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No conviene subestimar el poder de los libros. Publicado en 1774, Las penas del joven Werther de Goethe dio origen a un fenómeno conocido como Werther-Fieber ‒«Fiebre de Werther»‒, que tuvo como consecuencia que jóvenes de toda Europa quisieran imitar al protagonista del libro en forma de vestir, de expresarse o comportarse. Por desgracia, esta fiebre por la novela de Goethe tuvo su contrapartida. Muchos de ellos llegaron incluso a quitarse la vida de formas que parecían imitar al protagonista, que al final de la historia termina suicidándose por amor. Esto hizo que las autoridades de Italia, Alemania y Dinamarca llegaran a prohibir el libro. En 1974 el sociólogo David Phillips bautizó el efecto imitativo de la conducta suicida como «Efecto Werther», que es como se conoce hoy en día.

Primera edición de Las penas del joven Werther de Goethe (Fuente).

¿Tan peligrosa es la lectura? Lo cierto es que este hábito ha sido visto como una amenaza para la salud mental durante siglos. Muy en la línea de la visión paternalista de la antigua Grecia, Sócrates opinaba que la mayor parte de la gente no debería practicar la lectura por su cuenta y riesgo, ya que podían desencadenar confusión y desorientación moral, a menos que el lector fuera aconsejado por alguien más sabio. Para referirse a la escritura Sócrates usó la palabra griega pharmakon ‒«droga»‒ como metáfora para referirse a la paradoja de que la palabra escrita podía ser cura pero al mismo tiempo veneno. Platón, en el Fedro, menciona que Sócrates advertía de que la dependencia de la palabra escrita podía debilitar la memoria.

Muchos pensadores grecolatinos compartían las preocupaciones de Sócrates. En el siglo III a.C. el dramaturgo griego Menandro exclamó que el acto de leer podía tener un efecto dañino en las mujeres, que supuestamente eran de mente débil y sufrían fácilmente con las emociones fuertes. «Enseñar a una mujer a leer y escribir», decía, era tan malo como «alimentar a una serpiente con más veneno». Por su parte, Séneca comentó que «leer muchos libros es una distracción» que deja al lector «desorientado y débil». Para Séneca el problema no era tanto el contenido de un texto sino los efectos psicológicos impredecibles de la lectura desenfrenada. «Cuidado», advirtió, «no sea que la lectura de muchos autores y libros de todo tipo pueda hacerlo inestable».

En la Edad Media, con la importancia de la religión en la vida social y cultural, los efectos potencialmente dañinos de la lectura se convirtieron en un tema recurrente. Según el investigador de la Universidad de Washington y autor de Burning Books Haig Bosmajian, los textos que constituían una amenaza contra la doctrina de la Iglesia eran denunciados como venenosos, con consecuencias destructivas para el cuerpo y el alma. Para referirse a estos textos se utilizaban términos como «serpientes», «pestilencia» o «podedumbre», y eran inmediatamente destruidos. Así mismo, la lectura no supervisada podía considerarse herejía.

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La idea de la lectura como una forma de desorientar psicológicamente y de contaminar moralmente a los lectores pervivió en la cultura occidental a través de los tiempos. En 1533, Tomás Moro, lord canciller de Enrique VIII y feroz opositor de la Reforma Protestante, denunció la publicación de textos escritos por teólogos protestantes, como William Tyndale, como «venenos mortales» que amenazaban infectar a los lectores con una «pestilencia contagiosa». A lo largo de los siglos XVII y XVIII, los términos como «veneno moral» o «veneno literario» se usaron con frecuencia para referirse a la capacidad de un texto escrito para contaminar el cuerpo y el alma.

Con el surgimiento de la novela moderna el temor en la lectura se acrecienta más todavía. Muchas fueron las voces que se levantaron clamando que los lectores corrían el riesgo de perder el contacto con la realidad y, en consecuencia, contraer enfermedades mentales. Paradójicamente, esto es lo que le ocurre a don Quijote de la Mancha, que puede considerarse como el protagonista de la primera novela moderna ‒decía Cervantes que lo escribió para parodiar esa confusión entre realidad y ficción que generaban las novelas de caballería‒. El ensayista inglés Samuel Johnson afirmó que el realismo de la ficción, sobre todo cuando se trataban problemas de la vida cotidiana, tenía consecuencias insidiosas. En un texto de 1750 advirtió que la «descripción minuciosa del mundo» es más peligrosa que los «romances heroicos» anteriores. Al relacionarse directamente con la experiencia de los lectores, la ficción tiene más poder para influir en ellos. Lo que más perturbó a Johnson fue que la literatura realista dirigida a la juventud impresionable no les proporcionaba una orientación moral. Criticó la ficción romántica por mezclar cualidades de personajes «buenas y malas» sin indicar a los lectores cuáles seguir.

