unos vasitos, que me comprometí en devolver a la mañana siguiente. Soy un gran aficionado al aguardiente gallego, y quería que mis amigos probaran las diferentes variedades, así que compré orujo blanco, de café, de crema y algún otro.
–Arkaitz, dame una calada, por favor, que llevo todos estos días sin dormir, y ya no sé qué hacer –para mi sorpresa, esta frase la dijo Rous. Y para mi desdicha, ya solo quedaban los dos últimos cigarros liados.
De esta manera, fuimos liquidando las botellas y los cigarros balsámicos. Así que volví a reponer existencias, acompañado de Rous, al bar de antes. Me encontraba muy tranquilo y sentía mucha paz rodeado de esas personas que conocía de hacía tan poco tiempo, y supongo que por eso, les conté todo esto:
–Hace ya más de 3 años que hice mi primer camino. Recuerdo que el 12 de enero de aquel año fui a montar un poco en bici, como solía hacer los sábados. Al llegar a casa, mi mujer me preguntó si había sacado a pasear al perro, sabiendo que en días como aquel era ella la encargada de hacerlo. Cuando le dije que no, me miró con una cara de odio que jamás he vuelto a ver en nadie. Discutimos, y preparó una maleta. Cuando estaba abriendo la puerta me dijo Me voy, y yo contesté: Vete y no vuelvas. Y se fue. Volvió el día siguiente a llevarse al perro, que fue al que más tardé en aprender a olvidar. Le quería muchísimo. Recuerdo que aquel 13 de enero no tenía ganas de nada, y estaba tumbado en el sofá. Puse la tele, y por casualidad, dieron mi película favorita: Forrest Gump. ¡La habré visto como 12 veces! Aunque siempre digo lo mismo: las casualidades no existen, son otros que conspiran a nuestras espaldas. El caso es que estuve muchos días viendo la tele; pero no la encendía. De repente, tras más de ocho años de relación, todo se había terminado, porque ella no era feliz conmigo, y parece que tenía claro con quién si lo iba a ser. Ahora es madre, y le deseo que le vaya bien, porque lo único que siento es gratitud: que ella decidiera terminar aquella relación ha sido lo mejor que alguien ha decidido por mí. Pero en aquel momento fue duro, porque de repente me había quedado solo, y sin saber qué hacer. Tuve una horrible depresión que me duró varios meses. Yo nunca había pensado en hacerlo, pero por algún motivo llegué a esta conclusión: tengo dos opciones, coger la baja o escapar un mes. Y la vía de escape que se me ocurrió fue hacer el camino. Nunca había viajado solo, y nunca había caminado nada. Y el primer día en Pamplona, antes de coger el bus hasta Roncesvalles, era como si la mochila pesara 40 toneladas. Iba con los pies y la moral a rastras. Pero poco a poco conseguí llegar a León, que es de donde hemos salido esta vez. Tardé 17 días de agonías, y 17 noches de insomnio. Hasta que en el albergue aquel coincidí con un tipo que se llamaba Willy, que me preparó un cigarro de chocolate y me dijo: fúmatelo justo antes de ir a dormir. Ha sido la última vez que he pasado una noche en vela. En ese primer camino me picó una araña y me hizo reacción y tuve que ir a urgencias a pedir, como dije en el mostrador: un chute de cortisona. Y después estuve varios días con tendinitis en los dos tobillos. Pero no me podía rendir; era una cuestión personal. Desde Burgos a León es el trozo que llamo la travesía del desierto, porque no hay casi nada para ver. Y en aquel tramo es como si, por fin, se diera el punto de inflexión para salir de aquello. Por eso en mayo volví a hacer aquel tramo, y por eso ahora continuamos desde León. Y todos estos sitios están llenos de recuerdos para mí. Lo estoy disfrutando mucho. Eh ahí un pequeño resumen del por qué hice mi primer camino.
Rous se levantó a la mañana siguiente con una sonrisa, y me dijo:
–Arkaitz: ¡he dormido del tirón!
∞
Me levanté con resaca y el estómago maltrecho. Además de eso estaba de mal humor y tristón. Así que me fui a desayunar por mi cuenta, e hice tiempo para que todos se fueran por delante de mí. Quería estar solo y quería llevar mi cruz en soledad. Cuando llevaba un rato de pateo cansino y perezoso, me alcanzó Sofía.
