La nostalgia vende. Esto es indudable, y es algo de lo que me he dado cuenta en los últimos años cada vez más claramente. El mundo del cine se aprovecha de ella para traer de forma continua remakes o reboots —solo hace falta ver, por ejemplo, cómo Disney saca adaptaciones de sus clásicos en carne y hueso; Aladdin, Dumbo, La bella y la bestia—. Ni que decir tiene que en los videojuegos viene a ocurrir algo parecido, la mayoría de las veces con la excusa de darle un lavado de cara al apartado visual para que sea más acorde a las tecnologías de hoy día. Y la televisión, por supuesto, no se libra de ella, sea mañana trayendo de vuelta una serie que se había dado por finalizada o pasado mañana una que ya había muerto y pocos recordaban.

Pero entre todas las fiebres nostálgicas de estos últimos años, si una de ellas ha pegado con más fuerza que ninguna otra, todos coincidiremos en que es la de traer de regreso el espíritu de la década de los ochenta. Una de las grandes exponentes de este efecto es Stranger Things, la serie de Netflix, que rescata ese rollito tan reconocible e inherente a Spielberg, tan de máquinas recreativas, bicicletas, niños y aventuras. O mismamente la película Ready Player One, dirigida por el propio Steven y adaptación directa de la novela homónima, la cual no es más que un gran homenaje a esa década pasada del siglo XX.

Sin embargo, y aunque estos productos sean de consumición rápida y efectiva —mayormente olvidables, todo hay que decirlo—, hay entre ellos uno que ha nacido para marcar la diferencia, para ser el ejemplo a seguir si de chutarnos nostalgia en vena se trata. Estoy hablando, como habréis supuesto, de Cobra Kai.

Para los más veteranos, los frikis, o los amantes de las artes marciales, Cobra Kai no será un nombre desconocido, pues es un nombre asociado a una de las franquicias más famosas y recordadas de los ochenta, la de Karate Kid. Y ahora es cuando toca decir, parafraseando a Milhouse en Los Simpson: «¡Ha vuelto, en forma de chapas!», pero no, Karate Kid no ha vuelto en forma de chapas, sino en forma de serie de televisión. E incluso ni eso, porque en realidad estamos hablando de una serie web, es decir, solamente disponible a través de Internet en una plataforma que quizá os suene de algo, YouTube.

Ideada por Jon Hurwitz y Hayden Schlossberg —y quizá, y solo quizá, germinada gracias a unos cuántos chistes en Cómo conocí a vuestra madre—, Cobra Kai es una serie que recupera por completo la esencia de la primera entrega de Karate Kid. Es una secuela directa a esa película que, no en vano, es consciente de que llega a nuestras pantallas treinta y cinco años después. Y es por esto que Cobra Kai tenía todas las papeletas para convertirse en otro producto facilón y simple.

Recordemos que la franquicia de Karate Kid no es una que haya tenido el mejor de los recorridos. Tras una primera entrega sólida y fresca, llegó Karate Kid II: La historia continúa (1986), una secuela digna, tal vez algo innecesaria, pero agradable al fin y al cabo. Y tras ella apareció Karate Kid III: El desafío final (1989), tercera parte que cerraba la trilogía y ponía los clavos sobre su propia tumba al demostrar claros signos de agotamiento e indiferencia entre su público. Pero por si fuera poco, unos años después de aquello Hollywood intentó una especie de reinicio con El nuevo Karate Kid (1994), que enseguida se estrelló estrepitosamente. Y más de una década y media después, Will Smith quiso hacer un remake de la original que se tituló The Karate Kid (2010), a la cual, con sus más y sus menos, no le fue nada mal en taquilla.

La saga de películas de Karate Kid

Con estos antecedentes, no es de extrañar que cuando se anunció Cobra Kai, más de uno arquease una ceja al oír las palabras secuela y serie web. Pero, contra todo pronostico, Cobra Kai ha resultado ser un producto de entretenimiento relevante y de una popularidad asombrosa —su primer episodio acumula ahora mismo más de 60 millones de visitas—. Para empezar, su mayor virtud está en que no se ancla al pasado, es decir, obviamente lo usa como gasolina para poner en marcha el motor, pero no se limita a dar vueltas sobre este o a repetirse de forma inútil. La historia sabe recoger lo sembrado para ponerse a construir a partir de ahí.

