Cioran, por C. Bresson (Fuente).

En la época en que el existencialismo llamaba desde Europa a un nuevo compromiso con la vida, Emile Cioran no tenía empacho en representar la cara opuesta a Jean P. Sartre, con quien a menudo se cruzaba en el Café De Flore. Nacido en Rasinari, Rumania, Cioran vivió gran parte de su vida en París, en donde compuso una obra filosófica centrada en el escepticismo y el pesimismo.

La vida toda le parecía a Cioran una carga insoportable, una extenuación improductiva a la que no hallaba escapatoria posible. Decía que su inconveniente era haber nacido, que su vida carecía de justificación y que era un ser condenado a la incapacidad y al tormento.

Nunca se sintió capaz de ejercer oficio alguno. Sostenía que había leído mucho porque la lectura le había proporcionado una coartada para mostrarse ocupado y aparentar así alguna responsabilidad en el mundo. Reconocía, sin embargo, que leer le había quitado mucha experiencia de vida. Se sentía apenas más productivo cuando realizaba algún esfuerzo físico, como caminar o realizar algún trabajo manual, pero pronto se sentía devorado por el hastío y abandonaba esas tareas.

Todo acto positivo le parecía a Cioran desatinado, por lo que cualquier toma de partido le resultaba una impostura. Permanecía tumbado en sus habitaciones durante gran parte del día. “He derrochado horas y horas reflexionando sobre aquello que me parecía eminentemente digno de ser profundizado: sobre la vanidad de todo, sobre lo que no merece ni un segundo de reflexión”, escribió en uno de sus libros.¹

Consideraba que la agitación en pos de cualquier meta carecía de sentido, por lo que entendía que había más motivos para sentirse orgulloso de lo no hecho que de lo hecho. Desconfiaba de las personas con convicciones porque la vitalidad que desplegaban promovía necesariamente un malestar que acarreaba la ruina de cualquier proyecto. De allí que considerara realizados sólo a los espíritus rotos. “Hay algo de charlatanería en todo aquel que triunfa”, afirmaba.²

El mundo cotidiano le resultaba incomprensible y sólo le provocaba hastío. Consideraba a la calle como una parodia del Infierno por lo que prefería meterse en bibliotecas públicas. Escribió numerosas impresiones sobre sus paseos, pero observaba a los seres humanos con desapego e indiferencia, hasta con cierto asco. Confiaba en que el sueño lo alejara de la pesadumbre, pero el insomnio hacía que sus heridas siguieran abiertas.

Para Cioran la amistad no constituía refugio alguno, pues estaba hecha de incongruencias insalvables. Amar al prójimo, además, le parecía inconcebible e impracticable. Las calamidades del mundo, lejos de enseñarle al ser humano a aceptar sus limitaciones, lo hacían más presuntuoso, y por lo tanto más insoportable. Todo sentimiento de piedad hacia la especie humana se le antojaba pueril e irrelevante. En la música clásica (Johann S. Bach y Richard Wagner en especial), que podía elevarlo a estados místicos pasajeros, encontraba el único lenguaje que podía crear afinidades entre dos seres humanos, puesto que las conversaciones eran casi siempre fútiles. Pero tan pronto acababa la música, toda la existencia tornábasele nuevamente miserable e inútil.

Escribir se convertía en la única expresión de vitalidad posible para Cioran. A través de la escritura lograba los momentos de lucidez en los que podía atisbar las verdaderas condiciones de la existencia, que el mundo se empeñaba en ocultar mediante las ficciones del consumismo y las costumbres urbanas.

El escepticismo de Cioran no se refiere sólo al conocimiento, sino a la imposibilidad de encontrar un punto de apoyo para afirmarse vitalmente. Al mismo tiempo, era también un modo de mirar al mundo y adentrarse en él. Recurrir al pasado en busca de enseñanzas o parámetros morales le parecía absurdo, por lo que la historia le interesaba tan sólo en la medida en que le permitía fundamentar su idea de que la marcha de la humanidad a través de los tiempos carecía de todo sentido.

Para Cioran el mundo era inmodificable. La no aceptación de ese destino llevaba a los seres humanos a una inútil e irrelevante protesta contra la realidad. Más aún, Cioran pensaba que cuanto más se había sufrido, menos se protestaba contra el mundo, por lo que la queja era indicación de que no se había sufrido lo suficiente. “Mientras no sabemos sufrir, no sabemos nada”, escribió en sus cuadernos.³

Desconfiaba de todas las religiones, en tanto apostrofaban desde la esperanza a sujetos que no deberían esperar nada, ni del mundo terrenal ni de ninguno supraterreno. Sólo el budismo le despertaba algún interés, por su hincapié en la inevitabilidad del dolor en la existencia, que Cioran enlazaba con la inutilidad del deseo.

No fundó ni pretendió fundar escuela o corriente filosófica alguna, porque consideraba inútil defender cualquier idea. Rechazó la universidad y los grupos intelectuales por considerarlos absurdos. Aunque se hizo un nombre en la filosofía contemporánea, rehuía siempre el contacto humano. Retraído, huraño, no quería atraer atención alguna hacia su persona, en parte porque creía no tener nada para decir y en parte porque se percibía totalmente ajeno a la sociedad que lo rodeaba. Se sintió un desarraigado siempre, un exiliado de toda la humanidad antes que de un lugar físico o de una corriente filosófica.

Emile Cioran expuso descarnadamente el sentimiento de vacío, pesadumbre y tedio que acechaba a los seres  humanos en sociedades que se veían a sí mismas como opulentas y despreocupadas. Quizá esa haya sido la valiente denuncia de un filósofo que decía no tener valentía.

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¹Cioran, Emile: Ese maldito yo, Buenos Aires, Tusquets, 2014, p. 89.
²Idem, p. 29.
³Cioran, Emile: Cuadernos, Barcelona, Tusquets, 2000, p. 88.

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