La radical soledad es para Ortega el punto de inicio de todo individuo para con lo social, porque la vida de cada uno es intransmisible e incomprensible para los demás, “la vida humana sensu stricto por ser intransferible resulta que es esencialmente soledad, radical soledad” (Ortega, 1988, p. 59). Todo colectivo es una suma de radicales soledades distintas las unas de las otras. Cada individuo tiene su ser y ve la realidad tal y como la gestiona desde su soledad radical. Nadie puede entender nuestro punto de vista, es decir, nuestra radical soledad, y por ello, es cada uno a título particular el que tiene que abrirse al mundo y al Otro. El individuo y su radical soledad están rodeados por el mundo, la circunstancia, la realidad, “todo aquello con que tengo que contar” (Ortega, 1988, p. 103).
De nosotros mismos es de lo único de lo que no podemos dudar. Nuestro cuerpo y nuestra vida están claros en el plano de lo que existe para nosotros. No obstante, los demás, y por tanto sus cuerpos y vidas, aunque son incuestionables pues los vemos o nos los podemos imaginar, son de segundo nivel. ¿Por qué? Porque para comprender y conocer a los demás partimos de sus apariencias externas, razón por la que nunca llegaremos a ellos, a sus radicales soledades.
Lo único que tienen en común tanto el yo como el Otro es que este último es “capaz de responderme tanto como yo a él” (Ortega, 1988, p. 103). Puede haber reciprocidad, siempre y cuando todas las partes quieran; pero la violencia, la incertidumbre y el miedo están presentes y latentes en todas las relaciones humanas. Ortega defiende la prudencia y la duda frente al Otro. ¿Acaso somos iguales a un desconocido? ¿Acaso no dicen todas las madres que no nos vayamos ni nos fiemos de los desconocidos?
Ortega no es pesimista sino realista. Es un filósofo de ideales liberales y de progresismo democrático, defensor de una élite preparada y lista para dirigir a las naciones, que desconfía totalmente de las masas, mayorías abstractas, fluctuantes, indecisas, maleables, peligrosas y eficaces; mayorías que acaban con toda opinión individual, personal e incluso racional. No se puede caer en el gobierno de la masa, es peligroso, y por ello, la difícil socialización entre individuos se tornó de crucial necesidad para construir una relación.
“¿Qué tengo delante de mí cuando califico mi relación con el otro como un cero de intimidad? Evidentemente que yo no conozco de él nada único, que le sea exclusivo. Solo sé de él que, dado su aspecto corporal, es mi «semejante», (…) Ahora bien, imagine cada uno que entra, por el motivo que sea, en relación social activa con un ser así. Esta relación, dijimos, consiste en que usted ejecute una acción, sea dirigida especialmente a él, sea simplemente contando con su existencia y, por tanto, con su eventual intervención. Esto le obliga a usted a proyectar su acción procurando anticipar la actitud o reacción del otro (…) sé que el otro va probablemente a reaccionar a mi acción. Cómo reaccione, no puedo presumirlo. Me faltan para ello datos (…) En efecto, todos tenemos, en el desván de nuestro saber habitualizado, una idea práctica del hombre, de cuáles son sus posibilidades generales de conducta. Ahora bien, esta idea de la posible conducta humana, así en general, tiene un contenido terrible. En efecto, he experimentado que el hombre es capaz de todo -ciertamente de lo egregio y perfecto, pero también y no menos de lo más depravado. Tengo la experiencia del hombre bondadoso, generoso, inteligente, pero, a su vera, tengo también la experiencia del ladrón -ladrón de objetos y ladrón de ideas-, del asesino, del envidioso, del malvado, del imbécil. De donde resulta que ante el puro y desconocido Otro, yo tengo que ponerme en lo peor y anticipar que su reacción puede ser darme una puñalada (…) El puro Otro, en efecto, es por lo pronto tanto e igualmente mi amigo en potencia que un potencial enemigo. Ya se verá más adelante que esta posibilidad contrapuesta, pero igualmente probable, de que el Hombre sea amigo o enemigo, de que nos pro-sea o nos contra-sea, es la raíz de todo lo social” (Ortega, 1988, p. 155-156).