Esto se nota nada más empezar y está hilado con su segundo golpe de efecto: invertir las expectativas del espectador —algo con lo que los guiones de la serie juguetean constantemente para que no nos relajemos—. ¿Creías que el protagonista de esta historia sería el mítico Daniel LaRusso? Pues no, lo es Johnny Lawrence, el rival del protagonista en la película original. ¿Creías que Lawrence no tenía mucha chicha como para cargar con un rol protagónico? Te equivocabas, porque Johnny es un antihéroe genial, sorprendente, un alma en pena, un chapuzas alcohólico sin remedio que todavía trata de encajar su derrota de 1984 al tiempo que lidia con demonios de su infancia. ¿Tenías curiosidad por saber qué ha sido de Daniel-san? Pues ahora es un tío de negocios, un forrado líder de una cadena de concesionarios algo repelente con su fabulosa mujer e hijos al que la vida parece sonreírle todos los días.

La serie sabe deshacerse con inteligencia de los contrastes y borra los límites del bien o el mal. Sabe que ya no estamos en los ochenta. No todo es blanco o negro. Johnny no es solo ese villano que querían pintarnos en la primera peli. Es un hombre con aspiraciones, con deseos y frustraciones. Por eso es por lo que para llenar un vacío en su interior, para coger las riendas de su vida y demostrarse a sí mismo y a los demás que vale, decide abrir un dojo y convertirse en profesor de karate.

Daniel LaRusso y Johnny Lawrence

La trama principal pivota sobre la eterna enemistad que todavía perdura entre Johnny y Daniel. Ahora son ellos los adultos, ahora ocupan el lugar de sus senseis, pero esto no tendría sentido sin los alumnos. Por eso existe una fuerte presencia de nuevos personajes jóvenes, los adolescentes que vendrían a ser la nueva generación y que sirven para expandir la historia al mismo tiempo que crean paralelismos con el pasado. Por ejemplo, Miguel es un chico extranjero recién llegado a la ciudad que tiene problemas con otros chavales y por lo tanto decide tomar clases de karate para aprender a defenderse. Algo que claramente nos recuerda a Daniel-san.

Durante sus capítulos de tan solo media hora de duración —cosa que se agradece—, Cobra Kai saca tiempo para todo. Coquetea con el drama de forma escueta y correcta. Siempre se presta a regalar escenas de acción, a cada nuevo capítulo añadiéndole capas de complejidad a sus coreografías. Es realmente divertida cuando tiene que serlo, su humor se aprovecha de los tiempos que corren y, a veces, le basta con romper los cánones típicos de los ochenta. Aunque, sobre todo, algo que me encanta de ella es lo cuidadosa que llega a ser con sus guiños y referencias al pasado. Es un apartado tratado con mucho mimo que está ahí tanto para mover los engranajes de los protagonistas como para hacer las delicias a los fans de las películas. Incluso se permite honrar con respeto a uno de los pilares fundamentales de la franquicia, el señor Miyagi, tristemente fallecido en la ficción y también en la vida real —Pat Morita murió en 2005—.

Se podrían poner algunas pegas a Cobra Kai, no es perfecta, claro está. A veces peca un poco con sus montajes que parecen sacados como de un videoclip. O quizá para algunos puede que ciertas situaciones sean forzadas, algunas tramas juveniles sean un tanto tontas o predecibles, o se pasen con el uso de flashbacks, pero al final del día nos encontramos con una serie que tiene corazón y a la que se le pueden perdonar algunos resbalones. Además, es un gusto volver a ver a Ralph Macchio y William Zabka retomar sus papeles más emblemáticos, dan lo mejor de sí mismos y se nota, especialmente William, que demuestra que puede ser un gran actor.

Cobra Kai es heredera directa de la fiebre nostálgica. No hay duda de ello. No existiría si no fuese por los días que vivimos. Pero al contrario que tantos y tantos otros productos de su clase no se siente como algo barato, no apela solo a tus recuerdos, es algo que hay que ver para percibir. Entiende porqué un día fue un icono de sus años y cimenta a partir de ahí una nueva historia interesante para veteranos como recién llegados.

La nostalgia vende, sí, pero no podemos vivir solo del pasado.

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