El amor por los libros como objetos de colección surge en los siglos XIV y XV, cuando los humanistas y los grandes señores, reyes y príncipes, comienzan a recorrer personalmente toda Europa o a enviar agentes especiales a la búsqueda y captura de manuscritos, cartas, autógrafos, incunables, y todo tipo de libros raros. Esta creciente pasión por los libros se sumó al afán coleccionista que durante los siglos XVI y XVII se puso de moda entre la élite social y los eruditos y que les llevaría a recopilar toda clase de objetos prodigiosos y extravagantes en los Gabinetes de Curiosidades, antepasado de nuestros actuales museos.
A partir de 1799, con la Revolución Francesa, el interés por los libros se volvió todavía más enfermizo. Las bibliotecas privadas de los aristócratas franceses fueron rápidamente vaciadas, ya fuera porque se requisaron sus propiedades o porque ellos, con bastante cautela, las pusieron en venta para poder huir. Eso explica por qué los catálogos del siglo XVIII se llenaron de libros franceses y por qué fue en ese momento, sobre todo en París y en Londres, donde más creció el fetichismo por los libros. Multitud de coleccionistas compraron libros con la intención de conservar y preservar la herencia literaria europea, mientras que otros lo hicieron como símbolo de ostentación, riqueza o poder, ya que era objetos hechos a mano, delicados y laboriosos, exclusivos, únicos. Como consecuencia, el precio de los libros se multiplicó en pocos años.
La obsesión por los libros llegó a degenerar tanto que algunos coleccionistas gastaron toda su fortuna para construir sus bibliotecas personales. Como Thomas Phillipps, cuya colección personal llegó a contener unos 40.000 libros impresos y unos 60.000 manuscritos, la colección individual más grande de todo el siglo XIX, lo que le costó una fortuna estimada de entre doscientas mil libras y un cuarto de millón, con un gasto medio de cuatro o cinco mil libras al año, lo que le llevó a él y a su familia a la más absoluta ruina. En alguna ocasión Phillipps declaró que quería tener una copia de absolutamente todos los libros del mundo. O el caso de Richard Heber, que tenía ocho casas repletas con más de 146.000 libros raros, una colección en la que gastó una fortuna de unas 100.000 libras. Decía Heber que si un libro te gusta mínimo hay que tener tres ejemplares: uno para exhibirlo, otro para usarlo y un tercero para prestarlo. O Henry Folger, que se obsesionó con el First Folio de Shakespeare y logró incorporar a su biblioteca 82 ejemplares a lo largo de su vida, nada más y nada menos que casi la mitad del total de los que quedan hoy en día. Nace en este período el bibliómano, que a diferencia del bibliófilo, como advierte Miguel Albero en su ensayo Enfermos del libro, tiene un componente de locura.
El concepto de bibliomanía, entendida como un desorden de la razón, como una enfermedad, es desarrollado en 1809 por el reverendo Thomas Frognall Dibdin en su libro La Bibliomanía o enfermedad del libro. Contiene información sobre la historia, síntomas y cura de esta fatal enfermedad, una serie de diálogos ficticios satíricos basados en conversaciones reales que Dibdin había mantenido a lo largo de su vida y en coleccionista con que se había encontrado. Con una gran dosis de creatividad, de dramatismo y de humor, Dibdin describe lo que él llama la «plaga del libro» como si de una enfermedad real se tratase. En la patología del bibliómano señala varios tipos de libros que obsesionan: las primeras ediciones, las ediciones verdaderas, los libros condenados o suprimidos, las grandes copias en papel, los libros intonsos, los ejemplares ilustrados, las copias con una encuadernación única y los libros impresas en pergamino.
El libro de Dibdin tuvo tanto éxito que a las 80 páginas que tuvo la primera edición de 1809 se le añadirían unas 800 páginas más en la segunda edición de 1811, formando prácticamente un libro nuevo. Aunque los personajes que desfilan por sus páginas son ficticios, muchos de ellos están basados en conocidos bibliómanos de la época, muchos de ellos amigos y conocidos de Frognall, fácilmente identificables entonces en una lectura rápida para cualquiera que conociera el mundillo. De hecho, algunas de las ediciones del libro irían dedicados al bibliómano redomado Richard Heber.
El propio Dibdin tenía sangre de bibliómano corriéndole por las venas, así que sabía bien de qué hablaba. En 1812 fue uno de los miembros fundadores del Club Roxburghe, una sociedad de bibliómanos que nació a partir de la venta de la biblioteca del duque de Roxburghe, que había muerto en 1804. Entonces se produjo la que se considera una de las subastas libreras más míticas del siglo XIX, repleta de valiosísimos incunables. Durante cuarenta y dos días consecutivos ‒domingos excluidos‒ tres bibliómanos se disputaron una primera edición del Decameron de Boccaccio, impresa por Christophorus Valdarfer en Venecia en 1471, un ejemplar deseado por el mismísimo Napoleon, que había enviado a un representante.