El otro puede ser amigo o enemigo pero en caso de duda, para todo yo, es mejor situarse en lo peor, es decir, en que el otro es un enemigo. ¿Acaso podemos fiarnos de los extraños? ¿Podemos fiarnos de un desconocido? Es verdad que nuestra realidad es de la que menos dudamos, pero es la realidad del otro con la que más debemos contar, porque si la tenemos vigilada y estudiada, la nuestra estará más segura. Cualquier tipo de relación humana empezará siempre por la prudencia y la desconfianza. Los usos sociales como un simple saludo, que diría Ortega, incluso a la distancia, nos son de gran ayuda a la hora de relacionarlos con
“el otro, el puro otro, el hombre desconocido, simplemente por serlo e ignorar yo cuál va a ser su comportamiento conmigo, me obliga en mi aproximación a él a ponerme en lo peor, a anticipar su posible reacción hostil y feroz. Esto, expresado con otras palabras, equivale a decir que el otro es formalmente, constitutivamente peligroso. La palabra es magnífica: enuncia exactamente la realidad a que me refiero. Lo peligroso no es resueltamente malo y adverso -puede ser lo contrario, benéfico y feliz. Pero, mientras es peligroso, ambas contrapuestas contingencias son igualmente posibles. Para salir de la duda hay que probarlo, ensayarlo, tantearlo, experimentarlo” (Ortega, 1988, p. 163).
No tener en cuenta nuestro propio desconocimiento con respecto del otro es para Ortega caer en la inocencia y en la ingenuidad más peligrosas, las de fiarnos del prójimo, del que tenemos al lado, obviando cualquier tipo de amenaza que pueda suponer. La desconfianza e incertidumbre con respecto al otro son las que asientan el conflicto entre las personas, el cual parece estar insertado en la esencialidad misma de la especie humana.
“Pero hagámonos bien cargo de lo que es el fondo habitual de nuestra vida diaria en cuanto esta consiste en trato con los prójimos, incluso con los más próximos a nosotros y aun con nuestros familiares. Repito que, de puro sernos constante y habitual, no nos percatamos de ello, como los que viven junto a una catarata acaban por no oír su estruendo. Pero el hecho es que el fondo -¿cómo diríamos?-, el suelo y nivel sobre el cual se produce ese trato cotidiano, solo puede calificarse adecuadamente llamándole «lucha»” (Ortega, 1988, p. 165).
Las sonrisas, las amistades, la confianza entre compañeros o cualquier tipo de relación positiva entre personas, no es más que una cortina de humo que no debe nublarnos la vista. Convivir es luchar, vivir en sociedad es estar en una calma tensa donde las partes intentan mostrar una impresión contraria.
La sociedad está formada por numerosos individuos, es decir, numerosos yoes, los cuales son distintos los unos de los otros. En otras palabras, para cada yo, los otros yoes, no son yo, es decir, no son él mismo, porque para él solo hay un yo posible, que es él mismo. Cada yo es un individuo en cuanto que ser pensante y consciente, en oposición al mundo exterior en general, por lo que la existencia y convivencia de los distintos yoes se convierte en un mundo de antiyoes. Es por esto que las normas y usos sociales como el saludo, la despedida o la cortesía sirven para controlar y amortiguar las tensiones entre los individuos. En el plano social encontramos una estructura parecida:
“Toda sociedad es, pues, a la vez, di-sociedad; o, enunciado de otro modo, toda sociedad humana es, en cuanto pretensión de ser sociedad, un fracaso, esto es, una realidad enferma. De aquí que a las fuerzas y tendencias disociativas tenga que oponer la convivencia o colectividad una fuerza artificialmente organizada; que es el poder público, en suma, el Estado (…) la existencia e ineludibilidad del Estado procede de que la sociedad está, más o menos, siempre enferma y necesita terapéuticamente regularse mediante un poder público que reprime e impide el triunfo de las fuerzas disociales. El Estado es un aparato ortopédico que la sociedad se pone así misma para poder subsistir (…) La lucha para adueñarse del poder público es lo que, con una vaguísima palabra que casi nadie sabe lo que, en rigor, significa, se llama Política. De donde resulta que siendo el Estado síntoma de una inevitable y constitutiva enfermedad en el cuerpo social, la Política es otra enfermedad que a las primarias se añade (…) siendo algo conexo con la enfermedad permanente de toda Sociedad, no es posible que haya una política buena y solo cabe una política menos mala” (Ortega, 1979, p. 287-288).
Pero también dice Ortega que la forma soberana de vivir es convivir. La forma social del grupo humano nace y toma forma a través de la coacción, de una fuerza (física, jurídica, política…) que se impone a todo el grupo para que este no se disgregue. Es por esto que el Estado y la política son instrumentos de contención, muros para que la sociedad no se desborde y se mantenga unida. No obstante, lo peor que le puede ocurrir a cualquier sociedad es que se vea sometida a las masas, conglomerados de individuos que forman grandes aglomeraciones hermetizadas en sí mismas, incapaces de escuchar a nada ni a nadie, que no atienden a razones y que solo tienen por legítima su opinión. Estas masas están formadas por el hombre-masa, “aquel que lincha” (Ortega, 2019, p. 180), persona que se desprende de su propia individualidad, de sus posibles capacidades potenciales y que se siente a gusto, segura y tranquila siendo como los demás, que se encuentra a salvo dentro de la mediocridad de los pensamientos y opiniones, que con la masa quedan reducidos a uno solo, el de la masa. Es más, se siente culpable si es diferente a los demás, pues
“la masa arrolla todo lo diferente, egregio, individual, calificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese todo el mundo no es todo el mundo. Todo el mundo era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales. Ahora todo el mundo es solo la masa” (Ortega, 2019, p. 73).
