A simple vista, Hermann Hesse y Thomas Mann tenían muy poco que ver. Casi podría decirse que eran dos polos opuestos, tanto por su carácter como por la concepción de la literatura que tenían o las vidas que llevaron. Hesse era tranquilo e introvertido, prototipo de la vida contemplativa, mientras que Mann, elegante y extrovertido, representa al intelectual público de intensa vida social. En el terreno de lo literario, Mann estaba más próximo al naturalismo mientras que Hesse se vincula más al expresionismo. Sin embargo, si se les observa más de cerca comienzan a aparecer similitudes: ambos se rebelaron contra el mundo burgués al que pertenecían y en algún momento de sus vidas, antes de convertirse en escritores, desempeñaron oficios sencillos ‒Hesse en una librería de segunda mano y Mann como agente de seguros‒. También compartían su amor por Nietzsche y por la cultura germánica, que interpretaron cada uno a su manera.

Amor por todo eso, y por la amistad. Una amistad que comenzó como respeto mutuo y que se alargaría durante cinco décadas. En una carta enviada a Mann para su 75º cumpleaños, Hesse recuerda el primer encuentro entre ambos en Múnich, en el despacho de Samuel Fischer, el entonces editor de los dos autores: «A decir verdad, no nos parecíamos mucho; esto ya se veía en la ropa y en los zapatos». Pero a pesar de esas diferencias, de ese encuentro nació una amistad que se tradujo en un intenso y apasionante intercambio epistolar, que ahora publica la editorial Stirner, actualizando la que se realizara en 1977. Una correspondencia que en menor o mayor medida ya había sido publicada en el conjunto de las respectivas obras de cada uno de ellos, pero que al aparecer reunida en un solo volumen y ordenada de forma cronológica permite analizar con más detalle la relación entre estos dos autores, considerados como parte de la cima de la literatura alemana del siglo XX.

A pesar de que Thomas Mann trató de dirigirse a Hermann Hesse con más llaneza y confianza, este último siempre se dirige a él con un respeto y una corrección extremas. Mann, que era más conocido que Hesse, siempre defendió la calidad literaria de la obra de su amigo e intentó que la crítica lo pusiera en el lugar que pensaba que merecía. La admiración, por supuesto, era mutua y las alabanzas entre ellos son habituales. «Es un libro que, después de tanto tiempo, me enseñó de nuevo qué significa leer», escribió Mann sobre El lobo estepario en enero de 1928, un año antes de hacerse con el Premio Nobel de Literatura, en una carta en la que agradecía a Hesse que le hubiera enviado una colección de poemas.

Los dos autores vivieron con preocupación el avance del nazismo en Alemania. Cuando en 1933 la familia de Mann tuvo que exiliarse a Suiza, este pasó a convertirse en invitado regular ‒junto con Bertolt Brecht‒ en Montagnola, localidad donde se había instalado Hesse. Elisabeth, la hija pequeña de Mann, recordaría más tarde en un artículo publicado por el diario Frankfurter Allgemeine Zeitung las tardes que pasaba jugando con Hesse. Que el nacionalsocialismo llegara al poder en Alemania fue un duro golpe para Mann, soportable en gran medida gracias a las largas conversaciones que mantenía con Hesse. De esa época es la fotografía donde vemos a ambos escritores en las pistas de esquí de St. Moritz, y que ha servido de base para la ilustración de la cubierta del libro de Stirner.

En 1939, tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial, Mann tomó la decisión de trasladarse a Estados Unidos, así que la amistad tuvo que mantenerse de nuevo exclusivamente por carta. La admiración mutua se mantuvo intacta durante todos esos años. El 2 de julio de 1937 Mann elogió a Hesse en un artículo publicado en el diario Neue Zürcher Zeitung: «Es necesario decir que El lobo estepario es una novela que en cuanto a audacia experimental no tiene nada que envidiarle al Ulises de James Joyce o a Los monederos falsos de André Gide». No es de extrañar que lo propusiera para el Premio Nobel de Literatura, con el que sería galardonado en 1946. Hesse, por su parte, en una carta remitida en 1950 a la escritora Agnes Miegel, decía sobre Mann: «Que dos caracteres y dos ingenios tan dispares, como somos Thomas Mann y yo, vayan más allá de estas diferencias, hagan amistad y, despertados de las turbaciones de nuestros tiempos, concuerden en asuntos humanos y morales, es una experiencia bella y rara».

No se me ocurre mejor forma de describir la correspondencia entre Mann y Hesse que utilizando las palabras de este último: «una experiencia bella y rara». Las cartas cruzadas entre ambos escritores son el testimonio de la vida intelectual y cultura alemana de la época, escritas desde la conciencia de que serían leídas no solo por sus destinatarios. Esa correspondencia corresponde a una época en la que los epistolarios están más en la esfera de lo público que de lo privado. Muchos de ellos serían conocidos por los lectores y publicados en vida de sus autores, y algunos serían escritos con la conciencia de obra, como ocurre con las Cartas a un joven poeta de Rilke. Esto hace quizá que las cartas pierdan algo de sinceridad y de espontaneidad, pero al mismo tiempo las sitúa como obras literarias de primer nivel.

Destacar, por último, el excelente trabajo de Josep María Carandell, cuyo prólogo analiza las relaciones entre ambos autores, destacando sus diferencias y sus similitudes, y que se ha mantenido vigente con el paso de los años a pesar de haber sido escrito en 1977, y el apéndice final, en el que se recogen explicaciones y comentarios que contextualizan y complementan la información contenida en las cartas. Un libro, en definitiva, que hace justicia a dos de las mentes más brillantes y privilegiadas del siglo XX.

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