W. Churchill en 1941 (Fuente).

La reducción de la política a estrategias de marketing, comandadas por gurús especializados en despertar emociones para ganar elecciones, ha hecho que los ciudadanos olvidemos la estrecha relación que los líderes de la historia tenían con los libros.

David Ben Gurión tenía una biblioteca de aproximadamente 20.000 volúmenes, escritos en varios idiomas, en donde había desde textos religiosos hasta documentos de política internacional. La biblioteca del líder sionista se conserva en su casa-museo de Tel Aviv.

Aproximadamente la misma cantidad de libros contenía la abigarrada biblioteca del líder comunista soviético Josif Stalin, casi todos ellos con marcas y acotaciones de su puño y letra. Su departamento en el Kremlin fue descripto por algunos visitantes como una cueva de libros, que abarcaba desde el marxismo hasta la poesía. Incluso conservaba los que su archienemigo León Trotsky había escrito en los años previos al enfrentamiento entre ambos. Como parte de la construcción de su imagen pública, Stalin ocultó su perfil de lector, prefiriendo mostrarse como un campesino semi-bárbaro que había sido capaz de encumbrarse a la cima del poder de la revolución bolchevique.

El de Stalin no fue un caso inusual, ya que la mayoría de quienes fueron líderes de la extinta Unión Soviética mostraron una decidida inclinación por las letras universales. Cuando Yuri Andropov desempeñó el cargo de premier de la URSS entre 1982 y 1984, los medios de comunicación occidentales sólo pudieron decir de él que había sido uno de los más duros directores del KGB, el recordado comité de seguridad del estado comunista. Era cierto, pero había más. Andropov era también un hombre que despreciaba los lujos y la ostentación, al tiempo que mantenía un oculto perfil intelectual. Amaba la literatura, en especial la poesía, y sus allegados afirmaron que escribía poemas. También le gustaba mucho el jazz, en especial la orquesta de Glenn Miller. Aún estando enfermo de gravedad, Andropov siguió leyendo numerosas revistas literarias y una enorme cantidad de documentos oficiales.

La vida de Winston Churchill, en cambio, es más conocida que la de Andropov. Es sabido que además de una considerable provisión de cajas de habano y botellas de whisky, el líder británico disponía también de una frondosa biblioteca en su residencia de Chartwell Manor. También es sabido que las dotes de Churchill como escritor resultaron muy superiores a sus capacidades como estratega militar.

George Washington tenía menos libros que los que habría de tener Churchill, pero hay que tener en cuenta que en su época los libros eran más costosos. Durante la guerra independentista contra los ingleses se hizo construir un estudio en el que ubicó su biblioteca. Allí, además de administrar su finca y atender asuntos de política, leía. Washington no dejaba de interesarse por los libros ni siquiera cuando tronaban los cañones.

José de San Martín también era partidario de ir a luchar llevando no solo fusiles y cañones sino también libros. Decidido a vencer al absolutismo español, en enero de 1817 cruzó los Andes con su ejército popular… y con once baúles repletos de libros, cargados sobre mulas. Para San Martín, la lectura era uno de sus mayores placeres, junto con la conversación, la jardinería y la pintura. El gran estratega sudamericano leía tratados militares, obras clásicas y libros de filosofía política. Siempre pensó que las bibliotecas eran más valiosas que los ejércitos para sostener la libertad y la independencia de América Latina. Curiosamente, se le daba poco por la escritura, aunque sus cartas y partes de batallas son piezas formidables.

Al parecer, San Martín no fue el único que viajaba con sus libros a cuestas. En el siglo X el visir de Persia Abdul Kassel Ismael tenía una impresionante biblioteca que trasladaba sobre los lomos de 400 camellos. Según cuentan los cronistas, los secretarios del visir sabían exactamente en qué camello encontrar determinado libro, por lo que las requisitorias del lector viajero podían ser atendidas con rapidez.

Ni siquiera los dictadores parecen haber escapado al atractivo de los libros. El chileno Augusto Pinochet llegó a tener una biblioteca de varios miles de ejemplares, que en su momento se tasó en más de 2,5 millones de dólares. Pinochet encontraba un placer morboso en atesorar libros, sólo equiparable al que hallaba destruyendo bibliotecas ajenas, como la que Pablo Neruda tenía en “La Chascona”, su casa de Santiago.

Todas las noches, Adolf Hitler se llevaba un libro a su cama y leía hasta la madrugada. Al día siguiente, durante el desayuno, comentaba con los presentes lo que había leído. Distintos investigadores estadounidenses calculan que la biblioteca personal del líder nazi tenía al menos 16.000 volúmenes. Después de la guerra mundial que acabó en 1945, una parte de esos libros fue trasladada a los Estados Unidos y depositada en una dependencia de la Biblioteca del Congreso de ese país.

Vistos algunos casos, quizá sea legítimo dudar de la afirmación que Platón hiciera en su Carta Séptima, según la cual los males del mundo no acabarían sino recién cuando los gobernantes filosofaran o los filósofos gobernaran. Pero por lo pronto, parece que la humanidad se vería beneficiada si algunos líderes mundiales como Donald Trump ó Jair Bolsonaro leyeran un poco más.

Comentarios

comentarios