El 6 de noviembre de 1966 el río Arno se desbordó y Florencia vivió una de las peores inundaciones de su historia, al menos desde 1557. El corazón de la ciudad desapareció bajo tres metros de agua, dañando o destruyendo millones de obras de arte y de libros únicos, lo que provocó un despliegue sin precedentes de solidaridad cultural internacional. Voluntarios de todo el mundo, bautizados como los «ángeles del barro», se presentaron en la ciudad para ayudar a rescatar e intentar limitar los daños producidos a casi un millar de pinturas, frescos y esculturas y a más de un millón de libros. Paradójicamente, la tragedia hizo que el campo de la restauración de arte avanzara como nunca antes lo había hecho.
En lo que respecta a los libros, entre los edificios que quedaron completamente sepultados bajo el agua se encontraban dos de las bibliotecas más importantes de la ciudad: la Biblioteca del Gabinetto Vieusseux y la Biblioteca Nazionale Centrale di Firenze. Entre ambas sumaban más de 1,5 millones de libros de incalculable valor que fueron dañados por el agua. Cuando las aguas volvieron a su cauce el panorama era desolador: cientos de miles de páginas aparecieron sueltas y pegadas a las paredes y a los techos de salas que se habían inundado irremediablemente. Secar un solo libro ya es de por sí una tarea complicada, pero ¿qué hacer para secar bibliotecas enteras con fondos tan ingentes?
En primer lugar, después de ser rescatados, los libros empapados se clasificaron según su valor y los daños producidos y a continuación se lavaron y desinfectaron. Para facilitar la labor en muchos casos las hojas fueron cortadas y tratadas de forma individual. Tras la limpieza algunos libros fueron colocados en salas con calefacción de las propias bibliotecas, pero como eran demasiados la mayoría de ellos fueron transportados a otros lugares, a veces fuera de la ciudad, a almacenes gigantes y graneros, donde fueron colgados para secarse página por página. Miles y miles de páginas de libros preciosos, entre ellos muchos de valiosísimos manuscritos medievales. En ocasiones, se cubrían los libros con serrín, para quitarles la humedad, y si no se lavaban antes de que se secaran era necesario raspar el barro seco del exterior de los libros. Finalmente, una vez secos, los libros volvían a ser montados y restaurados.
Los trabajos tuvieron que realizarse a marchas forzadas por temor a la propagación de moho. A pesar de ello, secar una biblioteca entera es algo que lleva muchísimo tiempo. De hecho, a día de hoy todavía quedan trabajos de restauración por hacer. Christopher Clarkson, conservador de la Biblioteca Nazionale Centrale di Firenze, llamó la atención sobre este problema en 2007 con una carta dirigida al gobierno italiano afirmando que todavía hay miles de libros esperando en los almacenes de la biblioteca para su tratamiento de conservación, para ser reparados o unidos o incluso limpiados. Hay que decir que el número de restauradores que trabaja en la biblioteca en la actualidad es de solo una décima parte de la cantidad que trabajaba allí justo después de la inundación.
En 1968 Roger Hill grabó para el Royal College of Art de Londres un interesante documental sobre todo el proceso de secado y restauración.
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