Werther y Lotte. Acuarela de Donat (Fuente).

Si a esto último le unimos un tipo de lectura cada vez más masiva tendremos como resultado el cóctel que da lugar al «Efecto Werther», aunque en realidad en este fenómeno haya más mito que otra cosa. En 1790 el teólogo Charles Moore publicó un estudio en dos volúmenes sobre el suicidio, donde empezó a alimentar la leyenda de que Werther hubiera desencadenado una ola de suicidios entre sus lectores. Aunque no aportaba demasiadas pruebas de ello, la investigación de Moore fue usada por aquellos que querían arremeter contra la lectura. En otro estudio publicado en seis volúmenes entre 1779 y 1819 el médico alemán Johann Peter Frank enumeraba como causas del suicidio la irreligiosidad, el libertinaje, la holgazanería y, especialmente, la lectura de novelas venenosas, como la de Goethe, donde se presentaba el suicidio como una «muestra heroica de desprecio por los asuntos terrenales».

Un sector de los lectores que se entendió que era potencialmente más susceptible al riesgo eran las mujeres. Mientras escribía su novela epistolar Julia, Jean-Jacques Rousseau dijo que en el momento en que una mujer abre una novela, cualquier novela, y «se atreve a leer solo una página» se convierte en una «joven caída». En 1780 The Lady’s Magazine advirtió que las novelas eran «poderosos motores con los que el seductor ataca al corazón femenino», en referencia a bestsellers como Pamela o la virtud recompensada de Samuel Richardson. El riesgo era que las lectoras se vieran abrumadas por pasiones sexuales desenfrenadas. Pongamos por ejemplo Madame Bovary, donde la protagonista se deja llevar por la pasión sexual, comete adulterio y acaba quitándose la vida.

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Durante el siglo XVIII las novelas fueron criticadas por desencadenar formas individuales y colectivas de trauma y disfunción mental. Era habitual el término «epidemia» para referirse a ellas. A fines del siglo XVIII y principios del XIX, se comenzó a utilizar un enfoque pseudocientífico para deslegitimizar las novelas. En sus Investigaciones médicas y observaciones sobre las enfermedades de la mente, uno de los primeros textos estadounidenses sobre psiquiatría, Benjamin Rush, señaló que los libreros eran particularmente susceptibles a la perturbación mental. Reformulando las antiguas advertencias de Séneca en el lenguaje de la psicología, Rush dijo que los libreros eran propensos a las enfermedades mentales porque su profesión requería la «transmisión frecuente y rápida de la mente de un sujeto a otro». El contagio no era simplemente una metáfora sino que era algo tanto mental como físico. Estaba al nivel de un resfriado, pero con la diferencia de que podía terminar con un acto de autodestrucción. A Werther se le siguió acusando de incitar al suicidio hasta bien entrado el siglo XIX.

Y para colmo, con la proliferación de la lectura como fenómeno de masas, también fueron surgiendo ataques desde la intelectualidad que tenía una visión más elitista de este hábito. Para Arthur Schopenhauer las novelas excesivamente populares eran peligrosas, porque hacían disminuir el nivel cultural y en consecuencia tenía efectos negativos sobre la mente. En concreto describió los «malos libros» como «veneno intelectual».

En 1875, la Sociedad de Nueva York para la Represión del Vicio publicó un informe escrito por el moralista estadounidense Anthony Comstock condenando a los «astutos» vendedores de material obsceno que habían «logrado inyectar el virus más destructivo para la inocencia y la pureza de la juventud». Así mismo, animó a todo el mundo para que vigilara sus bibliotecas, su correspondencia y las amistades de sus hijos y pupilos, para que el contagio no arruinara la pureza de los hogares. La idea era que los textos peligrosos representaban una grave amenaza para la salud mental de los lectores. En 1929, el editor del Sunday Express James Douglas describió a los autores que promovían la «degeneración» moral como leprosos y anunció una cruzada para «limpiarse de la lepra de esos enfermos». La censura pasó a verse, entonces, como un equivalente a la cuarentena, convertida en un arma para proteger a los débiles del daño psicológico del texto escrito.

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A pesar de ser bombardeados por todas estas advertencias, desde la Edad Moderna la mayor parte de los lectores las han ignorado y se han mostrado predispuestas a emprender el viaje hacia lo desconocido a través de la lectura. El auge de la literatura como fenómeno de masas demostró que los moralizadores poco podían hacer contra la demanda pública de ficción de entretenimiento. Sí, no hay duda de que leer es una actividad arriesgada, que posee la capacidad de activar la imaginación, que puede causar trastornos emocionales o que, incluso, puede derivar en una crisis existencial. Sí, desde luego son razones de peso para tenerle miedo. Pero esas son, al mismo tiempo, las razones que explican su importancia a lo largo de los tiempos en la búsqueda de sentido a la humanidad.

Fuente: Aeon.

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