Desconfío de las ciudades que entierran –u ocultan– sus cables. Me refiero a los que han ido poblando, de forma hasta ahora espontánea, el cielo de nuestras ciudades. Hasta hace poco, no era extraño alzar la vista y ver, cómo de una forma casi poética, se entrelazaban los hilos de teléfono y televisión de un edificio a otro, formando una red que se asemejaba a la tela –imperfecta– de una araña. Todavía es así en algunas ciudades europeas.

Es frecuente que al visitar Lisboa se tenga una sensación de antigüedad y estancamiento. Y se debe, en gran parte, a los miles de cables que vuelan al aire en lo alto de sus calles. Este comentario, tan frecuente entre los viajeros que visitan la capital portuguesa, evidencia que el futuro de las ciudades es un porvenir sin cables al descubierto.

Las ciudades no son accidentales, sino estudiadas y planificadas

Al fin y al cabo parece una observación sin importancia. Sin embargo, el ocultamiento de los cables es una de las cientos de reformas que se están produciendo en los nuevos planes urbanísticos para las grandes ciudades. Y no es un fenómeno únicamente estético. Cada una de las grandes reformas urbanísticas llevan en su seno una reflexión y un objetivo que trasciende la estética. Un ejemplo de ello es la renovación de París llevada a cabo por Haussmann en el Siglo XIX.

París es hoy París gracias al diseño de este urbanista. Las grandes avenidas que surgen desde l’Arc de Triomphe fueron construidas en esta época. Y más allá del uso principalmente comercial que ahora se les da, en su momento se concibieron como un obstáculo para las barricadas obreras tras la Commune de Paris.

Después de la reforma haussmanniana, las grandes dimensiones de las calles imposibilitaban la obstaculización de las mismas. También servían como vías de paso rápido para los carros de la policía que podían moverse a gran velocidad e impedir, casi instantáneamente, cualquier revuelta obrera.

Otro de los grandes urbanistas al que debemos una gran influencia en el diseño de nuestras ciudades es Le Corbusier. Su ideal urbanístico está plasmado, casi al pie de la letra, en la ciudad de Brasilia. Este urbanista de origen suizo fue un gran racionalista. Pensó y diseñó cada detalle que debían tener las grandes ciudades. Despejó las calles de vehículos articulando la ciudad en torno a dos grandes ejes, que iban de parte a parte de la urbe, por los que debían pasar los coches. El resto de calles, prácticamente sin vehículos. El resultado, como se ve en el diseño de Brasilia, es una ciudad artificial como el ala de un avión, de calles inmensas en las que la cercanía entre personas es casi imposible.

Debemos abandonar la idea, en estos tiempos modernos, de que la ciudad es un accidente de la paulatina conglomeración de gente, que su expansión se produce en base a los intereses momentáneos de quienes la pueblan. Quizá en un pasado pudiera ser así. Sin embargo, es una afirmación que no tiene sentido hoy en día. Haussmann y Le Corbusier son dos ejemplos de los muchos que hay en la planificación meditada de las grandes ciudades. El problema es a servicio de quién y con qué propósito trabajan los que diseñan el lugar donde vivimos. Y utilizo el verbo ‘vivir’ en el pleno sentido de la palabra.

Brasilia: la ciudad diseñada según los preceptos urbanísticos de Le Corbusier, también llamados como Ciudad Radiante.

Muerte y vida de las grandes ciudades

Jane Jacobs (Scranton, 1916) fue una teórica del urbanismo que en ningún momento estudió teoría urbanística ni arquitectura. Uno de sus libros más famosos, Muerte y vida de las grandes ciudades, es un análisis de las grandes urbes americanas, llevado a cabo a partir de la observación desde la perspectiva de ciudadana. Una mirada llana, como la tuya y la mía, de aquél que vive en un lugar y quiere comprender cómo es ese lugar y cómo condiciona (y determina) su modo de vida.

El libro se escribió en 1961, pero como explica Manuel Delgado en la introducción a la publicación española, sus planteamientos son quizá más evidentes en el Siglo XXI que en la década de los sesenta del siglo pasado. Jacobs critica los planes urbanísticos de las ciudades que analiza, argumentando que se trata de reformas que propensa el individualismo y la autarquía de vida en vez de fomentar la vida de calle y la cooperación entre vecinos de un mismo barrio.

