La piel fría de Albert Sánchez Piñol

¿Qué mejor refugio para huir del pasado que una isla vacía en el borde del Círculo Polar Antártico? El escaso trabajo como oficial meteorológico ofrece la promesa de una soledad sin precedentes, pero al llegar, el anónimo protagonista y narrador de La piel fría descubre que no todo es como él esperaba. Los misterios comienzan justo después de desembarcar: no hay ni rastro del hombre al que supuestamente debe reemplazar. Es más, el único rastro de vida humana es un taciturno austríaco llamado Batís Caffó que vive ‒un poco más adelante sabremos que atrincherado‒ en el faro situado en el otro extremo de la isla.

Como comienzo de una estancia en una isla desierta perdida de la mano de dios no es muy prometedor, pero como apertura de una novela corta no está mal. Aunque las convenciones de las historias de terror se acumulan y todo parece apuntar hacia el desastre, el protagonista decide ignorar toda las señales y rechaza la posibilidad de marcharse de la isla nada más llegar. ¿Qué podría salir mal?

Plagado de guiños a cada página, el lector sabe que el peligro es inminente y solo queda esperar a que salga a la luz. ¿Tendrá que ver con el extraño Batís Caffó? ¿Acaso es lo mismo que le ha ocurrido al meteorólogo anterior? ¿Será un tipo de peligro más relacionado con los demonios personales del narrador que, acentuados por la soledad, le enfrentará a fantasmas de su pasado en política revolucionaria? Nada más lejos de la realidad. El peligro final proviene de una raza de anfibios humanoides que atacan después del anochecer, un enjambre de monstruos con ojos como huevos, pupilas como agujas, agujeros en lugar de narices, sin cejas, sin labios y una boca enorme. La cabaña del meteorólogo ya no parece una construcción tan sólida como en el primer momento y, después de sobrevivir una noche luchando contra una cantidad ingente de estas criaturas, el narrador llegará a la conclusión de que su única oportunidad consiste en compartir el faro fortificado con Batís Caffó. A partir de ese momento el personaje, atrapado en la isla, se verá obligado a convivir en el faro con el impredecible Batís Caffó, luchando a brazo partido cada noche contra un númerero interminable de esas monstruosas criaturas, con un suministro cada vez más reducido de víveres y de munición y el invierno antártico a la vuelta de la esquina.

La piel fría forma parte de una larga tradición de novelas isleñas que casi podrían constituir un género y que van desde La tempestad de Shakespeare o Robinson Crusoe hasta La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares ‒y cómo no mencionar, fuera de la la literatura, a Lost‒. Todas esas historias han ido conformando un tipo de narración muy particular, con unas normas propias muy definidas. La isla forma un universo independiente del resto del mundo, con unas normas propias, a menudo asociados a la magia o a la tecnología, y es el desconocimiento de estas normas por parte de los extraños que llegan a ella por primera vez lo que genera el misterio. Ejemplos serían los mencionados La invención de Morel y Lost. También recuerda La piel fría a La isla del Doctor Moreau, por el componente monstruoso. Consciente de que el argumento del libro es de película de serie B, Sánchez Piñol evita muchos de los tópicos del género y se deja caer de forma complaciente en otros. El narrador cuenta la historia con un sorprendente desapego, pero a menudo los personajes están sobreactuados. Las concesiones a la tradición clásica de las historias de zombis es más que evidente pero las criaturas se describen con la suficiente sutileza como para no parecer hombres con disfraces cutres de goma.

Obligados los personajes por las circunstancias de pasar grandes cantidades de tiempo aislados, otra de las constantes de las narraciones isleñas es la introspección, el autoconocimiento, para descubrir no pocas veces que el peor enemigo del hombre es el propio hombre. No pilla de sorpresa la posibilidad de hacer una lectura antropológica, porque a fin de cuentas Albert Sánchez Piñol además de escritor es antropólogo. La piel fría entronca con otro de los libros clásicos del género: El señor de las moscas. La idea viene a ser la misma: es la sociedad la que domestica al hombre pero cuando esta desaparece, aislado, hay que volver a poner normas, y en esos casos se tiende hacia la violencia e incluso cuando se ve obligado a matar en grandes cantidades para sobrevivir hay un secreto placer en esa brutalidad. Esa humanidad, llevada al límite por la supervivencia, se pone aún más entredicho cuando el narrador siente una inquietante atracción sexual por una de las criaturas que ha sido domesticada por Batís Caffó y que usa como amante. A fin de cuentas, las criaturas estaban en la isla mucho antes de que llegaran los humanos. ¿Podría ser la sangrienta masacre una alusión a los genocidios que se cometieron en los primeros contactos entre Europa y el Nuevo Mundo? ¿O tal vez se intenta apuntar hacia la idea de los límites del conocimiento humano con respecto a especies animales que considera por debajo en la escala jerárquica al carecer, supuestamente, de inteligencia?

A medida que se acerca el final de la novela el narrador ‒y con él los lectores‒ es cada vez más consciente de que los monstruos podrían ser algo más que monstruos. En ese descenso hacia los abismos de la locura, llega ‒llegamos‒ a sentir simpatía por las criaturas y desprecio hacia el ser humano. Todo el pesimismo de El señor de las moscas unido al cine de zombis de serie B. Una joyita que no hay que dejar de leer, vamos.

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