–¿Qué te pasa vasco? ¿Cómo vas? –me dijo.
–No me encuentro bien. Creo que ayer me pasé con los orujos, y como le dije al del bar: no es el mejor que he probado –efectivamente, así le dije, y me miró con cara de circunstancias; pero conozco muy pocas personas que sepan apreciar los orujos blancos que están ricos, tanto como yo. Y aquel no era nada bueno.
–Pues cuando pares, toma una manzanilla en vez de cerveza.
–Si no pasa nada. Estoy ya acostumbrado a levantarme con resaca. Se me irá pasando con los kilómetros. Pero es que hoy me he levantado raro: un poco triste. Creo que ya me estoy intentando hacer a la idea de que esto se acaba –lo que más me dolía en aquel momento no era el estómago, era algo más profundo.
–Bueno… pero procura beber agua, y a sorbitos, para no vomitar –me seguía aconsejando Sofía–. A mí me vino bien con la quimio.
Me lo soltó así, de repente. Y siguió:
–Cogí el truco de beber a sorbitos pequeños, para que no me diese arcadas. Y era bueno beber, aunque no tuviera sed. Tú bebe a poquitos, y se te irá pasando.
Y claro que se me pasó: yo estaba quejándome de dolor de barriga, y a mi lado caminaba una chica que llevaba menos de seis meses sin tratamiento para el cáncer. Aquello me superó en ese momento.
–Sofía, perdona, pero hoy me pillas muy blandito –me llevé la mano al pecho–, y no quiero que me veas llorar.
No sé qué me pasaba aquella mañana, a falta de un par de días de llegar a Santiago, ya intentando asimilar, otra vez más, que el camino es una cosa y la realidad de la rutina es otra diferente. Me había levantado con el pie izquierdo.
–Bien –me dijo ella–: ya charlaremos otro día.
Se me adelantó, y cuando me quedé solo, lloré. Más tarde paré y me tomé una manzanilla a sorbitos. Continué toda la mañana solo, y sabía que iba a necesitar un par de horas más para terminar de digerir que las vacaciones se acababan. Pero esta vez la vuelta a la rutina se me antojaba aún más complicada que las otras veces. Mis circunstancias habían cambiado: en mi primer camino, tenía depresión; este último, era el primero que hacía después de haber vendido el piso que compré con mi ex, para así, por fin, haber liquidado la hipoteca. Ya solo había una rémora que atara mis sueños al fondo del mar: mi trabajo. Seguí caminando taciturno y sin ganas de hablar con nadie, y al fondo iba Sofía, que de vez en cuando miraba si yo seguía por detrás. A la entrada del pueblo en el que habíamos quedado, como es tradición, en la sidrería a comer pulpo y beber vinos, paré a estar tranquilo en el bar que no había nadie. Me escondí allí un rato, con la esperanza de que no me esperasen en la pulpería. Quedaban unos días para volver a casa, pero yo ya me estaba haciendo a la idea; y no podía. Continué, y al pasar por la calle de la pulpería, crucé al otro lado, con la intención de pasar de largo; pero Jose me vio, y levantando el brazo y diciéndome que fuera, dijo muy serio:
–¡Ven aquí ahora mismo o me voy a tener que enfadar contigo!
Le hice caso, porque era consciente de que me estaba portando como un chiquillo. Nada más sentarme en la mesa corrida en la que estaban mis 8 compañeros de aquellos días, Jose pidió 9 copas de ginebra Larios con Coca Cola. Era la bebida que tomábamos él y yo por las noches, cada fin de jornada, antes de acostarnos. Brindamos, y me sentí tan bien acompañado, tan querido, y tan feliz, que tuve que salir a la calle a coger aire… y volver a llorar. Esta vez las lágrimas eran dulces y sabían a paz. Al salir de allí decidí no seguir lamentándome de que aquellos días tan felices estuvieran a punto de acabar, porque sería estúpido dejar de disfrutar lo que quedaba pensando en lo que vendría después al volver a casa. Parece sencillo, pero centrarse en lo que se está haciendo en el momento, para poder estar donde se está, que es en el aquí y ahora, no es fácil cuando sabes que pronto habrá un cambio que no quieres. Pero lo hice, y lo que quedaba era todavía lo mejor, probablemente, porque así lo decidí. En todos y cada uno de aquellos maravillosos días, cada mañana, me dije a mí mismo y al que estuviera a mi lado: Hoy va a ser un gran día. Y todos, todos, todos los días se cumplió.