La masa se caracteriza por proceder en los acontecimientos mediante la acción directa para acabar con cualquier tipo de discusión: “La única forma de actividad pública que al presente, por debajo de palabras convencionales, satisface a cada clase, es la imposición inmediata de su señera voluntad; en suma, la acción directa” (Ortega, 2018, p. 81).
Se trata de ordenar y mandar, de imponer la voluntad de uno mismo, o la de la masa, para acabar con la diferencia que supone el otro. Es un linchamiento que se basa en la violencia, la coacción y la fuerza, que no tienen por qué ser físicas, ya que se puede llegar a cabo sobre el pensar y sentir de los individuos (a través de la presión psicosocial dominante, el dogmatismo o el miedo a la diferencia). Ortega no dice en ningún momento que esté en contra de la violencia física, pero lo que no admite es que esta se convierta en la única herramienta a la que se recurra a la hora de resolver conflictos, diferencias o problemas:
“Perpetuamente el hombre ha acudido a la violencia: unas veces este recurso era simplemente un crimen, y no nos interesa. Pero otras era la violencia el medio a que recurría el que había agotado antes todos los demás para defender la razón y la justicia que creía tener. Será muy lamentable que la condición humana lleve una y otra vez a esta forma de violencia, pero es innegable que ella significa el mayor homenaje a la razón y la justicia. Como que no es tal violencia otra cosa que la razón exasperada. La fuerza era, en efecto, la ultima ratio. Un poco estúpidamente ha solido entenderse con ironía esta expresión, que declara muy bien el previo rendimiento de la fuerza a las normas racionales. La civilización no es otra cosa que el ensayo de reducir la fuerza a ultima ratio. Ahora empezamos a ver esto con sobrada claridad, porque la acción directa consiste en invertir el orden y proclamar la violencia como prima ratio, en rigor, como única razón. Es ella la norma que propone la anulación de toda norma, que suprime todo intermedio entre nuestro propósito y su imposición. Es la Carta Magna de la barbarie” (Ortega, 2019, p. 73).
La guerra es un fenómeno social que no podemos suprimir de nuestro comportamiento social, que implica muerte y desgarramiento, y lo peor de ella radica en que crea más personas malas que las que destruye. Entonces, si no podemos separarla de nuestros actos como seres en constante contacto, que a veces implica contactos de tipo violento, debemos sustituirla. Ortega propone la paz como sustituta de la guerra.
La paz no es el relleno que va después de la guerra, no es su consecuencia. La paz debe ser un verdadero sustituto y no un mero tapón del hueco vacío que deja la no-práctica de la guerra. Para que esta pueda ser sustituida, la paz debe desempañar sus mismas funciones y métodos pero a su modo, es decir, sin violencia, para poder solucionar la contienda. Tanto la paz como la guerra tienen que tener un mismo propósito: resolver conflictos. Según Ortega,
“el pacifista ve en la guerra un daño, un crimen o un vicio. Pero olvida que, antes que eso y por encima de eso, la guerra es un enorme esfuerzo que hacen los hombres para resolver ciertos conflictos. La guerra no es instinto, sino un invento. Los animales la desconocen y es de pura institución humana, como la ciencia o la administración. Ella llevó a uno de los mayores descubrimientos, base de toda civilización: al descubrimiento de la disciplina. Todas las demás formas de disciplina proceden de la primigenia que fue la disciplina militar. El pacifismo está perdido y se convierte en nula beatería si no tiene presente que la guerra es una genial y formidable técnica de vida y para la vida (…) Como toda forma histórica, tiene la guerra dos aspectos: el de la hora de su invención y el de la hora de su superación. En la hora de su invención significó un progreso incalculable. Hoy, cuando se aspira a superarla, vemos be ella solo la sucia espalda, su horror, su tosquedad, su insuficiencia” (Ortega, 2019, p. 277).
La hostilidad, la tendencia al conflicto, es natural tanto en los individuos como en la masa, forma parte de su esencia, pero Ortega considera que la guerra no es un instinto sino un invento. La guerra es un fenómeno social, pero también es algo artificial, es decir, construido y pensado por el hombre. La guerra es un instrumento para resolver conflictos que a lo largo de la historia ha demostrado ser una técnica vital en nuestras relaciones, razón por la que se necesita un sustituto, porque, como la especie humana se ha acostumbrado tanto a ella, no desaparecerá y por tanto, reaparecerá tarde o temprano. Sustituirla es de capital importancia porque
“el enorme esfuerzo que es la guerra solo puede evitarse si se entiende por paz un esfuerzo todavía mayor, un sistema de esfuerzos complicadísimos y que, en parte, requieren la venturosa intervención del genio. Lo otro es un puro error. Lo otro es interpretar la paz como el simple hueco que la guerra dejaría si desapareciese; por lo tanto, ignorar que si la guerra es una cosa que se hace, también la paz es una cosa que hay que hacer, que hay que fabricar, poniendo a la faena todas las potencias humanas” (Ortega, 2019, p. 278).
