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Me elevaba con mi tabla por una de las vías principales de la ciudad.  Me cruzaba con otros humanos que flotaban como trozos de carne sin vida. Sus miradas perdidas ya no albergaban ganas de vivir. Las continuas guerras, el dolor de la pérdida de sus familias, el hambre y la falta de oxígeno, habían asesinado toda luz de esperanza en sus ojos.

Los suicidios eran continuos, nadie hablaba de ello, los medios, amordazados, no podían,  y los demás comprendíamos esa decisión, por lo que no hacíamos preguntas. Cualquier vía de escape era válida, y de esta manera, las drogas de diseño habían tomado el mundo. Las nuevas drogas eran inhaladas, lejos quedaban ya los pinchazos o la toma por vía oral. Sus efectos eran demoledores en todos los sentidos, te elevaban como cuando mi abuela ponía el antiguo Canon de Pachembel y después la realidad te golpeaba contra el asfalto. Claro que las había probado. Ante tantas atrocidades todos buscábamos un alivio.

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Yo trabajaba como médica en el distrito 7. Lo único bueno de esta profesión era implantar miembros biónicos, porque de repente los pocos niños que quedaban podían correr o comer solos, y aunque se les había arrebatado la infancia, una pequeña sonrisa se esbozaba en su cara cuando veían que sus nuevos dedos respondían a las órdenes cerebrales. Yo esperaba un hijo. Era lo único que me quedaba de Joel.

La vuelta a casa era lenta y angustiosa. Una mujer, y más en mi estado, tenía que ser amiga de las sombras y del silencio, ante el hambre y la falta de oxígeno, todos hacían lo impensable.

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