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El día antes de llegar a Santiago paramos a almorzar a media mañana en un sitio en donde hacen una cerveza casera. La tradición del lugar es escribir en la pegatina de la botella un deseo, y en navidad tienen la costumbre de colgar los miles de botellines en un gran árbol: el árbol de los deseos. Íbamos casi el grupo entero, unas 10 personas. Estuvimos allí un buen rato, entre cervezas y risas, charlando mucho. Recuerdo que Marisa se encontró con una amiga del pueblo, que estaba justo en el mismo sitio que ella en el mismo momento; estas son las típicas casualidades del camino. Yo estuve charlando en aquella mesa con una chica que era profesora: me decía que le daba pena la gente que solo tenía un mes de vacaciones al año, porque ella tenía todo el verano para viajar y vivir, en un sitio y otro y de aquí para allá. Pensé entonces, que el próximo lunes tenía que volver a mi trabajo, y decidí posponer ese trago hasta la vuelta de casi 12 horas de autobús de unos días más adelante. Mi deseo escrito en la botella fue este: Lo que el camino ha unido, que no lo separe la rutina.
Al levantarnos de allí, me adelanté unos pasos, porque recordé una frase escrita en un poste de telefonía, escondida por alguna esquina. En mi primer camino, tres años antes, llegué a ese punto tras 26 días de sangre, sudor y lágrimas (literalmente las tres cosas): Aquella primera experiencia peregrina fue el mes más importante de mi vida, solo superada por esta historia que os estoy contando. Mi idea inicial fue caminar desde Roncesvalles hasta Santiago, en un mes, como dicen las guías de peregrinos. Tras unos primeros días de depresión y agujetas, una visita a urgencias por la picadura de la araña, que me dio fiebre y todo aquello, recuerdo que le dije a una pareja que conocí, al adelantarles: ¡Soy feliz! Y era verdad, llevaba una semana de camino y ya casi sentía que había dejado atrás mi pasado. Después de esto tuve tendinitis en los dos tobillos, y siempre recordaré la frase de otro compañero al que le deberé su apoyo: Arkaitz, tío: cuando llegues a Burgos, vete a urgencias a que te hagan una radiografía… Y vete a tu puta casa. Aquellos días lloré de frustración, porque me había propuesto no rendirme y caminar a pesar de todo; y justo coincidía con mi primer aniversario de boda, que ya no celebraría, pero que no olvidé, y que fue el peor día de todos; tal vez por ese enorme orgullo que me consumía decidí seguir hasta que no pudiera dar un paso más. Jamás me arrepentí, porque en Burgos ya no me dolía nada, y pude seguir a buen ritmo hasta la próxima ciudad. A este tramo entre Burgos y León, le llamo La travesía del desierto; porque es una interminable recta de más de 200km por un terreno árido y desolado, casi sin nada en lo que entretenerse. Recuerdo el día de mi primera ampolla, que caminé unas 12 horas en absoluta soledad. Aquel día, iba muy cansado y con dolor de pies, y me di cuenta al ver al fondo la torre de la iglesia del pueblo al que decidí llegar que había estado metido en la nada durante 3 maravillosas horas: es como si hubiera dejado de existir… y pensar. Fue un día de inflexión en mi vida. Cuando tan solo me quedaba un día para llegar a Santiago, vi escrito en un poste de teléfono, en una tarde en la que no caminaba nadie, la frase que tanto me marcó: El camino es la meta.
Esta vez, quise hacerme una foto con mis 10 compañeros de fatigas, justo en derredor del poste de madera, después de tomar las cervezas y escribir deseos en los botellines.
