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Microsoft acaba de anunciar que cerrará la categoría de libros de su tienda digital, lo que supone el final de las bibliotecas de libros digitales de sus clientes. Es decir, que cualquier libro digital comprado a través del servicio, incluso aquellos que fueron comprados hace años, no serán accesibles a partir de julio de 2019. Si bien la compañía ha prometido reembolsar el importe de todas las compras, esta decisión plantea importantes cuestiones relativas a la propiedad propiedad. ¿Son realmente tuyos tus libros digitales?
Los productos digitales, como los libros o la música, se ven a menudo como una forma de liberar a los consumidores de la carga de la propiedad. Hay quien habla de la «era del acceso», en la que la propiedad dejará de ser importante para los consumidores. Ya hemos empezado a verlo en los últimos años, con el lanzamiento y auge de plataformas basadas en modelo de acceso digital, como Spotify o Netflix. La propiedad de música y de películas pasa a un segundo plano en favor de una mayor comodidad y una oferta mucho más amplia. Pero mientras este tipo de plataformas se presentan como lo que son, un servicio, y no pretenden hacerte creer que eres dueño de sus contenidos, hay otros productos digitales que sí suscitan una ilusión de propiedad, porque propietario eres, pero solo en parte.
Desde el momento en que compañías como Microsoft y Apple ofrecen la opción de comprar productos digitales, como ocurre con los libros electrónicos, los consumidores tienden a creer, de forma comprensible, que tendrán los derechos de propiedad completos sobre aquello por lo que pagan, como eres el dueño de un libro en papel cuando lo compras en la librería de tu barrio. Nada más lejos de la realidad. Muchos de esos productos están sujetos a acuerdos de licencia que establecen un uso y una distribución mucho más compleja que en el caso de los libros de bolsillo. Y, seamos sinceros, esos interminables acuerdos legales rara vez son leídos por los consumidores e incluso, en el caso de que lo hagan, tienen un lenguaje tan ilegible que es posible que ni siquiera comprendan todos los términos.
Al comprar libros electrónicos, el consumidor a menudo compra una licencia que no se puede transferir para consumir el libro electrónico de manera exclusiva. Por ejemplo, es posible que no se les permita pasar el libro electrónico a un amigo una vez que lo hayan terminado de leer, como sí harían con un libro físico. Además, como hemos visto en el caso de Microsoft, la empresa se reserva el derecho de revocar el acceso cuando lo considere oportuno.
El de Microsoft no es el primer caso ni mucho menos. El mes pasado, sin ir más lejos, MySpace admitió haber perdido todo el contenido subido antes de 2016 debido a una migración del servidor defectuosa, lo que conllevó la pérdida de años de música, fotos y vídeos creados por los consumidores. De un modo similar, el año pasado, después de que los clientes se quejaran de que había películas que desaparecían de iTunes, Apple afirmó que la única forma de garantizar el acceso continuo a esos contenidos era descargar una copia, lo que, en teoría, iría contra los términos del servicio. Pero si tenemos que remontarnos al primer caso importante de este tipo, tuvo lugar en 2009, cuando Amazon saltó a las noticias por borrar copias supuestamente ilegales de 1984 de Orwell de los dispositivos Kindle de sus usuarios.
Cuando adquirimos un producto digital damos por hecho, basándonos en nuestras experiencias previas, que la propiedad funciona de la misma forma que con los productos físicos. Si la librería del barrio cerrara y su dueño se presentara en nuestra casa exigiéndonos llevarse todos los libros que compramos en ella nos parecería una barbaridad. Ese es el escenario en el que nos sitúan los libros digitales.
No hay muchas más alternativas. Dado que los productos digitales se pueden duplicar de forma rápida, fácil y a coste cero, las restricciones en la propiedad, uso y distribución son necesarias para que se genere un mínimo de beneficios económicos que repercuta en los editores, autores y distribuidores. El problema real está en el desconocimiento de esta situación por parte de los usuarios. Los consumidores deben ser más conscientes de las restricciones que supone la propiedad digital, muy diferente a comprar y poseer un producto físico. Y las empresas, por otra parte, tienen la responsabilidad moral de hacer que sus políticas de propiedad sean más transparentes, en lugar de ocultar detrás del conocido verbo comprar una compleja jerga legal sobre acuerdos que nada tienen que ver con el uso que hacemos normalmente del verbo comprar fuera del mundo digital.
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