Es 9 octubre de 1929: Algún lugar de EE.UU.

Hola Salvador,

No estoy segura de que esta carta llegue a ti, pero entre un gran dolor y otro, necesitaba escribirte, aunque fuesen palabras lanzadas nada más que al cielo.

Por acá, nuestra familia está pasando dificultades y echamos nuestra México de menos a menudo. Nuestros padres lucharon mucho, pero esta no es la tierra prometida. Hemos perdido nuestra casa, todo cuanto podíamos enviarte. La chamba no anda bien Salvador. Y la verdad es que vivimos en un asentamiento irregular y ahora que el invierno se nos viene encima, no sé qué será de nuestras vidas. Padre está en cama desde hace unas semanas, y su tos no suena nada bien. Madre hace lo que puede, pero el frío y el hambre están mermando sus fuerzas.

Yo intento trabajar de todo lo que se te pueda ocurrir con la esperanza de salir adelante. La esperanza es la última cosa que quisiera perder.

Decidí escribirte en este naranja atardecer, porque ayer, decidí robar un libro a un vato al que no se le veía muy necesitado de evasión, se dio cuenta, y mientras corría para salvarme, perdí tu foto. Y es que casi no me acuerdo ya de tu rostro, y ahora, sin ese retrato en el que sonríes mirándonos, no sé dónde está mi norte.

 Me aferro, pues, a este trozo de papel, que antes envolvió nuestro pan, para llorar aquí el dolor de tu perdida en mi mente, para descargar mi ira sobre la idea de no volverte a ver o de perder a padre y madre en lo terrible de la desolación de este país.

Sé que morirás de rabia al leer esto si algún día llega a ti, déjame que te diga que lo mejor que existe es ahí donde estás. Cada vez que mis ojos se cierran, huele a nuestro barrio, huele a felicidad, alegría, a nuestra gente, al color de nuestras calles, y huele a Daniel, que ya no será mi amado, pero también muero un poco cada día, al recordarlo y saber que ya no será más para mí, yo decidí que acompañaría en este viaje a los padres, aun sabiendo que el amor de mi vida se quedaba ahí. Si lo ves, dile que lo quise y lo quiero con todo el poder que mi corazón me permite, que vivo las noches contemplando su sonrisa en la luna creciente.

Si no recibes más cartas, si ni siquiera lees esta, sabrás hermano, que no pudimos. Llévamos unos ramos de flores de colores a la loma y prende unas velas donde los abuelos descansan y recuérdanos siempre, a ti las estrellas te sonríen siempre, haz que nosotros también lo hagamos allá donde nos encontremos y recuérdanos cuanto puedas.

Tu hermana, que te amará siempre,

Henrieta.

 Salvador se secaba las lágrimas con los puños, ya era febrero de 1930, aquel día había decidido coger su mochila e ir tras los pasos de sus padres, y aquella carta lo dejó desolado en su cama. Él nunca estuvo de acuerdo con su marcha, las cosas tampoco iban tan mal, pero la idea de padre de tener su propio negocio de enchiladas, pudo más que cualquier otra cosa.

Salvador decidió quedarse en San Cristóbal de las Casas, era su hogar, ahí, aun sin mucho dinero, era feliz, tenía a su Dulce María que le llenaba los días y las noches, y nunca fue capaz de despegar la nariz de su cuello. Sin embargo, su hermana, se había ido, más valiente y fuerte que él, había dejado a Daniel y a todo lo que se puso por delante por acompañar a sus padres. Y ahora, se sentía solo en el mundo.

Se iría igual, en la búsqueda de los últimos pasos de su familia, era una decisión tardía e incluso inútil, pero sentía que le debía aquella fatal aventura hacia aquel país que le había quitado todo.

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