La meta es el camino: la primera vez que vi esta frase, se me quedó grabada a fuego, porque solo yo sabía lo que me costó llegar a estar a poco más de un día de conseguir mi objetivo de pisar Santiago de Compostela. Solo yo lo sabía, y tras entender la trascendencia de aquellas simples palabras, me di cuenta de que ya no tenía ningún sentido llegar al final. Ya no era importante el destino, la meta, el conseguir el objetivo. El orgullo de días antes se había diluido con el esfuerzo, el dolor y la soledad, y había dejado espacio para sentirme en PAZ. En paz conmigo mismo, en paz con mi pasado y mi futuro, tranquilo, caminando con calma sin importarme el destino. Aquel 20 de junio del 2012, me di cuenta de que la meta no era terminar el camino, ni demostrarle nada a nadie, ni siquiera a mí mismo, porque como dijo alguien, Camina despacito, que al único lugar que tienes que llegar es a ti mismo.
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Un viejo cuento sufí dice que una tigresa embarazada murió tras parir a su cachorro. El cachorrito de tigre fue adoptado por un rebaño de ovejas, y creció creyéndose una de ellas. Esto lo vio desde la colina un tigre adulto, que horrorizado, corrió hasta el rebaño para agarrar del cuello al tigrecito y explicarle que él no era una de esas ovejas que balaban y comían y se quejaban del precio de la gasolina y de lo que decía la prensa. El tigre adulto le hizo rugir al tigrecito, pero a este le salía un triste beeee, porque era lo que había aprendido a hacer. Lo siguió intentando hasta rugir como un tigre, y de esa forma darse cuenta de lo que verdaderamente era, y no lo que siempre creyó ser.
Esto me lleva al último día de camino, en el que terminamos ya a las puertas de Santiago, en el Monte del Gozo. El peregrinar está lleno de sabias frases que a veces no entendemos a pesar de leerlas una y otra vez; pero si llegamos a sentir lo que en ellas dicen, no podremos olvidar. Así me pasó cuando iba caminando tranquilo, como siempre, y vi escrito en un muro lo que definía en muy pocas palabras lo que me estaba pasando por dentro: Siempre sé tú mismo. Probablemente todo el mundo crea saber quién es, y con suerte pueden sentirse orgullosos de haberse conocido, pero yo creo que no es fácil quitarse de encima todo lo que no nos deja ser nosotros mismos. Es una tarea titánica que nunca termina. Tal vez la vida consista simplemente en eso. No lo sé, pero tengo muchas más páginas para seguir pensando en voz alta sobre este tema mientras os cuento lo que hice a la vuelta del camino, y lo que aprendí a cada paso.
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La mañana del último día recibí una gran lección. Pero antes os tengo que contar lo que pasó por la noche: Marisa, Santi y yo nos entretuvimos al llegar a menos de 5 minutos del albergue a charlar con un viejo conocido mío. Es un tipo peculiar que en verano vive en el camino, en el hotel de estrellas infinitas. Estuvimos charlando un rato largo, sobre la vida, el camino y el amor. Yo quería decir miles de cosas que se me ocurrían a medida que fluía la charla, pero este pequeño gran hombre no paraba de hablar, con su voz ronca y gastada. En ese momento contuve las ganas de contar todo lo que quería contar, y que a mí me parecía tan importante, porque para mí lo era. Os voy a contar un secreto: todos tenemos esta impresión de que las cosas que nos pasan son las más importantes del mundo. Aunque lo cierto es que lo que nos pasa a cada uno de nosotros, tengamos depresión, hayamos subido haciendo el pino el Everest, corrido una maratón, tener un doctorado cum laude en metafísica, un Ferrari rosa en el garaje, o lo que sea; ¡no le importa a casi nadie!… Como mucho a nuestras madres, con suerte, y si nos quieren tanto como la mía a mí.
Creo que en ese momento me di cuenta de que había aprendido a escuchar de verdad. La charla fue entretenida, y este tipo me regaló una hoja de maría hecha de alambre, que le pedí para dársela a un amigo, y me hizo sin dejar de contarnos cosas. Desde la manta en la que estábamos sentados, y que hacía las veces de alcoba, se veía un monumento erigido en homenaje a los peregrinos y que inauguraron en 1982 aprovechando una visita del Papa Juan Pablo II a Compostela. El monumento es un gran bloque de hormigón, con grabados de pasajes del Papa en Santiago, y encima hay dos figuras redondeadas que se supone son los perfiles de dos peregrinos, que están sujetando una cruz con la concha característica del camino. Este hombre señaló en dirección a la escultura, y nos hizo ver que desde allí las figuras de los peregrinos parecían los números 666. El número del diablo encima del Papa. En ese instante me llamó la atención la apreciación, pero con el tiempo he podido observar muchos símbolos similares, y a medida que me he ido interesando por aprender a interpretarlos han dejado de ser tan malignamente místicos.
