
Imagen vía Pixabay.
Un huracán, eso es lo que era. Su mente estaba definitivamente programada para atentar contra él día y noche. Un remolino tempestuoso que le estaba costando la salud y que apenas le daba un respiro.
Y luego, estaba Ella. Su ventisca particular, atronadora y fiera que silbaba como si fuera un miura cada vez que no conseguía lo que buscaba. ¿Acaso no es normal que una mujer quite el sueño y le mantenga a uno en vela? ‒ Se repetía una y otra madrugada…
Pedro nunca lloraba, el desahogo venía por otro lado. Se agarraba al pincel como si no hubiera un mañana y coloreaba sus días sobre el lienzo a veces desvencijado y húmedo que le proporcionaba la noche. Siempre la noche…. Pintar desnudo y sobrio no era algo compatible, así que ahora lo hacía vestido. ¿Por qué seguiría prescindiendo del alcohol para crear? ¡Maldita conciencia!, malditas reuniones afables que le arrancaron la cordura. Ahora no había coherencia alguna en su arte… o quizás sí y él no la veía.
Aquel era un jueves anodino que le incrustaba de bruces con su realidad atronadora: estaba solo y seguiría solo por mucho tiempo. Ella tenía otros planes, otra vida maldita como la suya. Otro curso, otro oleaje que la mantendría lejos de él por demasiado tiempo.
Buscó música sedante para mitigar el dolor escogido y pinturas nuevas. Ojalá en aquella copa hubiera vino. Conformarse con verdes, ocres y marfiles debería de ser suficiente, respirar y visualizar su nuevo cuadro, el objetivo para aquella nueva noche de luna llena. Pero no lo era, no parecía bastarle, volvía a Ella, aunque ya sabía que era pasado siempre estaba en su presente. Y también volvía al viejo ansia del vino en su sangre para acompañarle en sus delirios y óleos.
Ya estaba frente al lienzo en blanco, había elegido un gran cuadro para vestir su nueva pared. Un metro y medio casi de largo para poner color y sabor al salón. Eligió el pincel más grueso que tenía, respiró hondo y cerró los ojos. Sus pensamientos arreciaban fuerte contra la pared desnuda, volviéndole loco en un intento desesperado de hacerle desistir y desplomarse en el sillón como la última vez. Pero entonces, sonó el teléfono.
‒¿Si? ‒Casi que se sintió aliviado de tener que contestar porque la violencia de su mente ya estaba arrojándole de nuevo a la desesperación del cuadro vacío.
Al otro lado de la línea, un suspiro.
‒Pensé que no ibas a cogerlo. No sabía si llamarte porque te hablé fatal la última vez que nos vimos, perdóname por favor amor mío.
En aquel instante Pedro dejó caer una lágrima. La acarició de inmediato porque no creía que fuera real, no podía estar allí. De hecho, miró sus dedos y los frotó hasta que la gota se secó ante su mirada inocente.
‒Entiendo que no quieras hablarme, comprendo que estés enfadado. Pero escúchame por favor, quiero arreglar lo nuestro.
Un escalofrío le recorrió ahora el cuerpo, aquellas dos palabras, “lo nuestro”, habían hecho trizas su corazón en los últimos meses. Eran un eco doloroso del que jamás salía su memoria porque según ella, “lo nuestro” no había existido nunca. Y entonces recordó. Miró súbitamente un pequeño cuadro rojo que colgaba del comienzo del pasillo. Era el cuadro más costoso y preciado de todos lo que había pintado, estaba cargado de simbolismo. Rememoraba aquella noche, aquellas noches que siguieron a la primera, en que vestido por fin, pintó aquel recordatorio de su amargura, rojo como la sangre y claramente purificador.
‒Cállate. Voy a colgarte.
Y aquello fue lo último que dijo al teléfono. Después, se sentó en el suelo y comenzó a llorar con todo el dolor que había contenido. Confuso, sintió también alegría, y una carga que había llevado en el cuello se desprendió extrañamente de él. Casi que podía verla alejarse en el aire y sonrió al pensar en hacer el típico gesto de adiós con la mano abierta. Y después de pensarlo, al final lo hizo. Se despidió serenamente de él y se tumbó para estirarse sobre su bonita madera de cerezo. Hacía mucho que no dejaba su cuerpo en reposo sobre aquellas láminas que un día fueron pisadas con los pies descalzos. Tenía que volver a ser aquel hombre salvaje que caminaba desnudo sobre el suelo, que pintaba desnudo sus cuadros, que brillaba desnudo en el silencio de cada lienzo en blanco…
Ahora por fin estaba en el camino, y no necesitaba empuñar ninguna botella ni tampoco ser testigo de un dolor ajeno. La vida le había dado otra oportunidad y ahora sabía cómo aprovecharla. Solo.
Sonia Molinero Martín
No hay comentarios