En una red social miro las fotos de Teresa, una de las pocas mujeres que, en el secundario, interactuaba conmigo, aunque no demasiado, sólo jugaba al truco en los recreos con mi escaso grupo de amigos.
Al mirar su perfil noto que está casada con un muchacho apuesto de doble apellido, por su apariencia un hombre pudiente. Los ricos tienen una mejor calidad genética y un acceso eficiente a servicios de la salud, educación y otras variables que los proyectan como hombres exitosos. Teresa no es atractiva, por lo que sin duda jugó con astucia en el cínico juego de la seducción. Para una mujer de treinta, consiguió algo muy por encima de sus expectativas.
La última vez que la vi, yo tenía veintiséis años y salía de la Biblioteca Nacional. Por entonces yo trabajaba para una mediocre empresa de telecomunicaciones. Al salir del edificio la reconocí y la saludé. Estaba tal como la recordaba. A pesar de mi torpeza pude generar empatía y hacerla reír. Le recordé nuestros épicos juegos de cartas en los recreos y le mencioné que trabajaba para una muy reconocida empresa internacional. Quería impresionarla, mostrarle que ya no era aquel adolescente estúpido que ella había conocido. Le dije que aún me veía con aquellos antiguos amigos aunque no era verdad.
Una escena anterior: yo en la fiesta de egresados de mi hermano a mis diecinueve y allí, una vez más, estaba Teresa. Tuvimos una breve interacción donde una versión de mí algo más tosca también le mencionó los juegos de cartas.
La fiesta fue una pesadilla donde me reencontré con mis antiguos compañeros a los que odiaba. Me fijé en particular en el que había conquistado y desvirgado a casi la mitad de las mujeres de la escuela. Lo miraba con envidia mientras él besaba a una chica anónima que pronto pasaría a ser descartada como basura. Con mi actitud temblorosa intenté acercarme a Mora, una amiga de mi hermano, y por supuesto fracasé. Después me puse a conversar con otra chica, una tal Guadalupe, con la que tampoco tuve resultados.
Había venido Estefanía, con quién yo cursaba inglés en un instituto privado. Me atraía, pero en tres años de cursada jamás me había atrevido a encararla. Cuando la conocí yo era aún más obsoleto a nivel social. Recuerdo haberla acompañado varias veces hasta su casa después de clases. Nunca di el primer paso, nunca la invité a salir, nunca me atreví a besarla.
La noche de la fiesta hice lo que hubiera debido hacer antes, pero lo hice de una forma patética. En lugar de besarla le dije que me gustaba y que quería salir con ella. Ella me dijo que tenía novio. Que estúpido, debería haber tratado de besarla directamente. ¿Qué es lo peor que podía pasar? Mejor pedir disculpas que permiso. Hoy en día, si volviera a verla, ya no me interesaría. Debe tener como treinta años. Además de vieja, debe estar arruinada por la cantidad de drogas, alcohol y tabaco que consumía desde temprana edad.
De aquella fiesta me retiré temprano. Todos los hombres que conocía se besaban con alguna chica. Uno de ellos le metía a Teresa la lengua entera en la boca. La miré antes de irme y ella me devolvió una mirada indiferente. Me sentí pequeño, agobiado, deprimido, derrotado.
Ahora miro las fotos de Teresa con resentimiento, y pienso que nuestros destinos están atados. Es solo cuestión de tiempo.
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