Terminada la charla por la cercanía de las diez de la noche y por tanto el cierre del albergue, nos levantamos de la manta y vimos a Txema, Jose y otros compañeros, que alarmados, nos metían prisa para ir a cenar; ¡pero no sé vivir con prisa! El hospitalero nos atendió y nos enseñó las dos habitaciones contiguas en donde había literas disponibles. Santi se puso un poco nervioso, porque quería que estuviéramos los 9 compañeros juntos, y teníamos hueco para 2 en la habitación de 8 que copaban nuestros amigos, y otro colchón disponible en la habitación de al lado. Además de eso, el responsable del albergue nos advirtió del cierre del mismo, 10 minutos más tarde.
–Santi, no te preocupes –le dije–: Confía en mí y déjate llevar.
–¡Pero nos van a cerrar y la gente se ha ido ya a cenar!
–Santi, tranquilo –le agarré del hombro–. Tengo plan A, B y C.
Nos duchamos tranquilos y salimos por la puerta trasera, lejos de la vista del responsable, y puse una piedra que estaba al lado para que la puerta quedara abierta. Este era el plan A. También me preocupé de dejar la ventana de nuestra habitación abierta, porque al tratarse de una sola planta, era muy fácil entrar por allí. Este era el plan B. Además, seguramente la ventana de la cocina estaría abierta a nuestra vuelta, o la propia puerta principal. El trabajo del hospitalero, que en el caso de Galicia son funcionarios, y te encuentras de todo, es decirnos las normas e irse a sus casas a dormir calentitos con la familia. Aquel día era fiesta, porque todos íbamos a conseguir llegar a nuestro destino; y estábamos felices. Nos unimos a nuestro grupo en un bar y cenamos unos chuletones de carne y bebimos buen vino. Jose ya estaba más tranquilo, porque parece que había entrado en crisis con el horario del albergue.
–Rous, toma –le entregué la hoja de maría hecha de alambre que me había hecho el tipo con el que estuvimos de charleta. Me di cuenta de que era la 3ª vez que me regalaba a mi o a alguien que iba conmigo un detalle similar, y que nunca le había pagado a cambio; sabía bien que no aceptaría mi dinero: porque los regalos no se pagan.
–¿Por qué me das esto? –contestó ella.
–Es un encargo: quiero que me lo devuelvas con un cordón bonito a juego.
No sé por qué hice aquello. No lo pensé. A veces hago cosas sin pensarlas; bueno: la mayoría de las veces. Pondría la mano en el fuego por cualquiera de las personas que estaban aquel día en aquella mesa. Me habían enseñado mucho. Me sentía muy querido por todos ellos. Después de cenar tomamos una copa en la puerta del restaurante. Después de esta copa, fuimos al bar que había sondeado de camino a la cena, y pedimos otra ronda. Después de esa ronda pedimos otra, y pusimos música en la tele: ¡nos montamos un karaoke muy divertido! Terminamos todos felices y borrachos, a las tantas de la noche. Cuando volvimos caminando hacia el albergue, pasamos por donde el tipo que dormía en la manta y sus amigos, e hicimos demasiado ruido y nos lo recriminó. Yo intenté apaciguar los ánimos de los míos, pero era imposible; y me acerqué al otro lado de la valla que delimitaba las dependencias de los que intentaban dormir, pero JC me dijo con aspavientos que me fuera. Me supo mal.
Como resumen de aquella noche: todos conseguimos dormir en algún sitio, y a la habitación de 8 literas para nueve personas, resultó que le sobraron 3 de ellas… Fue una gran noche, ¡sí señor!
Por la mañana nos despertaron pronto, y mi horrible dolor de cabeza y yo, fuimos caminando lentamente hasta el puesto de bebidas y cosas varias al lado de donde acampaba JC. Le encontré allí mismo, y le invité a un café con leche.
–Hola, siento lo de anoche –comencé las disculpas.