En uno de los capítulos de la primera parte, El uso de las aceras: seguridad, explica que las aceras se diseñan, no como un espacio público seguro, sino como un espacio que debe ser vigilado única e intencionadamente por la policía. Los cuerpos de seguridad son necesarios, pero ¿por qué –se pregunta Jacobs– no invertir en una ciudad donde los ciudadanos se sientan seguros porque se encuentran cómodos en sus calles? Su planteamiento es simple y complejo al mismo tiempo: las calles que suscitan interés por sus comercios o el paso de gente atrae, a su vez, las miradas de los vecinos y transeúntes. Y una calle con cientos de ojos puestos en ella es, a pesar de la falta policial, una calle segura.

«El canal de comunicación ya no es, por excelencia, el aire»

Comparto la idea de Jacobs sobre que los planes urbanísticos que se están llevando a cabo fomentan, en última instancia, el individualismo y enclaustramiento. La comunicación espontánea entre las personas que están en la calle es cada vez más difícil. Y es por el hecho que las calles ya no son lugares para estar en ellas. En el momento en que se conciben las aceras, que se construyen paralelas a las carreteras de vehículos, como zonas destinadas únicamente al tránsito –de casa al trabajo y viceversa o de casa a los comercios y vuelta– el estar en la acera por el simple hecho de querer estar es una misión imposible. Este hecho tiene una consecuencia directa: los principales contextos de comunicación entre personas ya no son las calles. Debe entenderse en un conjunto de grandes cambios sociales, como las redes sociales o el estilo de vida tecnológico. Pero, en definitiva, es evidente que el canal de comunicación ya no es, por excelencia, el aire.

Lisboa, un lugar donde los cables todavía proliferan

No quiero con esto decir que el propósito de los planes urbanísticos sea la no-comunicación entre vecinos y transeúntes. Aunque quizá, de alguna manera, pueda ser así. Lo que quiero evidenciar es cómo la planificación de las ciudades se lleva a cabo tras una meditada reflexión del objetivo que se pretende conseguir, sugestionando la manera en la que los urbanitas vivimos y, por lo tanto, nos relacionamos.

Es evidente que tanto las redes sociales como otros tantos fenómenos tecnológicos han conducido a que abandonemos la vieja práctica del encuentro espontáneo entre amigos, las llamadas frecuentes preguntando qué tal cómo va, y que se hayan substituido por notificaciones, whatsapps o gifs que dan la enhorabuena o aplauden por nosotros y nuestra voz. Parece, en definitiva, que la práctica de la conversación ha transgredido los espacios y conceptos tradicionales y que, a la vez que la comunicación se globaliza, nos alejamos de quienes pasean a nuestro lado por la calle. Y este es un fenómeno del que se ha aprovechado, casi sin hacérnoslo notar, el diseño de las ciudades.

Vivimos como se nos ‘sugiere’ que vivamos

Por todo esto, el ocultamiento de los cables es una muestra de lo que veníamos diciendo. Evitando el medio por el que circulan nuestras conversaciones habladas, nos evoca la sospecha de que las conversas orales son cada vez menos frecuentes, como pasadas de moda. Y esta idea sugestiona el paso a otras vías de comunicación mucho menos directas y, en definitiva, menos humanas.

No es una idea absurda. Es muy cierto que el ser humano actúa, muchas veces, por contagio y mímesis. Si al alzar la vista de la pantalla y los oídos de los auriculares, vemos y escuchamos decenas de conversaciones entremezcladas y en directo, nuestro instinto buscará hacer lo mismo. De la misma manera, si elevamos la vista unos metros más y vemos bajo el cielo la red de cables que se tejen de cientos de miles de conversaciones, entenderemos que no, que la voz todavía no ha muerto y podemos seguir utilizándola.

En definitiva, si queremos que las ciudades vuelvan a ser de quienes las habitamos y las calles lugares donde permitirse estar por el simple hecho de poder estar (¡y porque nos lo merecemos!), deberá pasar, entre muchos otros cambios, por el enorgullecimiento de que se hable y se comunique, que allá por donde se esté se puedan escuchar discusiones políticas entre amigos, celebraciones, conversaciones ñoñas entre dos enamorados e incluso el llanto del que acaba de ser abandonado. Y, por el mismo motivo, deberemos dejar de avergonzarnos del medio por el que circulan y se intuyen las conversaciones que no podemos escuchar y que, sin embargo, son necesarias. Dejemos, pues, volar al aire los cables, los hilos que nos han unido siempre como habitantes de un mismo lugar.

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