Finalmente, el duelo se redujo a dos: Lord Spencer y el marqués de Blandford. El precio estaba en 2.000 libras cuando Lord Spencer ofreció 250 libras adicionales; pero el marqués de Blandford ofreció diez libras más, haciéndose con el libro por 2.260 libras, el precio más alto que se había pagado por un libro hasta ese momento. Según comentó Dibdin, la subasta había estado llena de «valor, sacrificio y devastación». Para celebrarlo, la noche del 17 de junio un grupo de dieciocho bibliómanos se reunió en la taberna de St Albans, en St. Albans Street, para una cena presidida por Lord Spencer en la que se fundó el Club Roxburghe. Por cierto, que tiempo después Blandford cayó en la bancarrota y se vio obligado a malvender el ejemplar a Lord Spencer por 918 libras. Una experiencia que influiría en ediciones posteriores del libro de Dibdin.
Este contexto era un campo abonado para la aparición de falsificadores, timadores o simplemente bromistas. En 1840 un coleccionista llamado Rernier Hubert Ghislain Chalon gastó la épica broma del catálogo Fortsas, que llevó a bibliómanos de todos los rincones del planeta a un pequeño pueblo de Blinche en busca de una exquisita biblioteca inexistente. O las falsificaciones de Denis Vrain-Lucas, cuya osadía y falta de escrúpulos le llevó a inventar cartas de personajes históricos como María Magdalena, San Pedro, Judas Iscariote, Lázaro, Poncio Pilato, Pitágoras, Aristóteles, Alejandro Magno, Julio César, Cleopatra, Cicerón, Carlomagno, Juana de Arco, Dante Alighieri, Shakespeare, Galileo, Blaise Pascal o Isaac Newton, entre otros. Hasta que fue detenido en 1869, llegó a falsificar durante 16 años más de 27.000 autógrafos, cartas y manuscritos, lo que le reportó más de 140.000 francos.
Años más tarde la enfermedad de la obsesión por los libros sería descrita por otras autoridades, como Gustave Flaubert o Thomas De Quincey. Para este último los bibliómanos de la subasta Roxburghe habían sido irracionales, actuando llevados por «capricho» o por «sentimientos» en lugar de por la razón. Utilizó el término «pretium affectionus», es decir, «precio de lujo», para describir cómo se decidían los precios, transformando al coleccionista de libros en un dandy gobernado por sus emociones.
Un curiosa asociación que se hizo en la época fue entre la bibliomanía y la homosexualidad. En 1834 la revista literaria británica Athenaeum publicó un ataque anónimo que afirmana que uno de los miembros más destacados del club de Dibdin era homosexual. No era algo extraño, ya que los hombres que coleccionaban libros a menudo eran descritos como afeminados. El lenguaje que usa Dibdin al hablar del coleccionismo de libros está lleno de sensualidad y de dobles sentidos, y en cierto sentido muy sexualizado.
Dejando este aspecto aparte, una de las mayores preocupaciones a principios del siglo XIX con respecto al coleccionismo de libros fue el temor de que, al atesorar libros, los compradores negaran a sus compatriotas ese patrimonio. A esos coleccionistas se les veía con frecuencia como extravagantes acaparadores de libros que nunca se leerían y que por tanto mantendría fuera de los círculos intelectuales. El coleccionismo era retratado a menudo como una especie de enfermedad antisocial que impedía a quien la padecía contribuir al bien común compartiendo sus riquezas impresas. Como los exploradores de la era colonial apropiándose de los tesoros arqueológicos o de las obras de arte de otros países, los coleccionistas de libros se llegaron a considerar culpables de un robo cultural similar. Pero, en honor a la verdad, en la literatura académica de la bibliomanía en encontramos tales acusaciones. Es más, hay que decir el origen de muchas antologías literarias estaba en las bibliotecas de estoscoleccionistas privados, quienes, a su manera, establecían una herencia literaria nacional.
A principios de siglo, como lo demuestra un artículo del Museo Metropolitano de Arte de 1906, el coleccionismo de libros ya no se menospreciaba. Se reconocía que era necesaria una gran habilidad para separar el oro de la paja; el coleccionismo de libros se llegó a calificar de «ciencia completa» y se les dijo a los lectores que ellos también podían obtener un hallazgo, siempre que poseyeran «buen juicio, gusto inquebrantable, paciencia inagotable y desprecio por el ridículo». Como señaló el autor, se necesitaba un conocimiento especial para saber, por ejemplo, que Franklin Evans, un libro que en principio muchos tenderían a ignorar, fue en realidad el «primer trabajo publicado de Walt Whitman, y que es raro y valioso». La bibliomanía ahora se convertía en algo para presumir.
Atrás quedaron los tiempos en los que la bibliomanía sería considerada una enfermedad. Sí, quizá Dibdin escribió su tratado con cierta sorna, porque al fin y al cabo él era uno de esos enfermos que describía, y sí, tal vez el valor científico y médico del ensayo brille por su ausencia, pero a la vista de ese comportamiento al que llegaron algunas personas en su afán por coleccionar libros hace que no parezca tan descabellado hablar de un trastorno obsesivo-compulsivo en forma de síndrome acaparador. La clave está, dice Anna Knuttson en el Journal of Art Crime, en que no podemos hablar de un coleccionismo normal sino de algo más serio. En estos casos la necesidad por recopilar y acaparar puede ser tan profunda que puede convertirse en el único propósito de vida de una persona. ¿Tan absurdo es, entonces, considerar el amor desmedido por los libros una enfermedad? Ni mucho menos.
[…] en el que la bibliofilia se convierte más que nunca en una obsesión malsana, en bibliomanía, considerada una enfermedad en el siglo XIX. Aparece la figura del coleccionista dispuesto a invertir toda su vida y su fortuna en construir la […]