–Bueno… –dijo él.
–Anoche no conseguí calmar a la gente cuando pasamos por donde dormíais vosotros.
–Ya, y cuando viniste a pedir perdón, era hacer más ruido. No era el momento –dijo sin mirarme a los ojos, como enfadado.
–Lo sé, por eso he venido ahora.
–Está bien –sentenció.
Después de eso, recordando la charla de la tarde anterior con él, no sé qué tema llevó a cuál y cuál otro al siguiente, pero el caso es que le comenté que estaba escribiendo un libro sobre mi primer camino de 32 días, que en aquel entonces era el que tenía comenzado y atascado; porque me cambió la vida.
–No vas a poder hacerlo hasta que dejes de lado lo que te contamina –esta vez me miró a los ojos.
La frase resonó durante muchas, muchas, muchas semanas en mis oídos. Y era verdad, porque no fui capaz de empezar a escribir hasta haber dejado las cosas que me estaban contaminando, es decir: autodestruyendo.
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Así pues, esa misma mañana hicimos unos pocos kilómetros hasta llegar a Santiago de Compostela, y poner punto y final a esta nueva aventura peregrina. Sobre esto no me voy a extender demasiado, porque ya he consumido las páginas que tenía previstas utilizar para la introducción a lo que quiero contar; pero es que fue tan formidable cada una de las jornadas, que no he sido capaz de resumirlo en menos palabras. Sobre el fin del camino en Santiago, he de confesar que fueron los días que más lloré de felicidad en mi vida, y a la vez, mayor dolor sentí por tenerme que despedir de tanta y tanta gente maravillosa. Para no alargarlo más, daré unas pocas pinceladas sobre los recuerdos que guardo con mayor cariño, y fueron las que definitivamente consiguieron que un ateo convencido como yo, empezase a creer en la providencia del destino y la sincronía de los acontecimientos que se entienden por casualidades. Como siempre, repito lo de: las casualidades no existen, son otros que conspiran a nuestras espaldas. En pocas palabras, se me fue del todo la pelota; ya sin remedio.
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La mañana del primer día con las botas colgadas, que en mi caso fue de forma real, porque las dejé en un muro al lado de la catedral, comenzó desayunando con Marisa en una terraza al sol. Estábamos charlando animadamente, y de forma algo melancólica, sobre las rutinas que nos esperaban de allí a unos breves días. Levanté un momento la cabeza de la taza de café, y en una furgoneta de reparto que acababa de aparcar allí, frente a mis ojos, vi escrito: Ahora viene lo mejor. Ya no estábamos en el camino, pero todo me seguían pareciendo señales puestas por un guionista retorcido, que estaba escribiendo a la vez que yo, la película de mi vida. En aquel momento cerré el círculo. Algo comenzó con la frase del 2º día de camino en el páramo: Atento a lo que no se ve. Ahora estaba atento, y alguien me estaba diciendo que iba a venir lo mejor. Creo que por fin había aprendido lo que quería decir el zorro del principito con lo de lo esencial es invisible a los ojos, solo se ve bien con el corazón.
Tenía demasiada información almacenada de los últimos días, y poco tiempo de calma para reflexionar sobre ello; por eso decidí guardar bien pegado al archivo del corazón cada una de las frases que llevaba intrínsecamente adosado un importante conocimiento de mí mismo. Cuando tuviera tiempo en el largo viaje de vuelta en bus del día siguiente, intentaría asimilar algo para poder tomar una decisión. Pero eso lo dejaría aparcado por más de 24 horas, porque todavía quedaba mucho que disfrutar antes de volver a casa… Y a la vida real. ¿Pero, qué es real?
Nos levantamos de allí. Yo estaba todo emocionado por la frase que acababa de leer, y fuimos de camino al albergue que había reservado Sofía para pasar la última noche todos juntos. Era una senda peatonal por medio de un parque, en el que se veía al fondo la catedral. Mi sorpresa y alegría fue mayúscula al encontrarnos de frente a Sofía, que venía en dirección contraria, desde el albergue. Aprovechamos las vistas desde allí para hacernos unas fotos, y como no me gusta nada posar, le dije a Marisa que le diese al botón de disparar mientras le contaba a Sofía lo de la furgoneta.