La primera y principal dificultad que nos encontramos en el camino para alcanzar la paz es la actitud de los actores para con el medio destinado a alcanzarla, el derecho internacional. Cada actor, sobre todo los Estados, reconoce su poder político como derecho, interno y externo, y por tanto, no están preparados ni dispuestos para reconocer un tipo de derecho que va más allá de sus competencias. Solo un conjunto de normas jurídicas supranacionales que regulen los conflictos entre Estados podrán evitar el uso de la guerra como medio. Los principios abstractos o los valores superiores (libertad, igualdad, justicia, equidad, distribución, solidaridad, pluralismo político…) no sirven nada más que para sostener grandes estructuras jurídicas de alma esperanzadora y poco cuerpo físico, como la Sociedad de Naciones, que nació muerta, pues no era más que “un gigantesco aparato jurídico creado para un derecho inexistente. Su vacío de justicia se llenó fraudulentamente con la sempiterna diplomacia, que al disfrazarse de derecho contribuyó a la universal desmoralización” (Ortega, 2019, p. 283).
El poder tiene muchas caras con las que mostrarse. Es el derecho quien puede regular los conflictos, pero también es una consideración equivocada el pensar que es el derecho el que puede controlar al poder. Es el poder quien tiene reglas y quien no se somete a ninguna otra que no le pertenezca. Los dispositivos jurídicos tienden a pensar que son ellos quienes pueden consolidar, controlar y administrar el statu quo. Las cosas son como son, y aunque puedan cambiar con el tiempo, son las que son.
Es por esto que el objetivo de las instituciones supranacionales jurídicas busque mediar en los conflictos, regularlos y resolverlos. Estas también deben centrar sus esfuerzos en el poder, siempre móvil, para no perderlo, deben disponer de la flexibilidad y capacidad necesarias para poder mantener el equilibrio de manera constante en la sociedad internacional.
No obstante, estos esfuerzos no son suficientes para mantener la paz. También son necesarias ciertas vigencias culturales compartidas entre las naciones. Se necesitan marcadores de certeza que vayan desde los valores humanos hasta la arquitectura de las ciudades para que de esta manera las diferencias de cada nación no se radicalicen en sí mismas sino que tiendan a la unidad.
Para terminar, la Europa desmembrada que conoció Ortega, sobre todo por las guerras y luchas de poder y en especial con la Primera Guerra Mundial, debe vertebrarse, unirse a través de la identidad histórica y lazos culturales comunes pues considera que
“las únicas posibilidades de paz que existen dependen de que exista o no efectivamente una Sociedad europea. Si Europa es solo una pluralidad de naciones, pueden los pacíficos despedirse radicalmente de sus esperanzas. Entre sociedades independientes no puede existir verdadera paz. Lo que solemos llamar así no es más que un estado de guerra mínima o latente (…) Europa ha sido siempre un ámbito social unitario, sin fronteras absolutas ni discontinuidades, porque nunca ha faltado ese fondo o tesoro de «vigencias colectivas» -convicciones humanas y tablas de valores- dotadas de esa fuerza coactiva tan extraña en que consiste «lo social». No sería nada exagerado decir que la sociedad europea existe antes que las naciones europeas, y que estas han nacido y se han desarrollado en el regazo maternal de aquélla (…) nada debiera hoy importar tanto al pacifista como averiguar qué es lo que pasa en esos senos profundos del cuerpo occidental, cuál es su índice actual de socialización, por qué se ha volatilizado el sistema tradicional de «vigencias colectivas», y si, a despecho de las apariencias, conserva algunas de estas latente vivacidad (…) Pudiera acaecer que en la fecha presente faltasen esas instancias en una proporción sin ejemplo a lo largo de toda la historia europea” (Ortega, 2019, p. 290-294).
Bibliografía utilizada
Ortega y Gasset, José (1988) [1954]. El hombre y la gente. España, Madrid: Revista de Occidente- Alianza.
Ortega y Gasset, José (2018) [1921]. España invertebrada. España, Barcelona: Austral.
Ortega y Gasset, José (2019) [1930]. La rebelión de las masas y otros ensayos. España, Madrid: Alianza Editorial.
Ortega y Gasset, José (1979) [1930]. La rebelión de las masas y otros ensayos. España, Madrid: Revista en Occidente-Alianza.
Foto de portada
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