El bosque de los urogallos de Mario Rigoni Stern

«Sólo la autobiografía es literatura, las novelas son su cáscara y, al final, se llega al meollo: o tú o yo», escribió Virginia Woolf, que no consiguió que los delirios y la depresión desaparecieran con la escritura pero sí le dio un sentido a su vida, una razón y una alternativa a la realidad cuando esta era demasiado áspera. Con el género autobiográfico Mario Rigoni Stern dio sus primeros pasos en la literatura, publicando en 1953 El sargento en la nieve, un relato en el que rescata sus recuerdos en Rusia. Después de combatir en Francia, Albania y Yugoslavia como aliado de la Alemania nazi, Stern acabó en el frente ruso, y consiguió sobrevivir, aunque terminó, en 1944, en un campo de concentración alemán, trabajando en minas de hierro y carbón. Buena parte de su obra será un reflejo de esas experiencias como soldado de la Segunda Guerra Mundial.

A partir de 1958, cuando aún trabajaba en el Registro de la Propiedad, Stern publica algunos relatos sobre esas experiencias en diversas revistas y periódicos y en 1962 reunió algunos de ellos y los publicó, por iniciativa de Italo Calvino, bajo el título El bosque de los urogallos. Este libro le valió a Stern el premio Puccini Sinigaglia de un millón de liras, con el que compró una pequeña parcela en Val Giardini, cercana a la de Ermanno Olmi, donde en los años siguientes se construiría la casa, además de el inicio de una profunda amistad con Primo Levi, que leyó la antología con interés y escribió al autor para intercambiar sus impresiones.

Los relatos de este volumen se enmarcan en un contexto de bosques y montañas, de puestas de sol, de aire puro, de largos caminos, a veces a través de países lejanos, como América o Australia, un tapiz sobre el que se extiende el drama humano, a menudo generado por la guerra, a medio camino entre la pobreza y la fatiga vital, pero siempre con un resquicio para la esperanza. Ya en el primer relato, «Por allí esta Carnia», se nos presenta un camino que serpentea desde Polonia hasta Silesia, un camino lleno de sudor, de montañas blancas y de desesperación, que llega prácticamente hasta la última página del libro, atravesando una tierra poblada por minas de hierro, bosques cubiertos de nieve, chimeneas humeantes, sopa caliente, ancianos que esperan un regreso o jornadas de caza que restituyen la paz con la naturaleza. Porque, cómo no sentirse en paz, lejos de la voraz modernidad, al calor del fuego, acurrucados en el heno, viendo por la ventana como los abetos se doblan por el peso de la nieve.

Ese mundo aparece como una especie de tierra prometida a la que retornar. Ese regreso está presente, por ejemplo, en «Por allí esta Carnia». El retorno se entiende como una vuelta a los orígenes, al útero materno, después de haber pasado por una situación traumática, como puede ser la guerra, a veces con el peligro de no reconocer nada a la vuelta. En uno de los relatos un soldado que se dirige al frente se pregunta: «¿Quiénes volverían de todos los que vamos en este tren?» La vuelta es una oportunidad para, una vez ya como hombres libres, cambiar las armas por un hacha. Hay un deseo por retrasar ese momento de llegada. «Andaba y andaba, despacio. Como si tuviera miedo de llegar y retrasar el momento», se dice de uno de los personajes. Al fin y al cabo, el camino también es naturaleza.

Entre los recuerdos, la amistad, la guerra o el amor por la caza, se levanta majestuosa la naturaleza, el valle, los bosques, la montaña. Esa naturaleza es una verdadero ser vivo, capaz de sanar y de salvar, una forma de ver con claridad el mundo y de reencontrarse con uno mismo. «La soledad y el ejercicio físico me benefician más que las inyecciones de calcio», dice otro de los personajes. Y má adelante Stern advierte: «La tierra, el aire, el agua no tienen dueño, sino que son de todos los hombres, o mejor, de quien sabe hacerse tierra, aire, agua, y sentirse parte de toda la creación». Eso, de alguna manera, consigue hermanarnos a todos, convertirnos en paisanos. También se hermana con los animales el hombre. Esa unión entre el hombre y el animal en una simbiosis única e indivisible toma forma en los dos perros de caza de pelo castaño Alba y Franco. Es en este contexto en el que hay que entender la pasión por la caza, casi como un ritual de amor por la naturaleza, que hace que cuando los personajes la lleven a cabo sientan incluso que se muere una parte de ellos.

El bosque de los urogallos nos ofrece una gramática de una limpieza extrema, esencial, directa y primitiva, un estilo que Paolo Cognetti no duda en comparar en el prólogo con la lengua clara y desnuda de Hemingway, después de calificarlo como el primer ejemplo de nature writing en italiano.

Si hay un ambiente perfecto para leer un libro, El bosque de los urogallos habría que leerlo en las tardes de invierno, en una cabaña en mitad del bosq ue, al calor del fuego. Y quizá, al leer «Los zorros bajo las estrellas», uno podría asomarse asomarse por la ventana y, soñando despierto, entrever huellas de zorro sobre la nieve. ¿Qué más podría pedirse?

Comentarios

comentarios