–Sofía, verás: acabamos de estar desayunando allí –señalé con el dedo a la terraza–, y justo enfrente de mí ha aparcado una furgoneta, ¿y sabes qué ponía? ¡Ahora viene lo mejor!
–Claro –dijo ella sin pensarlo un segundo–. ¡Y he venido yo!
Me hizo mucha gracia su comentario, y sobre todo su forma tan espontánea de exclamarlo. Tenía el brazo extendido y apoyado en el hombro de Sofía, y estábamos mirándonos de frente a los ojos, con la catedral al fondo, y ella me dijo otra cosa que me llenó los ojos de lagrimillas dulces:
–Vasco, tienes el don de hacer que la gente que está contigo, se dé cuenta de que cada momento es único.
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El momento de llegar a la plaza de la catedral y terminar el camino siempre es especial. Esta vez me adelanté unos pasos para sentarme a escuchar la música de gaitas que siempre suena en el paso subterráneo de escaleras que baja hasta la plaza. Estuve allí como 20 minutos, con la mirada perdida en el infinito, dirección a Fisterra. Cuando estuvimos todos en la plaza, nos hicimos fotos de recuerdo, sentados uno detrás del otro, remando como un equipo, o haciendo un círculo con las zapatillas, visto desde arriba. Al fin y al cabo, siempre quedarán los recuerdos. Jose me dio un abrazo y me dijo otra frase de las de enmarcar:
–Arkaitz, nunca dejes de escuchar las gaitas.
Espero poder cumplirlo, porque la música simboliza muchas cosas, de las que no se ven con los ojos. Esto lo explicó muy bien un tipo listo cuando dijo lo de: Aquellos que fueron vistos bailando fueron considerados locos por quienes no podían escuchar la música.
–Y prométeme una cosa, tío –siguió Jose–: cuando llegues a casa, dale un gran abrazo a tu madre y dile que la quieres.
–Te lo prometo –y lo cumplí.
En esa plaza del Obradoiro tengo mi lugar favorito: es una columna concreta del edificio de enfrente de la fachada principal de la catedral. Es la columna en la que siempre que he llegado como peregrino, me he apoyado sentado en el suelo. Una vez tuve que trabajar en Santiago dos semanas seguidas, y la oficina estaba a 5 minutos a pie de la plaza. Aprovechaba el rato del almuerzo para subir a sentarme en un banco de piedra, de los que rodean la plaza, y estaba allí un largo rato viendo a los peregrinos llegar. Entonces tenía veintitantos y 140kg de peso, y envidiaba las caras de felicidad de los caminantes que veían cumplido un sueño. Tal vez fuera casualidad el tener que trabajar allí aquella temporada, y tal vez fuera casualidad que la oficina estuviera tan cerca de la catedral… Pero ya sabéis lo que opino de las casualidades.
Allí mismo, debajo de los soportales de las columnas, a las 10 de la noche toca la tuna. Y nos pasamos a verles, antes de festejar con mucho alcohol, alegría, baile y besos, porque a mí me hacía ilusión escuchar la canción de El rey. La gente pedía canciones a los tunos, y Marisa pidió por mí la que yo quería. Había un tuno que se encargaba de recibir los pedidos y vender sus discos. Yo no quise comprarlo hasta no escuchar la canción, pero el tuno recaudador de turno, me miró de una forma que he visto muchas veces: de esas como señalando con el dedo, inquisitivamente.
–Me has mirado juzgando, y no sabes por qué estoy ahora aquí –me acerqué y le dije esto, recordando mi primer camino, el divorcio, la depresión, y todo lo que me había llevado a estar allí, en ese preciso instante.
Él me escuchó, hizo caso omiso y volvió a vender discos. Un rato más tarde se acercó a mí, y me dijo:
–Me ha dejado tocado eso que me has dicho –y en sus ojos se veía que lo decía en serio.
Me apoyé en mi columna a fumar un cigarro y esperar a escuchar lo que habíamos pedido, de espaldas a la tuna, y a toda la gente que estaba allí escuchándola. Vino Marisa a ver dónde estaba, y después se me acercó también Sofía. Las dos vieron que quería disfrutar de mi momento a solas, y se volvieron al grupo.
Finalmente sonó mi canción:
Con dinero y sin dinero
hago siempre lo que quiero
y mi palabra es la ley.
No tengo trono ni reina,
ni nadie que me comprenda,
pero sigo siendo El Rey.
Una piedra en el camino
me enseñó que mi destino
era rodar y rodar, rodar y rodar, rodar y rodar.
Después me dijo un arriero:
no importa llegar primero,
pero hay que saber llegar.
Y lloré y lloré, lloré y lloré.
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Nos fuimos reuniendo, todos los que habíamos compartido los últimos días, al son de los brindis de copas de albariños y ribeiros. Como no puede ser de otra forma, la noche estaba lluviosa y con una neblina espesa, que hace aún más místico el hecho de celebrar el fin del camino en Santiago. Salimos Santi y yo a la puerta del bar, y fue como un reencuentro. Habíamos salido de su casa juntos como 400 años antes, o 2 semanas quizás… Ni idea; y llevábamos sin hablar a solas desde el 2º día, que conocimos a Sofía. Precisamente ella también salió, y nos hizo un regalo. Y como a ella le gusta, todo tiene un mensaje:
–La vida debería ser tan simple como el camino –comenzó a explicarnos–: en el que en cada cruce de decisiones tan solo hay que seguir la flecha amarilla… Aunque creo que realmente es así de fácil, porque todos tenemos en nuestras propias vidas flechas amarillas que nos guían… como la paz que sentimos en el corazón.
Nos dio un llaverito en forma de flecha amarilla.
–Me encanta lo que has dicho, Sofía –continué yo, que había estado pensando mucho sobre la amistad en los últimos días–. Yo digo algo parecido.
–Te escucho –dijo ella.
–Digo que cuando sea niño quiero ser farero. Quiero ser un faro con luz para la gente que me rodea, aprecio y quiero; y así, en tiempos de tempestad en las vidas de esas personas, en las noches oscuras del alma, cuando el barquito en el que navegan vaya a la deriva, puedan ver la luz de mi faro, que les avisará de dónde está la costa y el peligro.
Después de este momento de reflexiones sobre la vida, buscamos un bar con música y pista para bailar. Tomé unos cuántos chupitos, porque era ya la última noche y sentía que se estaba cerrando una etapa en mi vida, para abrirme a la próxima. Nos lo pasamos muy bien, y poco a poco nos fuimos dispersando… ¡Perdí hasta el sombrero! A la mañana estaba medio inconsciente, pero entre sueño, resaca y realidad, me pareció que Sofía se despedía de mí con un beso en la frente. Más tarde, a las 11 en punto, entró el responsable del albergue para decirnos que era hora de ahuecar el ala. Sofía ya no estaba, porque tenía que volverse a casa en el bus de la mañana. Santi, las chicas y yo, estuvimos deambulando por allí y haciendo tiempo hasta que se fueron en un taxi. Las despedidas son horribles: me pongo muy triste. Así, nos quedamos de nuevo solos, Don Quijote y Sancho Panza: ¡No son gigantes, amigo!
Como todavía no había visitado la catedral, decidimos hacerlo al quedarnos solos; y entramos juntos para separarnos en la puerta. Santi pensaría en sus cosas, y yo en las mías. Di una vuelta por ese majestuoso edificio religioso, por el que había caminado ya muchas veces, y tardé poco en sentarme en un banco de frente al altar mayor. Me quedé allí, observando la opulencia del lugar, lleno de detalles materialmente valiosos, brillantes y pomposos. Me molestaba la riqueza del lugar, y me molestaba el cuchicheo de los turistas que hablaban demasiado alto y hacían fotos. No me pareció el templo adecuado para terminar un camino espiritual como el que había hecho. Por eso, en aquel preciso instante decidí que tenía que volver a mi sitio favorito de todos los caminos que he pisado: la ermita de Eunate, cerca de Pamplona. Es un sitio pequeño, octogonal, silencioso y sin adornos… al que tenía que volver caminando.
Salí de la catedral de Santiago de Compostela, algo irritado por lo que se ha convertido un lugar como ese, que ahora no es más que otro suvenir para turistas: «Entró Jesús en el templo de Dios, y echó fuera a todos los que vendían y compraban en el templo, y volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y les dijo: Escrito está: Mi casa, casa de oración será llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones.»
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